¿Libertad, igualdad, fraternidad? La Revolución Francesa que defendía la esclavitud

Colonialismo

Una de las mayores incoherencias de los revolucionarios franceses fue la defensa generalizada de la existencia de esclavos. A estos “no libres” no los veían como iguales ni les merecían confraternización

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Interior de un banco repleto de esclavos

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Los franceses se encontraron ante un dilema difícil de resolver. En su país defendían la democracia y la igualdad entre todos los seres humanos. En sus colonias, en cambio, tenían esclavos. Tomar una decisión no les resultaba fácil cuando tantos intereses políticos y económicos estaban en juego. Muchos pensaban, cínicamente, que la opresión podía resultar intolerable en la teoría, pero que en la práctica había que mirar para otro lado por los sustanciosos dividendos que recibía la metrópoli. ¿Abolir la esclavitud a costa del hundimiento del comercio? Era una decisión demasiado atrevida para que todos aceptaran un mínimo de coherencia ideológica.

El actual Haití, lo que entonces se dominaba Saint-Domingue, era la joya de los dominios galos en el Caribe. Se trataba de una economía azucarera de altísimo rendimiento basada en el trabajo esclavo. De todos los africanos con los que comerciaban los franceses allí llegaba un 80%, porcentaje que nos indica la importancia de la zona.

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La trata era indispensable para reponer una mano de obra que sufría una gran tasa de mortalidad por las despiadadas condiciones laborales. A los amos no les salía rentable cuidar a los esclavos cuando se ponían enfermos. En un hospital suponían más gastos. Esta era una de las facetas más terribles de un sistema profundamente deshumanizado.

“Personas no libres”

Las contradicciones estaban a flor de piel. El 4 de julio de 1789, seis diputados de Saint-Domingue fueron aceptados en la Asamblea Nacional. Francia se convertía en el primer Estado europeo que admitía un territorio ultramarino como parte del país. Sin embargo, esta innovación se produjo al precio de tolerar la esclavitud que existía en aquella zona.

Robespierre, en aras de la coherencia, fulminó en uno de sus discursos a los que pretendían traicionar los ideales de la Revolución. Las colonias eran importantes, pero mejor renunciar a ellas antes de que sufrieran los principios: “Sí, si fuera necesario perder vuestras colonias o perder vuestra felicidad, vuestra gloria, vuestra libertad, yo repetiría: perezcan vuestras colonias”.

Maximilien Robespierre en 1785. Óleo de Pierre Roch Vigneron.

Maximilien Robespierre en 1785. Óleo de Pierre Roch Vigneron

Dominio público

Esta postura era valiente y lógica, pero ¿obedecía a un sentir general? La corrección política, en los medios radicales, inventó el eufemismo de “persona no libre”, pero eso a los esclavos no les sirvió de gran cosa en la práctica. El 13 de mayo de 1791, la Asamblea Nacional desvinculó la ley de la metrópoli de la ley de los territorios ultramarinos. No podría tomar ninguna medida sobre los esclavos si antes no se producía una petición formal de una asamblea colonial.

Mantener el statu quo tradicional se hacía cada vez más complicado. Los esclavos sabían lo que pasaba en Francia y simpatizaban con las nuevas promesas de libertad. En cuanto llegaron a Saint-Domingue noticias sobre la toma de la Bastilla, las muertes de propietarios no tardaron en multiplicarse, por lo que estos se atrincheraron en una intransigencia que iba a colocarles en un callejón sin salida. Preferían morir sepultados en sus propias ruinas antes que acceder a la materialización de los ideales igualitarios.

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Los negros, para ellos, no pertenecían ni siquiera a la raza humana: constituían un estadio intermedio entre el simio y el hombre. La hegemonía blanca, en consecuencia, debía estar garantizada por la ley, y eso quería decir, para los amos, un reconocimiento explícito en la Constitución. Lógicamente, ese era un requisito inaceptable para los más progresistas, asqueados ante la posibilidad de que la palabra “esclavitud” apareciera en el mismo lugar donde se proclamaban derechos iguales para todos los hombres.

