Gerald Durrell, literatura y otros animales
Centenario
Se cumplen cien años del nacimiento de Gerald Durrell, pionero del ecologismo y autor de ‘Mi familia y otros animales’. Tras adquirir fama mundial, pudo materializar su sueño de tener su propio zoo
El zoólogo y escritor británico Gerald Durrell con dos elefantes en 1976
“Esta es la historia de los cinco años que mi familia y yo pasamos en la isla griega de Corfú. En principio estaba destinado a ser una descripción levemente nostálgica de la historia natural de la isla, pero al introducir a mi familia en las primeras páginas del libro cometí un grave error. Una vez sobre el papel, procedieron de inmediato a tomar posesión de los restantes capítulos, invitando además a sus amigos. Solo a través de enormes dificultades, y ejercitando considerable astucia, logré reservar aquí y allí alguna página que dedicar exclusivamente a los animales”.
En este primer párrafo del prólogo de Mi familia y otros animales, su autor, Gerald Durrell, da las dos claves de su vida: su peculiar familia y su pasión por los animales, que siempre situó en el mismo plano que los humanos. Publicado en 1956, el libro narra los años que él, su madre, Louisa, y sus tres hermanos mayores (Lawrence, Leslie y Margo) pasaron en Corfú. Gracias a su éxito monumental, Durrell pasó de ser un zoólogo autodidacta a un líder conservacionista, inspirando a muchos jóvenes naturalistas.
Se convirtió, además, en un autor literario reconocido, dotado de un don para la escritura que le permitía describir de forma magistral tanto los paisajes de la isla y las extravagancias de sus parientes como las criaturas que trató durante su peculiar infancia. Seres que, para Durrell, poseían, sin excepción, una belleza propia. Los sapos, por ejemplo, le guiñaban “sus bellos ojos dorados”. Las abejas carpinteras eran “como peludos osos azul eléctrico”, y las arañitas que vivían en los rosales tenían “cuerpos translúcidos”, en tonos “rosa, marfil, corinto o amarillo manteca”. Las babosas eran seres “de un pálido color café surcados de rayas color chocolate oscuro”, y el limo de sus cuerpos “las hacía brillar como si estuvieran recién barnizadas”.
A Durrell le resultaba incomprensible que a alguien pudiera disgustarle una criatura y siempre defendió el derecho de estas a vivir en paz. Fue un pionero del ecologismo, y en 1959 fundó su propio zoológico con una misión que entonces sonaba algo estrafalaria: salvar a especies animales de la extinción.
De la India a Corfú
La excentricidad, en el sentido de salirse de la norma, era parte del ADN de los Durrell, un clan fuera de lo común. La familia tenía sus raíces en la India británica, donde nacieron tanto los padres, Lawrence y Louisa, como los cuatro hermanos. Gerald, el pequeño, llegó al mundo el 7 de enero de 1925 en la ciudad de Jamshedpur, al este del país. Como cuenta su biógrafo Douglas Botting, fue un bebé enorme. Su madre –de muy baja estatura, como todos los Durrell– engordó tanto durante el embarazo que rehusaba ir al club donde los miembros del Raj se congregaban. “Parezco un elefante”, le dijo a su esposo. Como respuesta, este le sugirió que se trasladara en un palanquín.
Lawrence Samuel Durrell fue un exitoso ingeniero civil que, tras trabajar en la construcción del ferrocarril entre Darjeeling y el Himalaya, estableció su propia compañía, Durrell & Co, en 1920. La familia, entonces, se mudó a la ciudad de Jamshedpur, sede del gigante del acero Tata e inmersa en una fiebre de construcción de infraestructuras. En esta participó Durrell, quien, en palabras de Douglas Botting, se convirtió en un empresario “exitoso, rico y desesperadamente estresado”. Murió en 1928, a causa de un tumor cerebral, cuando Gerald tenía tres años.
El puerto de Corfú en una postal de 1935
Louisa, devastada por la muerte de su marido, decidió volver a Inglaterra. En parte, porque quería que sus hijos se educaran allí, aunque ninguno de los Durrell sentía demasiado apego por un país al que, despectivamente, llamaban pudding island. La familia se instaló primero en Londres, pero la supuesta presencia de fantasmas en las dos casas en las que vivieron motivó un cambio de residencia.
