Veinticinco años antes de la batalla de Inglaterra (julio-octubre de 1940), Londres y otras ciudades británicas fueron objetivo de bombardeos aéreos. En aquella ocasión, los ataques estuvieron protagonizados por zepelines. Aunque el nivel de devastación causado por estos dirigibles no puede compararse con el de la Luftwaffe, su impacto psicológico fue enorme.
No fue extraño que Alemania recurriera a sus dirigibles para dar sus primeros pasos en la guerra aérea estratégica. Estas aeronaves eran motivo de orgullo nacional en el imperio del káiser Guillermo II y muy temidas por las potencias rivales, con Gran Bretaña a la cabeza, por su previsible capacidad para atacar ciudades.
El conde Ferdinand von Zeppelin fue el responsable de los dirigibles alemanes más modernos; de ahí que su apellido se convirtiera en sinónimo de estas aeronaves. Al contrario que otros aerostatos, tenían una estructura rígida que les permitía volar a mayores altitudes, disponer de una gran capacidad de carga y, en los modelos más avanzados, con autonomías de centenares de kilómetros.
Su eficacia atrajo la atención del ejército alemán en 1909; la Armada tardaría tres años más. Aunque los militares, en un primer momento, los consideraron para tareas de reconocimiento, pronto comenzaron a barajar un rol más ofensivo.

Ferdinand Graf von Zeppelin construyó su primer dirigible en 1900
En Londres, los zepelines empezaron a preocupar incluso un año antes de que el ejército alemán se interesara por ellos, y sus analistas examinaron el riesgo que representaban para la seguridad del país. La inquietud se extendió también entre la población. La novela La guerra en el aire (1908), de H. G. Wells, alcanzó una gran popularidad; en ella, se hablaba de un plan alemán para atacar con dirigibles las islas.
Las bestias en su guarida
En 1914, los estrategas de uno y otro bando vaticinaban un conflicto rápido, por lo que pusieron toda su atención en lograr la ventaja en los frentes de batalla. Además, disponían de pocos aparatos con autonomía suficiente para llegar a la retaguardia enemiga.
Los alemanes comenzaron a dar muestras del potencial de los zepelines con bombardeos limitados contra Lieja y Amberes durante la invasión de Bélgica. Esos ataques mataron a 19 personas y causaron una profunda impresión en Gran Bretaña.
Winston Churchill, por entonces primer lord del Almirantazgo, no quiso esperar el ataque y planeó un bombardeo contra las bases de zepelines –o “monstruos gaseosos”, como él mismo los llamaba–. Esas incursiones las llevarían a cabo los aviones británicos desde sus bases en Bélgica.
En total, los británicos lanzaron tres ataques preventivos. El primero fue el 8 de octubre de 1914, contra Düsseldorf. Los aviones del RNAS (Royal Naval Air Service) destruyeron el zepelín que había bombardeado Amberes en agosto. Luego intentaron dos ataques más, que dañaron las instalaciones de Friedrichshafen (sede de la empresa de Zeppelin) y su base en Nordholz.
No obstante, esos ataques solo sirvieron para aumentar la moral británica, ya que, a finales de 1914, ya era factible bombardear al otro lado del canal de la Mancha con zepelines. Por si fuera poco, los nuevos modelos podían transportar 20 bombas de 49 kilogramos cada una. Entre los asesores del káiser, cundió la idea de que, si se bombardeaban Londres y otras ciudades, Downing Street pediría la paz.
Las reticencias del káiser
La Armada Imperial (Kaiserliche Marine) fue su principal partidaria. El ejército era más cauto, porque, al principio de la guerra, habían perdido varios zepelines en el frente francés. Sin embargo, el principal escollo eran las reticencias del propio Guillermo II.
A finales de 1914, el káiser seguía sin autorizar ataques sobre Londres, porque temía que algún miembro de la familia real resultase herido. Conviene recordar que el rey Jorge V y él eran primos, ya que ambos eran nietos de la reina Victoria.

