La biografía de Calouste Sarkis Gulbenkian (1869-1955) no es la del hombre hecho a sí mismo que alcanza la cumbre del sueño americano gracias a su tesón. Ni siquiera sirve como ejemplo la figura actual del emprendedor sagaz que apuesta todo a su intuición y consigue amasar una fortuna descomunal. Gulbenkian se convirtió en el hombre más rico del mundo de la misma manera que creó una de las mayores colecciones privadas de arte de la historia, entendiendo mejor que nadie las oportunidades que ofrecía el mundo convulso en el que vivió.
Gulbenkian nació en Estambul en el seno de una próspera familia de la comunidad armenia. Procedentes de una remota población del interior de Anatolia, los Gulbenkian se habían instalado unas décadas antes en la capital, desde donde controlaban una extensa red comercial.
El joven Calouste creció entre la opulencia oriental, la educación occidental y las estrictas costumbres de la Iglesia ortodoxa armenia. Su comunidad, al igual que los pueblos de religión cristiana de los Balcanes, formaba parte del multicultural Imperio otomano desde hacía varios siglos. No obstante, los episodios de violencia contra la población armenia, intensificados durante el cambio de siglo, culminarían en el genocidio desatado entre 1915 y 1917, que provocó la muerte de un millón y medio de personas y el exilio de otro medio millón.
A pesar de esos acontecimientos, Gulbenkian nunca rompió relaciones con Turquía. Para él, la identidad armenia era compatible con la lealtad al sultán y la pertenencia al Imperio otomano. De hecho, el pasaporte diplomático otorgado por el gobierno turco fue un recurso valioso que le proporcionó estatus y seguridad en momentos delicados de su vida. Aunque las comunidades armenias recibieron y aceptaron sus generosas ayudas, no evitaron las críticas a la falta de compromiso con su pueblo.
Retrato del joven Gulbenkian
La carencia de un idealismo identitario en Gulbenkian fue compensada por su pragmatismo. Estar en un solo bando significaba renunciar a las ventajas de estar en varios. Para un ciudadano común, esa ambigüedad habría sido insostenible, pero no para Gulbenkian. Desde joven fue consciente de que el poder y el dinero permitían comprar las lealtades necesarias en cada momento. Todo tenía un precio, y él podía pagarlo.
Dominar el petróleo
Con catorce años, Calouste partió hacia Europa para completar su formación escolar y tomar contacto con las delegaciones comerciales del negocio familiar. Tras un año en Marsella, ingresó en el elitista King’s College de Londres, en donde su personalidad introvertida y desapegada no facilitó su integración. Enamorado desde los nueve años de Nevarte, que pertenecía a una acaudalada familia amira (la burguesía armenia), al terminar sus estudios de ingeniería civil regresó a Estambul para establecerse allí y obtener la mano de la que sería su única esposa y la madre de sus dos hijos.
Entre tanto, el joven Gulbenkian empezó a mostrar interés por las dos actividades que iban a marcar su vida: el arte y el petróleo. A la vuelta de su primer y único viaje a unos campos petrolíferos (Bakú, 1888) escribió el artículo “Viajes a la tierra de los tapetes orientales”, que le sirvió para adquirir cierto renombre como conocedor de la industria del petróleo y apreciar las expresiones artísticas de ese remoto rincón de Asia.
Gulbenkian advirtió las dificultades logísticas a las que se enfrentaban los pequeños productores para que el petróleo llegara a los mercados rusos. Del crudo extraído tan solo se aprovechaba un 30% en forma de queroseno, que se usaba como combustible para la iluminación; el resto era descartado por falta de recursos y medios técnicos. Desde su residencia en Londres, Gulbenkian se desvinculó de los negocios familiares e hizo fortuna especulando con inversiones financieras, muchas de ellas ligadas al petróleo. Su momento llegaría veinte años después.
En paralelo a la carrera armamentística y la ocupación de nuevos territorios coloniales, las potencias europeas comprendieron, a principios del nuevo siglo, que el control de los yacimientos petrolíferos iba a resultar clave para afianzar su hegemonía. El Imperio otomano, y en particular el territorio mesopotámico, se convirtió en el objetivo más deseado.