Estalla la rebelión

En la metrópolis podían discutir sobre palabras. En Haití, entretanto, los blancos se dedicaban a fiscalizar de cerca a los esclavos para garantizar un incremento de la productividad. Cansados de aguardar algún tipo de cambio, los negros se lanzaron a la búsqueda de su libertad con una rebelión de grandes proporciones. El 22 de agosto de 1791 comenzaron los incendios de los campos de caña de azúcar. Las inmensas humaredas pudieron contemplarse a una distancia de varios kilómetros.

Los rebeldes utilizaron una táctica inteligente. Conscientes de su inferioridad material, optaron por una guerra de guerrillas: primero destruían las propiedades de los blancos y después buscaban refugio en las montañas. No se atrevían con los núcleos urbanos porque sabían que contaban con buenas defensas. Por eso no intentaron conquistar Le Cap, aunque sí trazaron un proyecto para destruir esta ciudad a través de un incendio. Los soldados franceses, aunque podían obligarlos a emprender la retirada, se veían impotentes a la hora de alcanzar un triunfo definitivo.

Esclavos negros asesinando a los colonos blancos de Saint-Domingue (actual Haití) durante la revolución haitiana de 1791

Esclavos negros asesinando a los colonos blancos de Saint-Domingue (actual Haití) durante la revolución haitiana de 1791

Dominio público

Para los amos, los culpables no eran tanto los negros, supuestamente incapaces de organizar por sí mismos una operación de tanta envergadura, como los abolicionistas metropolitanos que les habían metido en la cabeza un puñado de ideas locas. 

En realidad, los sublevados, más que simpatizar con los valores abstractos de Libertad, Igualdad y Fraternidad, se mostraban partidarios de la Iglesia y del rey: un rumor aseguraba que Luis XVI les iba a conceder tres días a la semana para que pudieran trabajar a cambio de un salario y reunir así el importe con que adquirir su libertad. La Declaración de los Derechos del Hombre no estuvo, por tanto, entre las referencias principales de su cultura política, por más que en algún momento pudieran esgrimirla como elemento legitimador.

Para los negros y mulatos de Haití, en suma, la oposición a la esclavitud no constituía un problema filosófico, sino práctico. Defendían su propia libertad, no necesariamente la de otros miembros de su misma raza. La República francesa, para ellos, constituía el enemigo a batir porque era el sistema que defendían sus amos.

El componente económico

La represión no solucionó los disturbios. Lo que hizo el desorden fue provocar un incremento brutal del precio del azúcar y del café. Este aumento generó protestas entre los consumidores franceses, más preocupados por su bolsillo que por las consecuencias humanas de aquel comercio. Había que estar muy concienciado políticamente para renunciar a unos productos que la mayoría consideraba lujos indispensables.

El problema no se reducía al perjuicio que pudieran recibir los propietarios. Había muchos abolicionistas, por contradictorio que parezca, que creían inaceptable la esclavitud y a la vez estaban convencidos de que la población afroamericana no estaba preparada para gobernarse a sí misma. Se dio el contrasentido de que estos revolucionarios no apoyaran el levantamiento de los negros haitianos, aunque eso era lo que cabía esperar de sus principios.

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El líder de los rebeldes caribeños, Toussaint Louverture, no estaba interesado en el programa político de los progresistas de la metrópoli, sino en hacer realidad lo que él denominaba “otra libertad”: no una proclamación abstracta de derechos, sino un sistema que permitiera su materialización. Había que tener en cuenta que en Francia se hablaba para blancos y que en Haití había negros, víctimas de un sistema colonial y racista. Todo esto tenía que conseguirse dentro de un orden que evitara el abismo de la anarquía.