El lugar escogido fue la localidad costera de Bournemouth. Allí, Louisa, ya una viuda acaudalada, adquirió una casona enorme donde ella y el pequeño Gerry eran atendidos por un nutrido servicio. Pese a las grandiosas apariencias, la ausencia de su marido y de sus hijos mayores, que estudiaban o vivían fuera de casa, le pasó factura, de modo que la mujer calmaba sus delicados nervios con la ginebra. De hecho, una de las razones por las que Larry, el mayor, instó a que la familia partiera a Corfú fue para alejar a la madre de la bebida. Larry tenía unos amigos, los Wilkinson, que se habían instalado en la isla del mar Jónico y le escribían maravillas sobre ella.
Un perro y un mentor
La decisión de marchar también fue motivada por el insufrible clima inglés (“Piensa en todas las veces que, en Inglaterra, todo el mundo que conoces está resfriado”, escribió Larry), así como por cuestiones económicas. Louisa había hecho unas inversiones desacertadas que, siempre en palabras de Larry, la metieron “en un buen lío financiero”. Así que, a principios de 1935 (“cuando yo, el benjamín, me hallaba en la tierna e impresionable edad de los diez años”, como anotó Gerald en su libro más célebre), los Durrell zarparon hacia Corfú, dominio británico durante el siglo XIX y una de las islas más bellas del Mediterráneo. La experiencia les marcaría para siempre.
Gerald fue acompañado de su perro, Roger, el regalo que le hizo su madre el día que decidió sacarlo de la escuela primaria, a los ocho años de edad. Descrito como un niño sensible y encantador, Gerry era, claramente, la debilidad de Louisa. Odiaba el colegio hasta el punto de que le subía la fiebre cuando iba a clase. El médico local le diagnosticó una reacción psicosomática. Nunca se adaptó a las aulas y jamás llegó a completar ni siquiera un año de educación.
Su principal interés, ya desde muy niño, fueron los animales. Todas sus biografías coinciden en que una de las primeras palabras que pronunció fue “zoo”, y una de sus primas recordaba, con cierto asco, cómo “Gerry jugaba con tres luciones [lagartos sin patas], acariciándolos y pasándoselos por los dedos”. Esa pasión por los “bichos” fue complacida en Corfú.
Gerald Durrell con un mono en 1949
Pese a que tuvo varios preceptores, su verdadera formación se debió a su amistad con un personaje clave en su vida, el doctor Theodore Stephanides (1896-1983), que nació también en el Raj británico, en 1907. A los once años, su familia se trasladó a Corfú, donde aprendió a hablar griego (su padre lo era). Tras luchar en la Primera Guerra Mundial, Stephanides estudió Medicina en París y volvió a la isla en 1929, llevando consigo el primer aparato de rayos X.
Considerado un polímata, fue también poeta, autor, traductor, naturalista y científico. Como se narra en Mi familia y otros animales, Theodore sintió una inmediata simpatía hacia aquel niño solitario, apasionado por la naturaleza, y se convirtió en su amigo y maestro. Como explica Douglas Botting, para Gerry, el tener como mentor a Theodore Stephanides “fue como entrar en Oxford o en Harvard sin los pasos intermediarios de la escuela primaria y secundaria. Theo era una fuente andante de conocimiento”.
El paraíso perdido
Pero no fue aquel su única influencia: su hermano Lawrence, que se convertiría en un escritor afamado, resultó también decisivo. En Corfú, Lawrence y su mujer, Nancy, vivían en una villa separada del resto de la familia, que contaba con una nutrida librería a la que Gerry tenía acceso. Él mismo recordaría que leía de una manera “omnívora”: desde las obras de Darwin hasta la escandalosa novela de D. H. Lawrence El amante de lady Chatterley. Fue también su hermano quien le regaló las obras del naturalista Jean-Henri Fabre que tanto le impactaron. “Larry era un Dios para mí”, dijo.
La vida en Grecia, sin embargo, no fue tan idílica como la describe en su trilogía de Corfú (al primer libro le siguieron, en 1969, Bichos y demás parientes, y en 1978, El jardín de los dioses). La isla era pobre y primitiva. Con villas hermosas, sí, pero sin electricidad ni calefacción. Los Durrell leían con lámparas de aceite, y Louisa, una excelente cocinera, preparaba las comidas con carbón y conservaba los alimentos en una hielera. Al principio, ninguno hablaba griego, y si no hubiera sido por la ayuda del taxista Spiro Halikiopoulos, que hablaba inglés, las cosas hubieran sido mucho más complicadas.
Gerald Durrell en una divertida fotografía en la que posa utilizando una serpiente enroscada a modo de monóculo
En 1939, tras la invasión italiana de Albania, con los vientos de guerra soplando en Europa, parte de la familia abandonó Corfú. Gerry y su madre se instalaron en Londres, donde él encontró su primer trabajo en una tienda de animales. Nunca consiguió ningún título académico, ni tampoco entró en el Ejército, por cuestiones de salud. Pasó la Segunda Guerra Mundial cuidando caballos, en una hípica. Al acabar el conflicto, consiguió un puesto en uno de los zoos de la Zoological Society of London, en Bedfordshire.
