La guerra de África desató el chovinismo español y dejó un legado envenenado con Marruecos

Colonialismo

Como refleja la literatura de la segunda mitad del siglo XIX, España envolvió de épica una contienda cuyo carácter imperialista sigue afectando las relaciones con Marruecos. Un estudio de Ana Rueda lo analiza

Guerra de África. Entrada de las tropas españolas en Tetuán el 6 de febrero de 1860. Litografía de Bernardo Blanco y Pérez

Guerra de África. Entrada de las tropas españolas en Tetuán el 6 de febrero de 1860. Litografía de Bernardo Blanco y Pérez

PHAS/Universal Images Group vía Getty Images

Los relatos de ficción son también fuentes históricas. Tal vez no siempre reflejen hechos verídicos, pero muestran las mentalidades de un periodo determinado. La catedrática Ana Rueda las utiliza con especial provecho en La Guerra de África (1859-1860) en la imaginación literaria (Iberoamericana), un monumental estudio sobre cómo escritores de todo tipo, unos famosos, otros anónimos, abordaron el conflicto hispano-marroquí.

En ocasiones, las obras menores son las más valiosas. Compensan lo que les falta en valor artístico con su eficacia a la hora de exhibir formas de pensar de los españoles decimonónicos frente al vecino marroquí. Sus actitudes fueron muchas veces contradictorias: la islamofobia más furibunda de unos convivía con la admiración de otros, estos últimos bastante más minoritarios. 

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'La Batalla de Tetuán', por Dionisio Fierros

La guerra con Marruecos fue un conflicto de segunda fila del que la España de Isabel II salió victoriosa, sin especiales beneficios territoriales o económicos, aunque sí con grandes pérdidas humanas. La propaganda de la época, sin reparar en los aspectos insatisfactorios de la “paz chica”, convirtió la contienda en algo épico. Pareció, por un momento, que se recuperaba la gloria de los días de Hernán Cortés y Francisco Pizarro.

La sociedad, entusiasmada con los éxitos, reaccionó con una explosión de patriotismo. Se tenía por seguro el despertar del león dormido que el país, supuestamente, había sido hasta entonces. La vanidad chovinista, como acostumbra a suceder en estas circunstancias, se desbordó. Un poema contemporáneo no dejaba demasiado espacio para la duda con su alabanza prepotente al valor hispano: “Donde hay un español otro gallo no gallea”.

Derechos arrogados

La aventura africana podía justificarse de muchas formas. Unos hablaban de restaurar el honor nacional frente a la agresión marroquí. Otros presentaban a España como una entidad que iba a civilizar a los bárbaros musulmanes. Tampoco faltaban los que enfocaban la cuestión en clave doméstica: puesto que la política interna no podía definirse con palabras como “cohesión” o “solidez”, nada mejor que un enemigo foráneo para unir voluntades en un proyecto común. 

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La nostalgia historicista encontraba sus propios argumentos en el testamento de Isabel la Católica, que en el siglo XV había marcado África como objetivo de la expansión castellana. Isabel II, por tanto, venía a cumplir con los deseos de su ilustre antepasada.

No era la única equivalencia que se hacía, de una forma más o menos forzada, con el pasado. El comandante en jefe de las tropas, Leopoldo O’Donnell, aparecía transformado en una versión moderna del Cid.

Los defensores del colonialismo se referían a los musulmanes en términos claramente islamófobos. Ellos eran el enemigo de España desde hacía siglos, hasta el punto de llegar a defender el sinsentido de que la guerra no era más que la devolución de la invasión árabe de la península ibérica en el lejanísimo 711. Desde esta perspectiva, no había exageración en calificar a los marroquíes de “lobos”, “hienas” o “chacales”. Como en tantos otros conflictos, la propaganda se esforzaba en deshumanizar al contrario. 

Puesto que los norteafricanos sobresalían por su pereza y su irracionalidad, necesitaban a una especie de hermano mayor que les condujera hacia la modernización. En realidad, la intervención extranjera, en lugar de favorecer el progreso, iba contribuir a retrasarlo durante muchas décadas.

La imagen del soldado español, en contraste con la de sus oponentes, se construía como un auténtico dechado de virtudes: fortaleza, abnegación, generosidad con el vencido… No obstante, como señala Ana Rueda, la propia literatura española proporciona testimonios de todo lo contrario. Dionisio Monedero Ordóñez, antiguo voluntario de la guerra, presenta en sus Episodios militares del ejército de África (1892) a un hispano que restriega un tocino sobre el rostro de un prisionero. Esa era una acción altamente irrespetuosa por lo que implica de burla a las creencias religiosas islámicas. 

'Recibimiento del Ejército de África en la Puerta del Sol', Joaquín Sigüenza y Chavarrieta, c. 1860

'Recibimiento del Ejército de África en la Puerta del Sol', Joaquín Sigüenza y Chavarrieta, c. 1860

Dominio público

Las voces peninsulares no se redujeron al triunfalismo desmedido. No faltaron denuncias de lo mal organizado que estaba el ejército español, falto de la infraestructura más elemental. Los hombres carecían de calzado idóneo para la lluvia o de los servicios sanitarios imprescindibles. En cuanto a los generales, su talento se aproximaba más a la chapuza que a la genialidad estratégica. El escritor Pedro Antonio de Alarcón, pese a sus convicciones imperialistas, llega a reconocer que la fuerza nunca servirá para someter a un pueblo como el musulmán, de naturaleza “indomable”.

El legado envenenado de la guerra de África llega hasta hoy, puesto que Marruecos y España no han solucionado nunca del todo sus problemas de vecindad. Rueda, con su gran investigación, nos pone en guardia contra la tentación de menospreciar la cultura ajena y nos advierte del peligro de los medios de comunicación para transmitir discursos de odio. Cuando observamos a los políticos de otros tiempos intentando desviar la atención de los problemas propios con guerras en el extranjero, de inmediato vienen a la mente ejemplos más recientes.

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