Libertador o tirano

Louverture tenía detrás un pasado novelesco. Antiguo esclavo, cuando tenía alrededor de treinta años consiguió comprar su libertad. Se dio entonces la paradoja de que logró convertirse en el dueño de una pequeña plantación. Eso implicaba que poseía sus propios esclavos. No obstante, al pasar a defender ideas emancipatorias, se hizo con muchos partidarios y llegó a convertirse en una figura mítica. Sus seguidores le llamaban el “Espartaco Negro”, en referencia al gladiador que se alzó contra los romanos. También se le comparó con Aníbal o con personajes mucho más recientes, como Napoleón Bonaparte y George Washington.

Despertaba admiración. También miedo. Incluso en gente supuestamente progresista. Thomas Jefferson, como autor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, debería haber simpatizado con él. Sin embargo, le detestaba. Le veía como a un “caníbal”, es decir, como un personaje violento que podía sumir a toda América en un caos sangriento si se permitía actuar a sus emisarios. Así, la lucha de liberación nacional que era justa y buena cuando la protagonizaba un blanco, se convertía en algo peligroso si la encabezaba un negro.

Retrato de oussaint Louverture

Retrato de Toussaint Louverture

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Pero los líderes también cambian. El héroe de la libertad coqueteaba con los antiguos propietarios y trató de convencerlos para que restablecieran las plantaciones. Lo creía el modo de recuperar el antiguo esplendor económico. Esta política iba acompañada de presiones a los antiguos esclavos para que aceptaran ponerse a las órdenes de quienes habían sido sus amos. Eso implicaba que podrían volver a recibir castigos corporales y que no tendrían libertad para cambiar de ocupación. El resultado no era, en términos jurídicos, la esclavitud, pero presentaba un claro aire de familia.

Para imponer estos planteamientos, Louverture no dudó en recurrir a la mano dura. En 1801 se proclamó dictador vitalicio y se preparó para derrotar a la metrópoli a través de una guerra de guerrillas.

Desde entonces, el Espartaco negro no ha dejado de alimentar polémicas. Para sus detractores se habría limitado a propugnar un cambio de oligarquía, en el que los negros sustituyeran a los blancos. Otros le consideran un líder profundamente anticolonialista imbuido de las ideas ilustradas que habría encontrado en autores como Raynal, Montesquieu o Rousseau.

Enfrente de los revolucionarios se hallaba el general Leclerc, cuñado de Bonaparte, por estar casado con su hermana Paulina. Sus tropas pronto se vieron diezmadas por la malaria y la fiebre amarilla, sin que llegaran apenas refuerzos desde Francia. Incapaces de obtener una victoria clara, los galos no tardaron en lanzarse a una política de exterminio. Defendían la superioridad de la raza blanca contra un enemigo al que minusvaloraban por el salvajismo que le atribuían. Leclerc no se proponía sino “acabar con todos los negros de las montañas, hombres y mujeres, permitiendo vivir solo a los niños de menos de 12 años”.

El general Leclerc

El general Leclerc

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Napoleón permitió todos estos desmanes porque entendía que, como blanco que era, debía apoyar a los blancos. Admitió que, de haber sido negro, su actuación habría sido justo la contraria. Con el tiempo, reconocería que su actuación en todo aquel desgraciado asunto había sido profundamente errónea. Creía que hubiera debido negociar con los líderes negros en lugar de lanzarse a la represión. A la larga, el dominio sobre las colonias resultaba insostenible, porque todas iban a seguir el modelo que les ofrecía Estados Unidos.

A costa de muchos sacrificios, Haití consiguió finalmente la independencia. No pudo librarse, sin embargo, de la sombra alargada del neocolonialismo. En 1825 se presentó una poderosa flota francesa y exigió una compensación astronómica, 150 millones de francos, para indemnizar a los antiguos esclavistas. El país entró en la espiral de la deuda externa y no pudo salir de un subdesarrollo que se prolonga hasta la actualidad. 

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