Retrato de boda de Nevarte y Calouste Gulbenkian
La revolución de los Jóvenes Turcos en 1908 fue la oportunidad para Gulbenkian de ganar influencia en el nuevo gobierno otomano, deseoso de explotar sus riquezas petrolíferas. Frente a las presiones de las potencias europeas por adjudicarse el monopolio, la solución planteada por Gulbenkian fue crear un cartel de compañías internacionales que evitara que un único actor se adueñara de la producción petrolífera del país. Para que esto funcionara, todos los socios debían aceptar la cláusula de autonegación, por la que se comprometían a no explotar nuevos yacimientos en solitario dentro de las vastas fronteras del Imperio.
Comisión fija
En 1914, cuando los tambores de guerra resonaban en Europa, Gulbenkian orquestó la creación de la Turkish Petroleum Company, con la participación de la angloholandesa Royal Dutch Shell, el Deutsche Bank alemán y la Anglo-Persian (futura British Petroleum), reservándose para él una participación del 5%. Nacía así la leyenda del “señor 5%”, por la que sería mundialmente conocido.
Francia, que había jugado mal sus cartas, quedaba fuera del reparto. Sin embargo, tras la victoria aliada en la Primera Guerra Mundial, el gobierno francés se apropió de la participación alemana, que sería entregada a la antecesora de la petrolera francesa Total.
Pozos petrolíferos en Bakú hacia 1909
Alemania perdía así el acceso a las fuentes del petróleo y veía cómo se mermaba su capacidad industrial, lo que, a la postre, terminaría por decidir la Operación Barbarroja, con la que Hitler pretendió ocupar los yacimientos petrolíferos del Cáucaso y Oriente Medio. El fracaso decidió el rumbo de la Segunda Guerra Mundial.
Unos años antes, en 1928, Gulbenkian demostró de nuevo su influencia al auspiciar el Pacto de la Línea Roja, por el que se redefinían, sobre un plano que él mismo dibujó con un lápiz rojo, las zonas de explotación petrolíferas en los nuevos países resultantes de la desintegración del Imperio otomano. Y, de nuevo, mantuvo en su poder el 5% de una compañía que explotaba todo el petróleo que se extraía de Oriente Medio.
Adquirió fama de negociador inquebrantable. Era un David frente a varios Goliats que no lo consiguieron derrotar en vida
Gulbenkian se convirtió en un intermediario necesario entre las potencias europeas y los inaccesibles y misteriosos gobiernos orientales, cuya forma de negociar, afirmaba, solo él entendía. Acostumbrado a los arreglos lentos, que a menudo acababan en traición, adquirió fama de negociador inquebrantable. Era un intruso entre las grandes potencias. Un David frente a varios Goliats que no lo consiguieron derrotar en vida.
Calouste, el coleccionista
Cuenta la leyenda, que él mismo se ocupó de forjar, que el inicio de su colección de arte se remontaba a los catorce años de edad, cuando su padre le encargó que fuera a un bazar de Estambul para comprar unas monedas antiguas. Al regresar, fue reprendido por la escasa calidad de las monedas griegas que llevó. Desde entonces, Gulbenkian no dejó de analizar y valorar hasta la extenuación cada operación que hacía, tanto si se trataba de una inversión financiera como de la compra de una obra maestra de arte. “Verificar, verificar, verificar” era el mantra que repetía sin cesar a sus abogados y asesores, entre los que se encontraba Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón.
Las primeras adquisiciones de Gulbenkian como coleccionista, residente en Londres desde finales del siglo XIX, fueron una serie de obras del XVIII cuya autoría fue posteriormente cuestionada. Decidido a tener un criterio propio, contrató los servicios de un conservador del Louvre para que le instruyera en el arte italiano del Renacimiento. De esa época se registran las compras de magníficos retratos de Anton van Dyck o Thomas Gainsborough, así como relevantes ejemplos de vedute (las famosas vistas de Venecia que se popularizaron en toda Europa) firmadas por Francesco Guardi.
Entre 1928 y 1930, en plenas negociaciones para crear un cartel que impulsara la exportación del petróleo ruso, Gulbenkian fue autorizado por las autoridades soviéticas a comprar obras maestras del Museo del Hermitage. Otros magnates y museos extranjeros se aprovecharon también de la necesidad soviética de conseguir divisas, pero Gulbenkian fue el primero de todos ellos.
