Cuando James Brock vio a unos jóvenes negros bañándose en la piscina de su hotel solo para blancos de Florida, se enfadó tanto que cogió un bote de ácido clorhídrico y lo vació dentro para que salieran. Era junio de 1964 y que te quemaran con un químico era casi lo menos que te podía pasar en el sur de EE. UU. si peleabas para que negros y blancos pudieran bañarse en las mismas aguas cuando apretaba el calor.
Quién puede darse un chapuzón y quién no ha sido una cuestión de la mayor importancia desde hace siglos hasta hoy mismo, cuando la extrema derecha europea celebra que la piscina municipal de Porrentruy, pueblo suizo a 10 km de Francia, haya prohibido la entrada a extranjeros si no viven o trabajan en Suiza. El alcalde habla de “actos incívicos” de franceses, pero un portavoz del partido ultra SVP está seguro de que son “del Magreb, Siria y Afganistán”, aunque añade también que no ha estado en esa piscina en su vida.
A nadie puede sorprender la politización de una piscina porque la piscina es un espacio muy político. Mucho antes de que Jorge Dioni escribiera en La España de las piscinas sobre el individualismo en las urbanizaciones de las afueras, la propaganda franquista ya había entendido el valor de construir un enorme piscinón para obreros a las afueras de Madrid (el Parque Sindical), sin olvidar que uno de los primeros vídeos virales españoles lo protagonizó en 2012 un chaval de Teruel que dijo en televisión que le encantaba su piscina pública porque había tranquilidad, no como en otras, que estaban llenas de extranjeros.
El dominio de la piscina pública es un asunto propio de las clases populares, porque ya en la antigua Roma los pudientes huían a sus villas del golfo de Nápoles en cuanto estallaba el calor, como la burguesía de Barcelona escapaba a la Cerdanya desde finales del XIX. Las residencias veraniegas siempre han sido una salida al alcance de los ricos, pero los pobres se han quedado atrás, en la ciudad, cabreados y acalorados. Quizá por eso siempre se ha considerado al verano como tiempo propicio para revoluciones y disturbios.
Lo sabían, por ejemplo, en Filadelfia, donde surgieron algunas de las primeras piscinas municipales al aire libre de la era moderna. A finales del XIX casi todas estaban situadas en “barrios malos”, y en un solo verano podían acumular casi 150.000 bañistas en una ciudad de algo más de un millón de habitantes. Esas primeras piscinas públicas empezaron segregando por género, en días alternos para hombres y para mujeres, pero acabaron, como tantas otras en EE. UU., haciendo horarios para blancos y horario para negros.
El terror a un amor de verano
¿Por qué esa obsesión? Algo tiene que ver con que a la piscina se vaya con poca ropa. Una de las grandes obsesiones del supremacismo blanco estadounidense, si no la mayor, era la posibilidad de que se dieran relaciones íntimas entre blancos y negros, y muy particularmente entre mujeres blancas y hombres negros, a los que habitualmente se presentaba como delincuentes sexuales y degenerados. Hasta que la Corte Suprema se pronunció en 1967, en varios estados dos personas de diferentes razas no podían siquiera contraer matrimonio, mucho menos todavía retozar juntos en la piscina del condado.

Piscina segregada de Baltimore, EE. UU., en 1955
Ese temor sirvió durante décadas para justificar la exclusión de las personas negras de muchos espacios públicos, pero sobre todo de las piscinas. El responsable de ellas en la ciudad de Charlotte reconocía en 1960 que “legalmente todo el mundo tiene derecho a usar las piscinas públicas”, pero que “el orden público es más importante que el derecho de los negros a usarlas”. Por supuesto, las autoridades daban por seguro que muchos bañistas blancos crearían un desorden en el momento que tuvieran que compartir piscina con un negro, así que los responsables simplemente impedían que hubiera ninguno.
No fue un caso único. El abogado de la ciudad de Baltimore defendió en los tribunales que el uso compartido de las piscinas públicas por personas de todas las razas era todavía “más complicado que el de las escuelas públicas”, debido a la “intimidad física y visual” que se produciría entre bañistas blancas y bañistas negros. El argumento no convenció a los jueces, y en 1956 la ciudad aceptó la derrota y abrió las piscinas a todos: los disturbios que se daban por seguros no sucedieron, no hubo “alteraciones del orden”.
“Playa reservada” o privada
Las piscinas han sido el campo de batalla más habitual de las peleas por el derecho a refrescarse porque son espacios en los que restringir la entrada es relativamente fácil, o más fácil que impedir a un determinado grupo que se bañe a la vera de un río o del mar. Sin embargo, esto no quiere decir que las playas no hayan sido objeto de discriminación a lo largo del mundo, sobre todo en las calas más emblemáticas.
El caso más conocido es el de las playas sudafricanas durante el régimen del apartheid. Se podían encontrar carteles en algunas de ellas que las declaraban “reservadas exclusivamente para el uso del grupo racial blanco”, pero quizá el problema más profundo era su número: en la provincia de Natal, el 90% del litoral eran playas solo para blancos, y en la ciudad de Durban, estos tenían algo más de 2 km de playa, cuando eran el 22% de la población, mientras que la población negra, que era más del doble, “disfrutaba” de 250 metros.
En EE. UU. la disparidad era también evidente y siempre perjudicaba a los mismos. Ciudades costeras y turísticas como Miami o Charleston no tuvieron durante años ni una sola playa pública a la que se permitiera el acceso a la población negra, y en los años veinte, Washington D. C. designó para ese fin un antiguo vertedero junto a una depuradora de aguas fecales, a pesar de que uno de cada cuatro habitantes era afroamericano.

Inicios de los disturbios raciales de Chicago tras el ahogamiento de Eugene Williams el 27 de julio de 1919
En otra gran ciudad como Chicago, 38 personas murieron en 1919 en unos disturbios que comenzaron cuando un adolescente negro llamado Eugene Williams cruzó accidentalmente a la zona solo para blancos del lago Michigan: lo derribaron de una pedrada en la cabeza y se ahogó.
Aunque ese tipo de reglas abiertamente racistas ya no se dan en los espacios públicos, algunas ciudades muy ricas de EE. UU. emplean métodos discriminatorios indirectos para que solo visiten sus playas determinado tipo de personas, por ejemplo, prohibiendo el acceso a cualquiera que no sea residente o cobrando tal cantidad de dinero a los que vengan de fuera que se mantenga un público con un nivel adquisitivo muy alto.
También las piscinas públicas hace tiempo que tienen que estar abiertas a vecinos de todas las razas en EE. UU., aunque algunas han desarrollado una lista de reglas tan extensa que parece diseñada para que la gente no acuda. En Nueva York, por ejemplo, está prohibido el uso de móviles, la entrada de periódicos o el acceso con camisetas a no ser que estas sean completamente blancas.
En algunas piscinas privadas se siguen dando casos lamentables, como el de la de Filadelfia, que todavía en 2009 no aceptaba niños negros en su servicio de guardería para que no “cambiara la composición” del club.
El alcalde de Porrentruy, la localidad suiza que impide este año la entrada a los extranjeros no residentes, insiste en que su decisión no va contra ningún grupo concreto, pero la Comisión Nacional Antirracista de Suiza tiene dudas. Sea como sea, la extrema derecha antimusulmana de toda Europa sigue celebrando la exclusión, aunque con una sonada excepción: el Frente Nacional de Marine Le Pen, una referencia para los movimientos ultras del continente, ha rechazado la decisión de Porrentruy por discriminatoria contra los franceses. Se ve que a nadie le gusta estar del lado discriminado.