“Los italianos son ineficaces; los franceses, poco fiables; los griegos no entran en los cálculos, los estadounidenses están muy lejos y los japoneses son excelentes pero poco numerosos”, con estas palabras se refirió a sus aliados en 1917 el almirante Gerald Charles Dickens, comandante en jefe de la flota británica en el Mediterráneo.
Puede sorprender que el marino británico se refiriera a la presencia de las tripulaciones japonesas en las aguas de ese mar, pero lo cierto es que la Teikoku Kaigun (armada imperial nipona) desplegó unidades en el Mediterráneo para apoyar a sus aliados en la Primera Guerra Mundial. Una acción que tuvo tanto resonancias militares como diplomáticas.
Japón entró en la primera conflagración mundial honrando su alianza con Gran Bretaña, firmada en 1902, y con vistas a extender sus dominios territoriales sobre algunas zonas de Asia y el Pacífico.
En plena escalada militar en el verano de 1914, y tras movilizar a su armada, Japón envió un ultimátum al gobierno alemán para que abandonara sus posesiones en China –concretamente, el puerto de Tsingtao (Qingdao)– y las islas en los archipiélagos de las Carolinas, las Marianas y las Marshall.
Tropas alemanas en Tsingtao, en 1914
Berlín ignoró la reclamación japonesa y, el 23 de agosto, entró oficialmente en el conflicto, al declarar la guerra a Alemania. Dos días después haría lo propio con el Imperio austrohúngaro. Las tropas niponas rápidamente pusieron sitio al puerto de Qingdao y se lanzaron a la ocupación de las citadas islas sin una gran oposición ante la falta de unas guarniciones de identidad.
El 7 de noviembre de 1914 Japón logró la rendición de la guarnición de Qingdao y sus operaciones militares pasaron a centrarse en la persecución de corsarios alemanes en aguas del Pacífico o del Índico, así como a escoltar transportes de tropas australianas y neozelandesas. También ayudaron a someter un motín de tropas indias en Singapur a finales de 1915.
Los astilleros japoneses también construyeron barcos para sus nuevos aliados. Por ejemplo, entregaron una docena de destructores para Francia. Incluso, como gesto de buena voluntad en nuevo entorno diplomático, Además, Tokio devolvió tres cruceros capturados a la armada rusa en la guerra de 1904-1905. Las fábricas del país asiático también produjeron abundante munición para la Entente Cordial.
Todos estos cometidos parecían más secundarios, en especial si se comparaba con la guerra de trincheras en Europa, que obligaba a los contendientes al llevar al máximo su capacidad de movilización de recursos bélicos. Los aliados de la Entente Cordial muy pronto comenzaron a pedir a Japón una mayor implicación en el conflicto, en especial, se esperaba alguna ayuda de Tokio en el Viejo Continente.
Un niño francés y otro británico posan en 1912, junto a sus respectivas banderas, en un símbolo de la Entente Cordial
El 18 de diciembre de 1916 el Almirantazgo británico realizó una petición formal para que la Kaigun enviara efectivos al teatro europeo. Japón puso una condición para aumentar esta implicación: que, una vez finalizada la guerra, pudiera anexionarse las posesiones alemanas que había ocupado en los primeros meses de conflicto.
En un primer momento hubo reticencias por parte de Londres, pero finalmente aceptaron las peticiones japonesas cuando los alemanes comenzaron sus ataques submarinos indiscriminados y el tráfico marítimo de tropas y suministros se vio seriamente amenazado. Incluso los británicos convencieron a sus aliados franceses e italianos para reconocer las reclamaciones niponas una vez acabada la guerra.
Escoltas para convoyes
La Kaigun envió sus efectivos al Mediterráneo, allí los submarinos alemanes y austrohúngaros estaban hundiendo muchos transportes de tropas y equipo militar. Estos ataques eran un problema para mantener el flujo de refuerzos que hacía falta llevar a las trincheras en Europa.
El 13 de abril de 1917, tras hacer escalas en Colombo (Sri Lanka) y Port Said (en el canal de Suez), llegó a Malta el segundo escuadrón especial japonés, compuesto por ocho destructores y el crucero Akashi. Al mando de este contingente estaba el contraalmirante Kozo Sato, un veterano de las guerras contra China (1894-1895) y Rusia (1904-1905).
Imagen del crucero Akashi
Estos navíos fueron una primera piedra. Tokio fue enviando más refuerzos y Gran Bretaña cedió buques al segundo escuadrón especial. Al final, Japón contaría con un total de 17 barcos de guerra en aguas del Mediterráneo, cuya misión principal fue la escolta de convoyes, y que siempre operaron bajo mando de la Royal Navy.