Churchill junto al káiser Guillermo II durante unas maniobras militares en 1906
Peter Strasser, comandante de la División Naval de Dirigibles, lideró la presión para que se autorizasen las incursiones contra Gran Bretaña. Poco a poco, Guillermo II fue dando su brazo a torcer, y el 9 de enero de 1915 autorizó bombardear la costa oriental británica y el estuario del Támesis, aunque no Londres.
Para su defensa, los británicos contaban con unos cuarenta aviones y baterías antiaéreas en puntos clave. El problema era que todavía no existía un armamento lo bastante eficaz para dañar a un zepelín que volara a gran altura.
También era difícil avistarlos, puesto que solían atacar en noches de luna nueva –con poca visibilidad– y apagaban sus motores cuando estaban sobre sus objetivos, dejándose llevar por las corrientes de viento. Los defensores dependían de los reflectores en tierra o de las condiciones climáticas para reconocer a sus agresores.
El terror de las bombas
Enseguida, las tripulaciones de los zepelines comprobaron que el mejor activo de la defensa británica era la meteorología. Si había lluvia, las bajas temperaturas en altitud hacían que apareciera hielo en la estructura del zepelín, lo que reducía su altura de vuelo, haciéndolo más vulnerable. Y los vientos constituían un problema aún mayor, ya que podían provocar que los dirigibles se desviaran de sus objetivos.
En teoría, las tripulaciones volaban con una lista de dianas con valor militar: cuarteles, depósitos de combustible, nudos de transporte… Pero muchas veces, a causa de la climatología adversa, tenían dificultad para localizarlos. Así, no dudaban en lanzar sus bombas en cuanto se situaban sobre una población, provocando bajas civiles.

Cartel británico de 1915 aludiendo a los bombardeos desde zepelines
El primer bombardeo, el 13 de enero de 1915, fue un fracaso. Los zepelines tuvieron que abortar su misión por la mala meteorología al sobrevolar el mar del Norte. Seis días después, dos aeronaves de la Kaiserliche tuvieron más fortuna y atacaron varios pueblos en el condado de Norfolk, donde murieron cuatro civiles y otros dieciséis resultaron heridos.
La armada alemana presentó el ataque como un gran éxito, aunque los británicos siempre sospecharon que los zepelines se habían desviado de su objetivo inicial, ya que los pueblos atacados no presentaban ningún valor estratégico.
Susto sangriento
El triunfo de los zepelines y la insistencia de los militares alemanes llevaron al káiser a autorizar los primeros ataques contra Londres, el 12 de febrero de 1915, si bien limitó las incursiones a los muelles de la ciudad. A partir de esa fecha, la Armada y el Ejército se lanzaron a una carrera por lograr el primer ataque exitoso contra la capital británica.
Finalmente, el 31 de mayo de 1915, con los nuevos zepelines de clase P (con mayor alcance y una estructura más resistente ante la meteorología adversa), el Ejército se apuntó el tanto de ser el primero en atacar Londres. Las bombas que lanzó el dirigible causaron 41 incendios, siete muertos y treinta heridos.

Destrozos en una calle de Londres tras un raid de zepelines alemanes en 1915
A lo largo de 1915 se fueron sucediendo los bombardeos de zepelines contra Londres y el sur de Inglaterra. La mayoría de las veces, la defensa antiaérea se mostraba impotente por su ineficiente armamento y las dificultades para localizar a los atacantes.
El Imperio británico contraataca
Pese a esos fallos, las agresiones no tuvieron el efecto que esperaban los alemanes, y los londinenses no se rindieron, sino todo lo contrario. La presión popular llevó a lord Kitchener, secretario de Estado para la Guerra, a exigir resultados al general David Henderson, comandante del Real Cuerpo Aéreo. Se crearon baterías móviles, con cañones montados en camiones, y se entrenó la coordinación entre las posiciones artilleras y los reflectores.
Pese a esos esfuerzos, las defensas no pudieron evitar que, la noche del 13 al 14 de octubre de 1915, cinco zepelines de la Kaiserliche bombardearan Londres y otras poblaciones cercanas, en uno de los ataques más letales de la guerra, con 71 muertos y 128 heridos.
Todo cambió la noche del 31 de marzo de 1916, cuando las baterías londinenses lograron, por primera vez, dañar seriamente a un zepelín, que acabó estrellándose en el mar del Norte.
Ese fue el primer éxito destacable de las baterías antiaéreas en Londres, y a él no tardaría en sumarse la aviación. Fue clave la mejora en la eficacia de los interceptores, gracias al desarrollo de una munición explosiva que, al perforar la estructura del zepelín, propiciaba que el hidrógeno de su combustible entrara en contacto con el oxígeno de la atmósfera, provocando una explosión letal.