En paralelo, siguió estudiando biología de forma autodidacta. Al cumplir veintiún años, recibió la herencia de su padre (tres mil libras esterlinas), y con ellas financió una expedición al entonces Camerún británico. Aquel fue el primero de una serie de safaris en los que capturaba animales para venderlos a zoológicos de su país. En aquellas expediciones empezó a darse cuenta de los graves problemas que los animales tenían para sobrevivir en unos hábitats cada vez más amenazados, y empezó a orientarse al conservacionismo.
Investigación y educación
En 1951 se casó con Jacqueline Wolfenden, a espaldas de la familia de ella, que se oponía a la unión. Su mujer fue quien le animó a escribir. Su primer libro, El arca sobrecargada, una crónica del viaje a la selva del Camerún, se publicó en 1953. Así empezó su carrera como escritor, que combinaba con las expediciones, cada vez más sofisticadas. Él y Jacqueline viajaron a Argentina, Paraguay y Chipre y volvieron a África, visitando Sierra Leona con la BBC. Otros destinos fueron México, Australia, Mauricio, Assam y Madagascar.
Gracias a los ingresos de sus libros, Gerald pudo materializar su sueño de infancia de fundar su propio zoo. El lugar escogido fue la isla de Jersey, en el canal de la Mancha, donde alquiló una antigua granja en una finca de trece hectáreas. Durrell y su primera colección de animales (que incluía una pareja de águilas, varios monos y dos chimpancés) llegaron al lugar en 1959.
Gerald Durrell con su esposa Jacquie frente a su casa en la isla de Jersey, en 1963, con una camioneta pintada para anunciar el zoológico fundado por el naturalista
El legado de Durrell
Escritor chispeante y emprendedor, su don para la divulgación cautivó a muchos futuros naturalistas. Dentro de su legado figuran la Fundación Durrell, con sus programas de conservación y educación, y su zoológico de Jersey, que, según la prensa británica, está pasando por momentos difíciles. Y en su trayectoria hay algo indiscutible: despertó la vocación de muchos futuros naturalistas.
Pronto se dio cuenta de que debía crear un zoo conservacionista, no exhibicionista, con la investigación y la educación como banderas. “Gerry creía que los zoos debían ser santuarios donde las especies en peligro se pudieran reproducir y estudiar para, una vez neutralizadas las amenazas de sus hábitats, ser reintroducidas. Y fue muy criticado al principio, pero hoy hay zoológicos en todo el mundo que han seguido sus pasos y han reconocido su trabajo pionero”, le dijo a esta redactora Lee Durrell, la segunda esposa de Gerald, en 2004.
El zoológico de Gerald Durrell en Jersey
Lee, una naturalista americana con la que se casó en 1979, tras divorciarse de Jacqueline, es la directora honoraria del Durrell Wildlife Conservation Trust y reside en un precioso apartamento en la antigua granja. Allí, arropados por estanterías forradas de libros (entre ellos, las obras completas de Lawrence Durrell y varios tomos escritos por Theodore Stephanides, como Biología del agua dulce de Corfú), vivieron ella y Gerald durante sus veintiséis años de matrimonio.
Fueron décadas de expediciones, programas televisivos y reconocimientos, como la Orden del Imperio Británico, pero también de trabajo extenuante y angustias financieras. Su viuda explicó que, pese a su éxito, a su marido nunca le gustó demasiado escribir: se veía obligado a ello para mantener los ingentes gastos del zoo. En una época de crisis, llegó a “hipotecar” tres libros que todavía no había empezado para mantenerlo abierto.
De izqda. A dcha., el director del zoológico de Moscú Vladímir Spitsin, el zoólogo y escritor británico Gerald Durrell y el biólogo Nikolay Drozdov, presentador del programa ‘El mundo de los animales’.
La presión acabó en enero de 1995, cuando Gerald Durrell falleció en Jersey por las complicaciones de un trasplante de hígado, al que llegó ebrio de whisky. De hecho, sus problemas con el alcohol le provocaron cirrosis y cáncer de hígado. Su muerte, que tuvo un gran eco mediático, entristeció a sus muchos seguidores: personas de todo el mundo que, gracias a sus libros, aprendieron a respetar a los animales y que se troncharon de risa con las aventuras de su peculiar familia.