Trafalgar, la batalla que hizo de Inglaterra la dueña del mar
220 aniversario
En 1805, la flota de Nelson derrotó a españoles y franceses frente a Cádiz, rubricando el dominio naval británico durante algo más de un siglo
Así transcurrió la batalla de Trafalgar, la victoria mítica de Nelson
La batalla de Trafalgar, por Samuel Drummond
Nación de arraigada tradición marinera, la Inglaterra del siglo XVIII disfrutó de un notable desarrollo naval. Sin embargo, la hegemonía absoluta sobre los océanos no la alcanzó hasta después de la batalla de Trafalgar. Antes de esto, los éxitos se alternaron con los fracasos. Dos países, Francia y España, unieron sus fuerzas para equilibrar el poderío británico. Su alianza quedó sellada en los Pactos de Familia, así llamados porque tanto el rey francés como el español pertenecían a la dinastía de los Borbones.
El Primer Pacto de Familia, establecido durante la guerra de los Siete Años a mediados del siglo XVIII, no pudo evitar que Inglaterra arrebatara a Francia los territorios canadienses. Los españoles, por su parte, perdieron La Habana y Manila, pero Londres les devolvió estas ciudades en la Paz de París (1763), que clausuró el enfrentamiento.
Intereses comerciales
Como potencia marítima, Gran Bretaña procuraba extraer el máximo rendimiento de su imperio. Los futuros Estados Unidos, Jamaica y otros territorios ultramarinos estaban obligados a comprar los artículos de la metrópoli, donde también debían vender sus productos. Mientras tanto, la flota mercante inglesa se introducía en los dominios españoles de América. Como la península se mostraba incapaz de abastecerlos pese a su teórico monopolio, Londres ocupó su lugar. ¿De qué manera? A través de un contrabando masivo.
Gracias a este flujo continuo de intercambios, los ingleses se convirtieron en la primera sociedad de consumo de la historia. Ellos, por ejemplo, empleaban once libras de azúcar por persona al año. Los franceses no pasaban de dos.
Su hegemonía sobre los océanos, sin embargo, sufrió un duro golpe con la independencia de Estados Unidos tras una larga guerra en la que Francia y España apoyaron a los secesionistas. Aislada diplomáticamente, Gran Bretaña incluso se vio amenazada en su propio territorio por una flota franco-española. Esta, sin embargo, no se decidió a atacar por desconocer la inferioridad numérica de los ingleses. Finalizada la contienda, Londres entregó a Madrid la isla de Menorca y la península de Florida, aunque retuvo la plaza de Gibraltar.
La era revolucionaria
Inglaterra había sido derrotada, pero Francia, pese a ser una de las vencedoras, quedó exhausta tras el conflicto. La crisis económica contribuyó al estallido en 1789 de la Revolución Francesa, que primero pondría fin al absolutismo y después a la propia monarquía. Horrorizadas por la ejecución de Luis XVI, las potencias europeas se unieron brevemente contra los regicidas. Así, Gran Bretaña y España pasaron de enemigas a aliadas. Tropas de ambos países colaboraron en 1793 en la ocupación del puerto galo de Tolón, hasta ser derrotadas por un joven general de nombre Napoleón Bonaparte.
Los revolucionarios se encontraban acorralados, pero despertaron el sentimiento nacionalista de sus ciudadanos y pasaron al contraataque. En nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, las tropas republicanas vencieron a sus enemigos uno tras otro. España, que había ocupado el Rosellón, fue derrotada e invadida a su vez. El gobierno de Carlos IV, controlado por el favorito del monarca, Manuel Godoy, se vio obligado a firmar en 1795 la Paz de Basilea.
'Godoy presenta la Paz a Carlos IV (Alegoría de la paz de Basilea)', del año 1796
Quedaba demostrado que el ejército español no ofrecía, ni de lejos, garantías de éxito. Dispuesto a evitar a toda costa que la península fuera nuevamente invadida, Godoy buscó la alianza francesa. El Tratado de San Ildefonso (1796) venía a ser una especie de renovación de los viejos Pactos de Familia. Solo que en esta ocasión una república sustituía a la monarquía borbónica de Versalles. Desde el punto de vista de Madrid, el auténtico enemigo de la monarquía hispánica seguía siendo Inglaterra, con sus continuos asaltos a los barcos españoles que recorrían el Atlántico.
