La mujer viene corriendo desde lejos y se recoge la falda azul con una mano para no tropezarse. No grita, no levanta el brazo para pedir que la esperemos, solo avanza entre las rocas de lava solidificada con el gesto angustiado. A veces resopla, pero no se detiene. La mujer esquiva los restos de plásticos y telas rotas de un campo de desplazados que era pero ya no es. Hace apenas unos días, decenas de miles de personas se refugiaban de la guerra en el este de la República Democrática de Congo en esta explanada rocosa cerca de Bulengo, en la carretera que conecta la ciudad de Goma y Sake, pero ahora no queda nada. Pasa lo mismo en toda la región: tras conquistar las ciudades de Goma y Bukavu, el grupo rebelde M23 ha ordenado el desmantelamiento de todos los campos de desplazados.
La milicia apoyada por Ruanda alega que ha liberado el territorio y traído la paz, así que la gente puede volver a sus casas. También, asegura el M23, es una cuestión de seguridad ya que han encontrado armas escondidas en algunos campamentos y guerrilleros leales al gobierno se camuflan entre los desplazados. Por eso el cierre se ha hecho sin planificación, sin ayuda –la mayoría de oenegés han suspendido sus operaciones por la violencia–, sin piedad y, claro, sin paz.
La semana pasada, los rebeldes dieron 48 horas para que cientos de miles de personas —4.5 millones han perdido sus casas en los últimos años— echaran abajo sus refugios de plástico y troncos, cargaran sus pocos enseres y se marcharan donde pudieran. La expulsión precipitada ha dejado desamparados a miles de desplazados y en un estado de vulnerabilidad absoluto.
“Los rebeldes nos dijeron que, si no nos íbamos, volverían con las armas y dispararían. Nadie sabe dónde ir”
La mujer de la falda azul corría por esa indiferencia: cuando llega a la altura de nuestro todoterreno, se le atropellan las palabras –“me llamo Brenda, por favor, ¿podéis ayudarme?”– y resume con precisión qué significa ser una nadie. Porque Brenda no corría por ella, corría por su hijo y por una fortuna insignificante. Cuando desmontaba su tienda junto a su hijo para llevarse el techo de plástico, explica, aparecieron unos hombres armados con machetes para robarles lo poco que tenían. Muchos desplazados denuncian que, en el momento de desmontar los campos, han sido víctimas de robos o agresiones. Muchos señalan a los wazalendo, una milicia desorganizada que lucha junto al ejército y que se ha retirado a las faldas del cercano volcán de Nyiragongo. Otros apuntan a uniformados, aunque no se atreven a ponerles siglas por miedo a represalias. A su hijo, explica Brenda, aquellos hombres casi lo matan a machetazos cuando intentó defender el fardo de plásticos sucios de su familia. La madre lo llevó a tiempo a un hospital y le salvó la vida pero ahora necesita 35.000 francos (12 euros) para medicamentos que no tiene. Por eso Brenda corría entre la lava solidificada, porque era su última oportunidad: “Por favor, ¿Podéis ayudarme?”.
En otro campo desmantelado, Hélène, de 25 años, se sienta agotada en el suelo con uno de sus cuatro hijos en el regazo y frente a montañas de basura y ropa arrugada. La humareda de unos plásticos encendidos envuelve en una nebulosa los restos de una huida en desbandada. Por el suelo hay papeles desperdigados, una silla rota y zapatos calcinados. Solo quedan tres tiendas en pie, una de un anciano que no puede pagar el transporte a su aldea, otra de una familia cuya aldea fue destruida y no tiene dónde regresar y la de Hélène, enferma de malaria y que no se tiene en pie. Protestan a una sola voz. “Los rebeldes nos dijeron que, si no nos íbamos, volverían con las armas cargadas y dispararían. Nadie sabe dónde ir, algunos han sido acogidos por familiares, otros se han ido al bosque y quienes tienen dinero o fuerzas vuelven a casa, pero allí continúan los combates”.
Muchos se han ido por miedo y porque la alternativa era la nada: el reparto de comida humanitaria se terminó con la entrada del M23 a Goma
Muchos se han ido por miedo y porque la alternativa era la nada: el reparto de comida humanitaria se terminó con la entrada del M23 a Goma, que estuvo acompañada por el pillaje de los almacenes de alimentos de las oenegés y de las despensas de medicamentos de los centros sanitarios. Además, decenas de desplazados denuncian que los rebeldes amenazaron a las oenegés para que no llevaran agua o comida a los desplazados para así obligarlos a marcharse.
La guerra en Congo centra ahora su mirada en la batalla de la ciudad de Uvira, al sur de Bukavu –ayer el ejército congolés recibió refuerzos para defender la urbe- y en las sanciones de la ONU y EE.UU. a líderes del M23 por crímenes de guerra, pero nadie mira hacia los nadie, abandonados a su suerte y a merced de agresiones que se cerrarán con total impunidad. Víctimas de una huida sin fin: Alphonsine, de 33 años, llevaba diez años encadenando campos de desplazados hasta asentarse hace tres en uno cerca de Sake, a 23 kilómetros de Goma, donde llegó después de los primeros enfrentamientos entre el ejército y el M23. Tras ser obligada a marcharse, Alphonsine vive junto a otras familias en las montañas, sin nada que comer. Donde ir a buscar alimento es un camino de terror. “Nos están esperando en el bosque”, dice con un hilo de voz. Y es tal cual: con miles de personas desperdigadas y en movimiento, en los últimos días se han disparado las violaciones de las nadie.