Pablo VI tuvo un destino poco afortunado. Le correspondió guiar a la Iglesia en una época difícil, durante la crisis que siguió al Concilio Vaticano II (1962-1965). El papa promovió las reformas, pero solo hasta cierto punto. Quería ser innovador sin alejarse por eso de la tradición católica.
Eso lo condujo a actuar con indecisión, por lo que fue comparado con Hamlet, el personaje al que Shakespeare convirtió en el arquetipo de la duda. Por otra parte, Montini nunca tuvo el carisma y la calidez de su predecesor, Juan XXIII. De ahí que su figura permanezca en un relativo segundo plano.
La historiografía ha tendido a poner de relieve los profundos cambios conciliares. No faltan razones para ese punto de vista: el catolicismo parecía aceptar el mundo contemporáneo y dejar atrás la intransigencia del pasado. Existían, sin embargo, elementos de continuidad. Pablo VI manifestó en términos rotundos que nada había cambiado en la distribución del poder. A él le correspondía “asumir toda la responsabilidad de orientar a los demás, aun cuando parezca ilógico y, tal vez, absurdo”.
En la práctica, utilizó sus atribuciones cada vez que le pareció oportuno. Como cuando impuso la designación de María como “madre de la Iglesia” contra el parecer de la mayoría del Concilio. Muchos no lo veían claro, porque nadie llamaba “padre de la Iglesia” a Dios Padre, a Jesucristo o al Espíritu Santo.
Pablo VI
Este tipo de comportamientos no son realmente de extrañar. Frente a la imagen de un Vaticano II inequívocamente progresista deberíamos rescatar la de una asamblea que hace equilibrios para contentar a progresistas y conservadores.
El freno y el acelerador
La Iglesia se adaptó a los nuevos tiempos sin cambiar en lo fundamental. La verdad seguía siendo una. Juan XXIII, por ejemplo, condenó “la doctrina de quienes afirman que la voluntad de cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan derechos y deberes”.
Pablo VI, a su vez, dejó claro que la Iglesia posconciliar seguía tan comprometida con su fe como siempre. Eso significaba que no tenía intención de aceptar “la frágil y voluble mentalidad relativista de un mundo sin principios y sin fines trascendentes”.
El diálogo con la modernidad, por tanto, se hacía desde líneas rojas claramente establecidas, para disgusto de los sectores más progresistas de la Iglesia, incómodos con la crítica a lo que se entendía como “pensamiento disgregador”.
Los años del posconcilio son, para la Iglesia, un tiempo de esperanza, pero también de incertidumbre y de divisiones internas. Unos quieren pisar el acelerador, otros el freno. Mientras unos siguen teorías y prácticas de vanguardia, otros se sienten atemorizados. La antigua seguridad doctrinal parece haber saltado por los aires, a la vista del permanente cuestionamiento de lo que hasta hacía muy poco parecía incontrovertible.
Viaje del Papa Pablo VI a Tierra Santa para visitar los santos Lugares
Para un creyente anónimo cualquiera, resultaba desconcertante que se pusiera en tela de juicio la autoridad del pontífice por despótica o se dudara de la existencia del diablo. Ni siquiera se podía estar seguro respecto al número de sacramentos, que algunos reducían de los siete tradicionales a solo dos.
En busca de la autenticidad
El hecho de que una etapa de efervescencia ideológica coincidiera con una fuerte secularización, con una reducción notable de los efectivos del clero y de las prácticas religiosas contribuyó a que las voces de alarma se multiplicaran. Muchos sacerdotes valiosos, al considerar insuficientes las reformas, optaron por la secularización. Se producirá entonces una auténtica desbandada.
Entre tanto, el número de practicantes experimentó un acusado descenso. Pablo VI vivirá con amargura esta faceta de la crisis posconciliar, fruto, a su juicio, del “cansancio de los buenos”. Tras examinar los decretos de secularización, comentó con tristeza que esa era la cruz que más le pesaba.
El papa Montini, en 1965, apenas dos años después de su elección, hará un llamamiento a la unidad, no sin amargura. No estaba de acuerdo con los cristianos que no sabían aportar a la Iglesia más que una crítica “separadora y sistemática”, por más que reconociera que podían ser gente valiosa.
Hombre dubitativo, el pontífice se sentía inseguro en medio de una época de tribulación, en la que tanto la Iglesia como el mundo se encontraban en medio de grandes tempestades. Su angustia quedó patente en un comentario sobre el peso de su responsabilidad: “A nuestro predecesor le tocó el deber de hundir el arado. Ahora el deber de conducir hacia delante ha caído en nuestras pobres manos”.
PABLO VI durante un encuentro con el arzobispo de Canterbury
Un tiempo más tarde, la situación le parecerá todavía más dramática. En medio de la confusión, ¿cómo encontrar la autenticidad? No creía fácil hallarla cuando aspectos esenciales de la Iglesia estaban en discusión. En esos momentos, el catolicismo no se enfrentaba a una amenaza exterior, sino a la que provenía de sus propios hijos. Por la situación, resultaba más dolorosa.
