La cruzada de Mussolini contra la pasta: el arroz como arma del fascismo

Ataque gastronómico

El ‘Duce’ quiso convertir a Italia en un país de consumidores de arroz para equilibrar la economía

El uso propagandístico de las ‘mondine’ alimentó la resistencia antifascista y creó el mito de 'Bella ciao!'

Carteles promocionales del consumo de arroz en la Italia fascista.

Carteles promocionales del consumo de arroz en la Italia fascista

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Miguelito, el de Mafalda, atribuía a Mussolini el éxito de la carrera espacial. “¡Que si no es por el Duce, minga de conquistar la Luna!”, gritaba. Por falso y absurdo, el chiste funcionaba. Pero Miguelito, el de Mafalda, que por alguna razón –y por voluntad de Quino– se apellidaba Pitti, nunca bromeó con que Mussolini quiso dejar a los italianos sin espaguetis. Porque fue cierto. Y porque no hubiera tenido ninguna gracia.

Cuando Mussolini tomó el poder en Italia lo hizo a caballo del nacionalismo y de la autarquía. La balanza italiana de pagos en los años veinte era claramente deficitaria en diversos elementos. Uno de ellos era el trigo, base elemental de la harina que se requería, y en grandes cantidades, para hacer pasta. Los spaghetti, tortellini, pappardelle y farfalle que constituían la base de la dieta italiana eran, a su vez, causa de unas pérdidas económicas que el país, que en aquel momento era lo mismo que decir Mussolini, no podía tolerar.

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Italia, además, no tenía la posibilidad, tan arraigada en el fascismo y sus movimientos hermanos, de aumentar su espacio vital. El Lebensraum que fue religión para el nazismo y llevó al mundo a un segundo desastre mundial era imposible de ejecutar en un país sito en una península cerrada por los Alpes. Las colonias italianas, por lo demás, tenían poco que ver, en términos de rentabilidad, con las del resto de países europeos. La invasión de Etiopía en 1935 hizo poco más que debilitar a la metrópoli, ya que las sanciones que acarreó no compensaron los pocos beneficios del movimiento bélico.

Mientras tanto, la pasta italiana seguía teniendo que recurrir a la harina turca para satisfacer la demanda, debilitando la economía propia. Si Italia debía reducir sus importaciones, debía producir más… O cambiar de hábitos de consumo.

Un juego a dos bandas

Italia se enmarcó, en 1925, en la conocida como Battaglia del Grano, un intento de fomentar la producción de trigo, con objetivos agrícolas, para reducir las importaciones. Pero al mismo tiempo instituyó informalmente el Ente Nazionale Risi, que no se haría realidad oficial hasta 1931, cuyo fin era incrementar la capacidad transalpina de producir arroz.

Mussolini, en una imagen propagandística de la 'Bataglia del Grano'.

Mussolini, en una imagen propagandística de la 'Battaglia del Grano'

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Si lo del Grano fue una batalla, lo del Riso (arroz, en italiano) fue una campaña. El régimen estableció una serie de protecciones al arroz, particularmente en regiones productoras como Piamonte y Lombardía, protegiendo los precios para evitar su subida y facilitando la distribución. El Ente ayudó a la investigación sobre el arroz para hacer más fácil la producción masiva del alimento. Dicho de otro modo, el Estado asumió el control del arroz, favoreciendo a los propietarios de plantaciones y convirtiendo la producción arrocera en causa nacional.

Pero, en cualquier caso, el arroz perdió una batalla fundamental: la del hábito y el paladar. El fascismo alteró muchos estados naturales de la vida, pero fracasó en el intento de convencer a Italia de los beneficios del arroz sobre la pasta. Por la variedad, el sabor, la versatilidad y, sobre todo, por la costumbre, los italianos se siguieron decantando por la pasta cuando el bolsillo se lo podía permitir.

Intelectualizar el arroz

En 1930, la guerra arrocera de Mussolini contra los italianos encontró apoyo en la intelectualidad. Filippo Tommaso Marinetti, autor del Manifiesto futurista de 1909 y fundador del Partido Futurista, que muy prontamente se asimiló al Movimiento Fascista de Mussolini, escribió un segundo texto en 1930, publicado en La Gazzetta del Popolo. Se llamó Manifiesto de la cocina futurista, aunque, por su contenido, se podría haber titulado La pasta os hará débiles.

