Donald Trump mira a Europa con cara de pocos amigos y desata una nueva batalla comercial. Con promesas que resucitan el aislacionismo del pasado, la relación entre EE. UU. y la UE se adentra en un terreno incierto. El pasado 26 de febrero, uno de los anuncios principales fue el de la imposición de aranceles del 25% a la UE, con Trump justificando la medida con el argumento de que “la UE se ha aprovechado de nosotros” y que “fue creada para fastidiar a EE. UU.”. Sin embargo, los hechos indican lo contrario: las cifras confirman que el comercio entre ambas potencias sigue siendo fundamental para la economía global, y la supuesta conspiración europea no tiene sustento histórico ni económico.
América primero
Estas nuevas políticas proteccionistas se vinculan con el lema “America First” que Donald Trump rescató en su discurso del 20 de enero de 2017 al asumir la presidencia en su primer mandato. El lema se remonta a 1850, cuando fue utilizado por el Partido Republicano Americano nativista. Sería el presidente Woodrow Wilson quien lo popularizara en su campaña de 1916 con la intención de mantener a EE. UU. neutral en la Primera Guerra Mundial. Los republicanos se apropiaron de la expresión con Warren G. Harding, quien ganó las elecciones presidenciales de 1920 con la promesa de un retorno al aislacionismo.
Después de la Gran Guerra, el lema adquirió un tono xenófobo al ser adoptado por el Ku Klux Klan, que lo empleó en sus movilizaciones contra la inmigración. Por otra parte, el magnate de los medios William Randolph Hearst lo convirtió en un arma política, usándolo como encabezado en su periódico acompañado de un águila imperial. Hearst simpatizaba con Alemania y promovió en los años treinta las supuestas virtudes del nazismo, al que definió como el “gran logro” que derrotó al comunismo.
Trump, tras recuperar este lema, se ha distinguido por una retórica hostil a la Unión Europea. En 2018, en una entrevista en Fox News, afirmó: “La UE es posiblemente tan mala como China, solo que más pequeña”, criticando los costos de la OTAN y sugiriendo que Europa se aprovecha de los americanos. Sin embargo, la UE no fue creada para perjudicar a EE. UU., sino para garantizar la estabilidad y prosperidad en el Viejo Continente, un objetivo que también ha beneficiado a Washington.
Socios en la guerra fría
En la primavera de 1945, Europa estaba devastada. Las ciudades estaban en ruinas, millones de personas habían sido desplazadas de sus hogares y la economía estaba colapsada. En este contexto, Estados Unidos impulsó el Plan Marshall, mediante el cual inyectó 13.000 millones de dólares para la reconstrucción del continente. Pero, más allá de la ayuda económica, Washington veía en una Europa fuerte un aliado clave en la guerra fría contra la URSS. Lo que hoy conocemos como Unión Europea nació no como un rival de EE. UU., sino como un socio estratégico.
El proyecto para la integración europea tuvo antecedentes. Robert Schuman, ministro de Asuntos Exteriores de Francia, propuso en 1950 un modelo de cooperación que evitara el resurgimiento del militarismo alemán. Así nació la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) en 1951, integrando las industrias estratégicas de Alemania y Francia con otros cuatro países (Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo). La clave era que la interdependencia económica reduciría la posibilidad de nuevos conflictos bélicos.
Los primeros pasos fueron firmes. Con los Tratados de Roma de 1957, la cooperación se amplió a otros sectores económicos y preparó el camino para una futura unión monetaria. El Tratado de Maastricht en 1993 consolidó la Unión Europea como una entidad supranacional con políticas comunes en diversas áreas y con la capacidad de actuar de manera autónoma en el escenario global. Sentó las bases para una Política Exterior y de Seguridad Común (PESC).
Tensiones en la familia
Desde la Segunda Guerra Mundial, la relación transatlántica ha estado marcada por una cooperación estrecha, pero también por momentos de fricción. En los años cincuenta y sesenta, EE. UU. impulsó los vínculos europeos como una vacuna contra la expansión soviética, pero al mismo tiempo se mostró reticente a la autonomía del Viejo Continente. El presidente francés Charles de Gaulle se negó a la subordinación de Europa a Washington y en 1966 retiró a su país del mando militar integrado de la OTAN, buscando una política exterior más independiente.
Posteriormente, en la década de los noventa, con el Tratado de Maastricht se definieron las bases para una Política Exterior y de Seguridad Común (PESC). Sin embargo, Zbigniew Brzezinski, exconsejero de seguridad nacional de EE. UU., describió en 1998 a Europa como un “protectorado estadounidense”.
En las décadas siguientes, los conflictos comerciales se hicieron más evidentes. EE. UU. y la Comunidad Económica Europea (CEE) chocaron en disputas como la crisis del acero, las tensiones por la Política Agrícola Común y la rivalidad en sectores tecnológicos. La conocida como guerra del plátano, o del banano, en los años noventa, cuando EE. UU. sancionó a la UE por sus políticas de importación de plátanos de antiguos dominios coloniales, fue otro episodio en esta historia de desencuentros en el terreno comercial.
A pesar de estas tensiones, la relación ha sido predominantemente de alianza. Desde la caída del muro de Berlín en 1989, EE. UU. ha apoyado la expansión de la UE hacia el este, viendo en ello una garantía de estabilidad en la región. La cooperación económica ha sido clave: según la Comisión Europea, en 2023 el comercio entre ambas potencias superó los 1,5 billones de euros, representando aquel año casi el 30% del comercio mundial y el 43% del PIB global.
El proteccionismo estadounidense no es nuevo. Durante el mandato de Ronald Reagan en los años ochenta, EE. UU. impuso restricciones a productos europeos como acero y maquinaria. En los noventa, Bill Clinton tuvo disputas con la UE sobre el acceso a mercados agrícolas y el caso del duopolio Boeing-Airbus, una rivalidad que se prolongó hasta el siglo XXI. Trump ha retomado este enfoque con una visión más agresiva, aunque la realidad es que EE. UU. y la UE han gestionado estas diferencias en el marco de su interdependencia económica.
La Unión Europea no es una conspiración contra EE. UU. No fue diseñada para perjudicarlo; tampoco para actuar con obediencia feudal hacia su socio americano, como parece desear Trump. Ambas entidades han demostrado que pueden trabajar juntas cuando la historia lo exige. En tiempos de crisis, el pragmatismo ha prevalecido sobre la retórica. En 1945, EE. UU. entendió que una Europa fuerte era clave para la estabilidad global. En 2025, Washington parece haber olvidado esa lección. La UE no nació para fastidiar a EE. UU., pero, ante las medidas de Trump, hoy se ve obligada a fortalecer su independencia estratégica y redefinir su papel en el mundo.