La guerra que enfrentaría de nuevo a Gran Bretaña con Francia y España estalló ese mismo año. La escuadra inglesa bloqueó los puertos españoles para así ahogar el comercio entre la península y América. Según la mayoría de los historiadores, la comunicación entre ambas quedó rota. En realidad, como señalan José Cayuela y Ángel Pozuelo, no puede hablarse de “colapso”, sino solo de crisis. Entre 1797 y 1805, según datos manejados por estos expertos, los barcos españoles cruzaron el Atlántico en 34 ocasiones sin ningún problema. Por tanto, la monarquía hispánica pudo seguir contando con la plata americana, aunque en menor cantidad.
Se dio un singular episodio en agosto de 1800: los británicos intentaron desembarcar en El Ferrol. Su idea era conquistar la ciudad a fin de convertirla en un “segundo Gibraltar”. Sin embargo, fueron rechazados con graves pérdidas, tanto humanas como materiales. Pese a su fracaso, continuaron hostigando sin descanso a la flota española.
Guerra no declarada
Dos años después, el Tratado de Amiens devolvió la paz a los contendientes. Por poco tiempo. Los barcos de guerra ingleses atacaban cualquier buque español. Hundían los que no alcanzaban las 100 toneladas y capturaban los de mayor tamaño. España, cansada de este acoso permanente, buscó una vez más el apoyo de Francia. Por el Tratado de Subsidios de 1803, el gobierno de Carlos IV se comprometió a entregar a Napoleón 180 millones de reales, destinados a financiar el esfuerzo de guerra.
El tratado sirvió a Londres para justificar los asaltos a los buques que regresaban a España con las riquezas de América. Puesto que estos caudales iban a ser entregados a Bonaparte, apoderarse de ellos constituía una acción de legítima defensa. De acuerdo con este punto de vista, los británicos decidieron asaltar en 1804 una flotilla de cuatro naves españolas cargadas de plata. Tres fueron apresadas y una cuarta, la Mercedes, destruida.
Explosión de la Mercedes
Pese a los esfuerzos franco-españoles, a nadie escapaba la superioridad inglesa en el mar. La Royal Navy, a lo largo del siglo XVIII, había experimentado un crecimiento formidable. De 247 barcos en 1714 a 411 en 1793. Un incremento que suponía un desembolso monetario enorme. La construcción de un solo navío de ochenta cañones requería 1.600 toneladas de madera, además de otras ingentes cantidades de artillería y aparejos. Inglaterra llegó a dedicar, entre 1800 y 1812, un quinto de su presupuesto nacional a este tipo de inversiones.
Los barcos más importantes eran los navíos de línea, así llamados porque en una batalla eran los únicos que podían mantener una línea de combate, mientras resistían el ataque enemigo. Auténticas fortalezas flotantes, contaban con una artillería de sesenta cañones o más. Les auxiliaban barcos más ligeros y veloces, las fragatas y las corbetas. Tal vez no fueran tan imponentes como las francesas o las españolas, pero resistían más tiempo en alta mar y requerían un menor número de hombres a bordo.
Inglaterra contaba con las tripulaciones más experimentadas. Su entrenamiento era constante, ya que los barcos pasaban la mayor parte del tiempo en alta mar. Los artilleros sabían disparar los cañones en menos tiempo que el enemigo y sus pilotos guiaban los barcos con mayor pericia. Franceses y españoles, en cambio, acostumbraban a permanecer en el puerto. La escasez de recursos económicos les impedía hacer navegaciones frecuentes.
Este contraste se explica porque en Inglaterra la Marina constituía un instrumento bélico esencial, mientras que en Francia no pasaba de ser “una especie de objeto de lujo”, como expresa el historiador Jean Meyer. En tiempo de paz, París no estaba dispuesta a sufragar el coste de una escuadra. Por ello, cuando estallaba un conflicto, se veía obligada a renovar a toda prisa la flota, con la consiguiente pérdida de un tiempo valiosísimo.