Las operaciones en el Mediterráneo sirvieron para cimentar la fama de los marinos japoneses. Ya habían mostrado al mundo su capacidad al derrotar a Rusia casi una década antes, pero muchos la minusvaloraron al considerar que habían vencido a una potencia decadente. En la Gran Guerra, no obstante, se ganaron el respeto de la marina británica, por entonces la primera fuerza naval del mundo.
Para empezar, las tripulaciones japonesas en el Mediterráneo tuvieron un rendimiento muy superior al de sus aliados. Los marinos de la Kaigun operaban en alta mar entre un 70% y un 75% de su tiempo de servicio, mientras que los británicos lo hacían en un 60% y los franceses un 45%.
Según datos del U. S. Naval Institute, aunque no lograron confirmar el hundimiento de ningún sumergible de las potencias centrales, los barcos japoneses entraron en combate en 34 ocasiones desde abril de 1917 y lograron llevar a buen puerto 788 barcos aliados que transportaban unos 700.000 soldados a los frentes europeos (eran tropas que venían de los imperios coloniales europeos).
Destructor japonés en Marsella, en 1917.
Buena parte de estos efectivos escoltados lo fueron durante la organización de los llamados Big Convoys, grandes agrupaciones de transportes donde en cada una de ellas viajaban unos 100.000 soldados. Estos hombres reforzaron las posiciones aliadas durante las intensas ofensivas alemanas de la primavera de 1918, el último intento de las fuerzas del káiser por ganar la guerra.
En total, el segundo escuadrón perdió 78 marineros, 59 de ellos en el hundimiento del destructor Sakaki al ser torpedeado por el submarino austrohúngaro U-27 cerca de Creta el 11 de junio de 1917.
Además de la protección de los convoyes, el segundo escuadrón destacó en el rescate de 3.000 de los 3.300 pasajeros y tripulantes del transporte británico Transylvania, hundido por un sumergible alemán. Esta acción propició que el rey Jorge V condecorara a 27 oficiales y marineros japoneses por su intervención en el salvamento.
Un profundo eco geopolítico
Tokio esperaba que este efectivo despliegue tuviera su recompensa diplomática una vez finalizada la guerra, tal como se le había prometido. Pero Japón pronto comprobó que le iba a resultar difícil ser aceptado como un igual por el resto de las grandes potencias vencedoras.
Oficiales de la Armada Imperial Japonesa en Malta, en 1919, poco después de concluir la guerra
En un primer momento, Gran Bretaña trató de mantener su palabra y reconocer la anexión nipona de las antiguas colonias germanas en China y el Pacífico, unas reclamaciones similares a las que tenían otros vencedores en la Primera Guerra Mundial sobre otros territorios que habían pertenecido a las potencias centrales.
En la Conferencia de Paz de París (que daría lugar al Tratado de Versalles y restos de acuerdos con las otras potencias derrotadas en la Gran Guerra), Japón fue reconocido en el grupo de los grandes junto a Gran Bretaña, EEUU, Francia e Italia. Se reconoció su derecho a mantener el control sobre la antigua colonia germana de Qingdao, pero otra historia fue el control de las islas del Pacífico.
Miembros de la delegación japonesa durante la Conferencia de París
EE. UU. Reaccionó alarmado por esta extensión del dominio japonés por ese océano y se negó a una anexión formal de las islas. Japón respondió con una amenaza de boicotear la Sociedad de las Naciones que estaba impulsando el presidente estadounidense Woodrow Wilson.
Al final, se llegó a una solución de compromiso: el imperio del sol naciente controlaría esos archipiélagos como un mandato, y no una anexión directa. Además, las islas no tendrían presencia militar. A cambio, Japón entraría en la Sociedad de las Naciones. Pese a este acuerdo, este pulso diplomático fue la semilla de la rivalidad entre Washington y Tokio que germinaría en los años treinta y cuarenta y desembocaría en el enfrentamiento que libraron en la Segunda Guerra Mundial.
Un último punto de enfrentamiento diplomático fue que Gran Bretaña y EE. UU. Se negaron a reconocer la igualdad racial entre naciones en la nueva Sociedad de las Naciones. Hoy en día puede ser un concepto chocante en un mundo tan formal como el diplomático, pero hace poco más de un siglo las potencias occidentales no reconocían como iguales al resto de países, como Japón o China. Además, Gran Bretaña y las otras potencias con imperios coloniales veían que aceptar la cláusula de igualdad racial propuesta por Japón era una amenaza para mantener sus dominios territoriales.
Todos estos desencuentros entre Japón y las potencias occidentales fueron un primer paso para poner fin a décadas de buenas relaciones de Tokio con el mundo anglosajón. También fue un primer paso para convencer a esta potencia asiática que, a la larga, si quería expandir sus posesiones debería enfrentarse a los occidentales en Asia.