Usando los catálogos del museo como si fueran informes de subastas, el magnate armenio elaboró sus listas de peticiones: Da Vinci, Giorgione, Botticelli o Rembrandt. Los conservadores, angustiados ante la posibilidad de perder esas piezas, trataron de detener sin éxito un expolio que alejaría al Hermitage de su posición entre los grandes museos internacionales. Pero las órdenes fueron tajantes: no se quería disgustar al poderoso señor del petróleo.
'Diana' de Jean-Antoine Houdon en el Calouste Gulbenkian Museum
La Diana de Houdon, uno de los símbolos del museo, viajó a Londres protegida por la inmunidad diplomática de Gulbenkian, que ni siquiera pagó ningún tipo de tasa de exportación o importación.
Fiel a su lema “Solo lo mejor es suficiente para mí”, Gulbenkian analizó cada una de sus adquisiciones. Durante las negociaciones, se permitió reprender a las autoridades soviéticas por la venta de esas obras, “no solo por ser un patrimonio de vuestra nación, sino por ser un recurso educativo y fuente de inmenso orgullo nacional”.
Residencia de Gulbenkian en París
Para los museógrafos rusos, lo peor estaba por llegar, cuando los grandes magnates americanos, como Mellon o Rockefeller, compraron casi al peso más de veinte mil piezas de sus museos, que hoy se exhiben en colecciones públicas y privadas de Estados Unidos y Europa.
En 1927, Gulbenkian adquirió un palacio en París con el propósito de reunir lo mejor de su colección de pintura, monedas griegas, antigüedades egipcias o joyas bizantinas, que, en conjunto, alcanzaban las seis mil piezas. La contemplación de sus obras, a las que llamaba “hijos”, le otorgaba paz y calma en medio de las grandes luchas de poder de los negocios. Sin embargo, rara vez presumió en público de ellas. Su vida privada, y más aún sus sentimientos hacia sus hijos, carnales o artísticos, quedó siempre para él.
La fundación de Gulbenkian en Lisboa
A mediados de los años treinta, Gulbenkian decidió que, tras su muerte, la colección de arte y la mayor parte de su fortuna pasarían a una fundación benéfica internacional. El gobierno portugués jugó con habilidad sus cartas al asegurar que no aplicaría ningún impuesto a su herencia, ni aceptaría que sus hijos reclamaran su parte. El deseo de Calouste de reunir su colección se cumplió en 1956 con la fundación que lleva su nombre en Lisboa.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Gulbenkian fijó su residencia en Vichy y, posteriormente, en Lisboa. Lo que iba a ser una escala provisional, mientras negociaba con las autoridades norteamericanas su entrada al país y el traslado de toda su colección de arte a la National Gallery de Washington, se alargaría indefinidamente.
Desde Portugal, cumplidos los setenta años, Calouste Gulbenkian siguió al frente de las operaciones financieras y artísticas. En 1948, tras dos años de intensas negociaciones, se firmó un nuevo acuerdo por el que las grandes potencias occidentales, a través de sus petroleras, se repartían el crudo de Oriente Medio. El viejo señor del petróleo seguía presente, y nadie fue capaz de arrebatarle su participación del 5%.
Calouste Gulbenkian y su hijo Nubar hacia 1925
El 20 de julio de 1955, Calouste Sarkis Gulbenkian moría en una suite del hotel Aviz de Lisboa. Su cuerpo fue velado en la embajada británica, ya que nunca dejó de ser ciudadano del Reino Unido. En sus honras fúnebres en Londres, la prensa sensacionalista destacó la imagen legendaria de Gulbenkian, a la vez que denunciaba su afición a buscar chicas jóvenes por las calles para convertirlas en sus amantes.
Durante un viaje a España, cerca de los setenta años, tras visitar el jardín de El Retiro de Málaga, anotó en su diario: “Hay dos grandes objetivos que escaparon en mi vida (pobre de mí, al que todos envidian), ser científico y ser un soñador en un jardín concebido a mi gusto”. Esto último lo consiguió unos años después al comprar una propiedad en Deauville, en la costa de Normandía, que la Fundación Gulbenkian donó a la ciudad en 1973.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 674 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].