Ni celibato ni anticonceptivos
Para el papa, no es fácil asimilar que viejos y estimados conceptos, como el de obediencia, resulten intolerables para la mentalidad del mundo contemporáneo. Su pensamiento gradualista choca con determinados radicalismos. Eso le lleva a decir que la verdadera reforma no es la que derriba, sino la que restaura.
Se refiere a la verdad católica, inmutable por su procedencia divina. Este carácter inalterable no le permite suavizar la doctrina oficial en temas sensibles. Como el celibato sacerdotal. En 1967, su encíclica Sacerdotalis Caelibatus constató que, en medio de una sociedad en transformación, algunas voces solicitaban a la Iglesia que se replanteara una institución que no parecía compatible con la mentalidad moderna.
El papa, sin embargo, afirma que el celibato es una “perla preciosa” que sigue conservando todo su valor por más que los tiempos cambien. No es su intención, por tanto, suprimirlo, sino darle “nuevo lustre y vigor”, en cumplimiento de la promesa que hizo a los padres del Concilio.
Al año siguiente, con la Humanae vitae, el papa volvió a defraudar muchas esperanzas. En esta ocasión, por su negativa a revisar la doctrina sobre los anticonceptivos. La Iglesia seguirá aferrada en este punto al tradicionalismo, contra el parecer de muchos expertos católicos.
El caso Conill
Pablo VI parece unas veces conservador y otras progresista, todo dependiendo de con quién se le compare. En España, Franco lo observa con un evidente desagrado, consciente de que encarna una sensibilidad muy alejada de los principios antidemocráticos de su régimen.
De ahí que los partidarios del dictador hagan famoso el eslogan “Sofía Loren sí, Montini no”. Parece mentira, pero en un país que presume oficialmente de su catolicismo surge ese fenómeno tan extraño que es el anticlericalismo de derechas.
Pablo VI oficia su primera ceremonia religiosa en italiano, no en latín
Como arzobispo de Milán, Montini utilizó su influencia en favor de los perseguidos por Franco. En 1962 envió un telegrama al mandatario español, en nombre de los estudiantes católicos de su diócesis, en el que solicitaba clemencia para Jordi Conill.
Este militante anarquista había sido condenado a muerte por colocar una bomba en un edificio de Barcelona, el Instituto Nacional de Previsión. El atentado no causó víctimas. En su mensaje, Montini expresaba su desacuerdo profundo con el recurso a la violencia por parte del régimen: “El orden público puede ser defendido diferentemente que en los países sin fe ni costumbres cristianas”.
El ministro español de Exteriores, Castiella, respondió que la petición no tenía razón de ser. No se había dictado ninguna pena capital contra un terrorista que, en cualquier país civilizado, hubiera merecido una grave sanción. Por su parte, el historiador Juan María Laboa, en el libro Pablo VI, España y el Concilio Vaticano II (PPC, 2017), señala que se desconocía si realmente existió una condena a muerte, aunque Conill afirmaba que sí y que debía su vida a la intervención del cardenal italiano.
De 1936 a 1975
En 1963, la elección de Montini como nuevo pontífice fue una mala noticia para el gobierno español. El propio Franco afirmó que la noticia constituía “un jarro de agua fría”. Sin embargo, como católico, no podía obviar que ahora se encontraba frente al papa. El recelo, sin embargo, persistió. Para el Caudillo, todo se debía a que el Santo Padre estaba mal informado por las personas que le rodeaban.
Pablo VI impulsó la democratización en España a través de su apoyo inequívoco al cardenal Tarancón, representante del ala reformista de la Iglesia hispana. Por otro lado, el Vaticano intentó que Franco renunciara al privilegio por el que podía intervenir en la designación de los obispos. El dictador se negó en redondo, y hubo que esperar a que Juan Carlos I, tras la muerte de aquel, pusiera fin a ese anacronismo.
Franco recibe en audiencia en El Pardo al cardenal arzobispo Vicente Enrique y Tarancón. Madrid, 1969.
En 1975, el papa volvió a solicitar clemencia a Franco, esta vez para cinco condenados por terrorismo. No fue escuchado. Cuando se ejecutaron las sentencias, Montini expresó su disconformidad. Se originó así una gran polémica en la que los periódicos del régimen cargaron contra el pontífice.
Como indica Laboa en su estudio, se propalaron entonces todo tipo de comentarios falsos. Se dijo que el papa era antiespañol y que el Vaticano había permanecido en silencio poco antes, cuando ETA había asesinado al almirante Carrero Blanco.
Los dirigentes franquistas no podían asimilar que la Iglesia les volviera la espalda. El catolicismo en 1975 era muy distinto al de 1936. Esta evolución iba a favorecer la transición a la democracia, en la que no existirá ningún conflicto religioso, a diferencia de lo que había sucedido bajo la Segunda República en la España de los años treinta.