Estrategias innovadoras
Si los británicos contaban con mejores marinos, también disponían de una artillería más eficaz. Para manejar cada cañón se precisaba una brigada de diez personas, entre otras cosas, para evitar que una pieza de dos toneladas se desplazase sin control, provocando destrozos e incluso muertes. Su trabajo resultaba muy arriesgado. Durante el combate, el retroceso del cañón podía arrancar a cualquiera que estuviese cerca un brazo o una pierna. Entre los españoles, en cambio, faltaban buenos artilleros. En la batalla del cabo de San Vicente (1797), algunos cañones no se llegaron a disparar porque los marineros no sabían cómo manejarlos.
Batalla del Cabo de San Vicente
Pero la ventaja fundamental de la Royal Navy era la superioridad táctica. Sus marinos pusieron en práctica formas novedosas de combate que dejaron obsoleta la tradicional formación en línea. Por ejemplo, lanzando sus barcos en dos columnas contra el enemigo con el fin de romper la formación contraria. Con esta y otras influencias, Nelson diseñó nuevas estrategias que le llevaría una y otra vez a la victoria. Todo ello con una confianza absoluta en la capacidad de sus subordinados. En plena batalla, los capitanes actuaban con autonomía, sin esperar instrucciones. Todos sabían cuál era su deber.
La superioridad inglesa
Algunas de las claves que explican sus éxitos navales
La ventaja técnica
Cuando en 1796 estalló la guerra que enfrentó a Inglaterra contra Francia y España un almirante español, José de Mazarredo, advirtió a sus superiores que podían olvidar la victoria. Los barcos españoles carecían de material suficiente y tampoco estaban bien organizados, a diferencia de los ingleses. Decir la verdad le costó caro. Privado del mando, Mazarredo tuvo que partir al destierro. Un año después, en 1797, el desastre en la batalla del cabo de San Vicente ante una escuadra británica inferior en número confirmó la exactitud de sus pronósticos (las autoridades españolas le devolvieron su puesto a la luz de lo ocurrido).
Ingenio y audacia
En 1801, las flotas británica y francesa libraron un combate de resultado incierto en Algeciras. Tras el choque, la primera se refugió en Gibraltar y la segunda pidió ayuda a los españoles. Estos enviaron cinco navíos, entre ellos el San Hermenegildo y el Real Carlos. Un buque inglés, el Superb, aprovechó la oscuridad de la noche para interponerse entre ellos, disparar al Real Carlos y escapar a toda velocidad. Había conseguido su objetivo. Los dos barcos españoles se encontraban situados frente a frente, convencidos de hallarse ante el enemigo. Sin pensarlo dos veces, abrieron fuego el uno contra el otro. Para cuando advirtieron su error, la catástrofe ya era irremediable. Ambos navíos volaron por los aires al incendiarse sus polvorines.
El sistema de ascensos
Cualquier aspirante a oficial de la Marina británica debía pasar seis años en el mar. Solo después de este período podía el candidato efectuar el examen de náutica. Una vez recibido el título, su ascenso dependía de la protección de un almirante. Era lo que se denominaba apadrinamiento. Un almirante favorecía a los suyos e intercambiaba favores con otros. Se suponía que los nombrados pondrían más empeño en realizar bien su trabajo para justificar el nombramiento. El sistema tenía también sus inconvenientes. Muchos buenos oficiales permanecieron durante años sin ascender en el escalafón.
La tripulación necesaria
Los británicos disponían de las mejores tripulaciones del mundo, pero para reclutarlas tenían tantas dificultades como cualquiera. Completar la dotación de un navío suponía forzar a ladrones, mendigos y otros marginados a convertirse en marinos. Aun así, acostumbraban a faltar hombres. Se recurría entonces a los extranjeros. En Trafalgar, más del 10% de la tripulación del HMS Victory, el buque insignia de Nelson, procedía de otros países.
Solución de las crisis
En 1797, la flota británica pasó por dificultades. Las tripulaciones se amotinaron para reclamar un aumento de sueldo, ya que este no había mejorado en todo un siglo. También protestaban por el hacinamiento que soportaban en los barcos. Otro motivo de queja se refería a la disciplina, tan brutal que Winston Churchill ironizaría en el siglo XX sobre el látigo como tradición de la Armada. Finalmente se efectuaron mejoras y la rebelión llegó a su fin.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 442 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.