En el texto Marinetti glosó las virtudes del arroz frente a la pasta. Y lo hizo con un retruécano, explicando, básicamente, por qué la pasta era el compendio de todos los males. La pasta era “pesada” y burguesa” y generaba ciudadanos “lentos y pesimistas”. Además, negaba sus ventajas nutritivas y aseguraba que la pastasciutta (la pasta seca base de la gastronomía italiana) debía ser “abolida”. Por el contrario, el arroz era un alimento virtuoso, al que se podía asociar el calificativo mágico en el que basa su relato cualquier ideología nacionalista: “patriótico”.

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Al abrigo de la publicación de Marinetti, que vio la luz el 28 de diciembre de 1930 –y que nadie tomó a broma, porque en Italia no se celebra el Día de los Inocentes–, el Ente Nazionale Risi ganó fuerza. El 1 de noviembre pasó a ser el Día Nacional del Arroz, y la propaganda nacionalista comenzó a emitir cartelería para convencer al pueblo de que el arroz, y no la pasta, les haría libres.

Cartel fascista sobre la superioridad alimenticia del arroz.

Cartel fascista sobre la superioridad alimenticia del arroz

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La obsesión de Marinetti por el arroz era tal que incluso, en 1932, publicó un libro de recetas culinarias que, en su prefacio, atacaba de nuevo a la pasta. La pasta era “el talón de Aquiles de Italia, su gran debilidad” y “una forma de esclavitud”.

El libro de cocina no cuajó. Por mucho que Marinetti defendiera, con el aplauso de Mussolini, que “los spaghetti no son alimento para guerreros”, sus alternativas no encontraron acomodo en las cocinas italianas. Lo que para nosotros es obvio no lo era para el futurista, o quizá es que su tour de force de provocación se le fue de las manos en recetas como sardinas con piña, atún con nueces o salami con café y agua de colonia.

El principio de la derrota

Ni Marinetti ni Mussolini podían saber que tras el arroz estaba la tumba del fascismo. A partir de 1933, el Estado comenzó a enviar sacas de arroz a los pueblos, acompañadas de un recetario ilustrado con imágenes de mondine, las mujeres recolectoras de arroz del norte de Italia.

Existían pocos trabajos más duros que el de mondina. Siempre entre aguas, expuestas a enfermedades y mosquitos, desde finales del siglo XIX eran ejemplo de las clases trabajadoras por su lucha permanente en favor de mejoras laborales. El fascismo, que prohibió los sindicatos en 1926, las incluyó en su Corporación de Agricultura, perpetuando así unas condiciones de trabajo intolerables. Los campos y ellas mismas estaban bajo constante vigilancia policial para evitar brotes de rebeldía.

Varias 'mondine', recolectoras de arroz, trabajan en 1940.

Varias 'mondine', recolectoras de arroz, trabajan en 1940

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Con la difusión propagandística de su imagen como ejemplo de italianas recias y sanas, esforzadas y patrióticas como consecuencia de su labor y su alimentación basada en el arroz, el fascismo consiguió difundir su lucha por la justicia, por el trabajo digno y por la libertad. Y con su lucha, sus cánticos. Entre ellos, Alla mattina appena alzate, que habla del tormento de trabajar en el “arrozal al que toca ir” entre “mosquitos e insectos”, “Il capo in piedi col suo bastone / e noi curve a lavorar” (el jefe de pie con su bastón / y nosotras agachadas para trabajar)... y que los partisanos adaptaron para que pasase a la historia con la misma tonada pero otro título: Bella ciao!

El raid del arroz en Italia fracasó por su propia naturaleza. Poco a poco, la guerra –primero, Etiopía; después, Europa– hizo que la pasta fuera un problema menor. En 1937, Adolf Hitler calificó de degenerado el arte moderno y Mussolini, para sorpresa de Marinetti, calló. De todo aquello, solo queda activo todavía hoy el Ente Nazionale Risi y una producción de arroz, la italiana, a la baja por el cambio climático. Y la pasta, la pasta incólume, para fortuna de todos.

Como remate cruel de esta historia, queda la muerte de Mussolini. En la víspera de su ejecución, retenido en Germasino con Clara Petacci, el dictador y su amante disfrutaron de una última cena. Giovanni Chiaroni y Teresa Mazzucchi, propietarios de la posada donde Mussolini pasó sus horas postreras, les prepararon un sencillo plato… de pasta.

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