Un niño vende periódicos con el anuncio del derribo de dos zepelines en la costa este británica. Londres, 28 de noviembre de 1916
La capacidad de esa nueva munición quedó patente el 3 de septiembre de 1916, cuando el avión del teniente William L. Robinson derribó el zepelín SL.11. Las calles se llenaron de gente celebrando el derribo del primer “baby-killer” (asesino de bebés), o “pirate” (pirata), apodos que merecieron estos aparatos por los civiles que murieron bajo sus bombas.
Las últimas incursiones
Entre tanto, Strasser y la Armada siguieron confiando en los nuevos modelos de dirigibles, con mayor capacidad de carga y de alcance, para atacar el norte de Gran Bretaña. No obstante, la defensa de Londres y de otras ciudades fue certificando su creciente eficacia.
La tendencia continuó el resto del otoño de ese año. Ante el incremento de la vulnerabilidad de sus aeronaves, las tripulaciones alemanas abrieron un macabro debate. Si eran alcanzados y el zepelín se incendiaba, ¿qué era preferible, morir abrasados o saltar al vacío?
Las pérdidas de zepelines no pararon de aumentar durante los últimos meses de 1916. La última carta de Strasser fue una nueva clase de dirigibles, apodada “los escaladores”, porque podían elevarse a 6.400 metros, muy por encima de las capacidades de los cañones antiaéreos.
Pero la mayor altitud también conllevó problemas para los aparatos y sus tripulantes. Los vientos a cotas tan altas hacían fallar el instrumental, en tanto que las tripulaciones sufrían de mal de altura, por lo que tenían que descender para operar con garantías, perdiendo así la invulnerabilidad.
El ejército comenzó a operar los bombardeos Gotha, unos aviones que demostraron ser mucho más eficaces para atacar Londres, ya que no eran tan vulnerables como los zepelines. Hacia finales de 1917, los alemanes habían perdido 77 de los 115 dirigibles de que disponían.
Más de cincuenta ataques
La noche del 18 al 19 de octubre de 1917 se produjo el último ataque con dirigibles sobre la capital británica. Fue una incursión accidental, ya que el zepelín L.45 que lo llevó a cabo tenía como misión original arremeter contra zonas industriales del norte, pero fue desviado por los fuertes vientos.
Sin embargo, la tripulación del L.45 no perdió ocasión de realizar un ataque de oportunidad sobre Londres, lanzando sus bombas indiscriminadamente. Treinta y dos muertos, principalmente civiles, entre ellos siete niños, fue el balance de esa acción.

Diferentes tipos de bombas alemanas
1918 significó el relevo de los aviones en los bombardeos contra Gran Bretaña. Londres no volvió a ser atacada por zepelines, y solo hubo cuatro incursiones con esos aparatos al otro lado del canal durante todo el año. A lo largo de la guerra, 557 personas murieron y 1.358 resultaron heridas en los 51 ataques que protagonizaron estas naves.
Las cifras pueden quedar empequeñecidas por la batalla de Inglaterra de 1940 –la comparación más evidente, donde murieron unos veintitrés mil civiles–. Pero más allá de las cuestiones cuantitativas, los bombardeos sobre Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial marcaron un hito en el empleo de la aviación como arma estratégica.