Líbano-Israel: tan cerca, tan lejos

Oriente Medio

Kefarkela y Metula son dos pueblos separados por un muro, una guerra y tres complicadas fronteras en Oriente Medio

People look at destruction in the Lebanese side of the border during a tour in the northern Israeli border town of Metula, on January 7, 2025, after a ceasefire took effect on November 27 after, two months of full-blown war between Israel and Hezbollah. (Photo by Jalaa MAREY / AFP)

Edificios bombardeados de Kefarkela, en el Líbano, vistos desde Metula, en el lado israelí de la fronteral

Jalaa Marey / AFP

Kefarkela y Metula están condenadas a mirarse a los ojos.

En el lado libanés, las ruinas de los bombardeos apuran los metros de país hasta apoyarse en la línea fronteriza. Entre los escombros se ve con claridad “el otro lado”, los chalets con tejado a doble vertiente y perfectamente alineados del pueblo vecino, ya en Israel. Entre ambos pueblos, discurren el muro fronterizo y una torreta con soldados israelíes que permanece en suelo enemigo, a pesar del alto el fuego firmado entre ambos países el pasado noviembre. Una frontera que lleva cerrada –a excepción de algunos casos gestionados por las fuerzas de la ONU– desde el 2006, tras la primera guerra entre la milicia chií y sus vecinos del sur.

“Lo que no han destruido las bombas ha sido demolido con dinamita”, asegura el alcalde de Kefarkela, Mohamed Hassanshid, mientras escala la montaña de cascotes que solía ser su casa. La ofensiva terrestre israelí, que empezó el 1 de octubre del 2024 y cuya retirada completa no fue efectiva hasta febrero, ha dejado un gran número de localidades libanesas arrasadas y a la espera de que Hizbulah –o su benefactor, Irán– pague su reconstrucción. “Nunca podremos confiar en ellos”, dice el alcalde, en referencia sus vecinos israelíes. “Reconstruiremos todo una y otra vez, para que sepan que nunca nos marcharemos”.

Vecinos recelosos

“Nunca podremos confiar en ellos”, dice el alcalde de Kefarkela, arrasada por las bombas israelíes

Mohamed, quien llama al país del sur la “Palestina ocupada”, no siente la más mínima curiosidad por las vidas de los habitantes de las casitas de la montaña de enfrente. Tan solo 750 metros separan la urbanización israelí de Tsifiya, a las afueras de Metula, y las primeras construcciones de Kefarkela. Pero, para ir de un punto a otro, hace falta dar un rodeo por el complicado mapa de Oriente Medio, cruzar tres fronteras, y 750 kilómetros de carretera. Distancias físicas y mentales separadas por finas placas de hormigón.

Desde el sur de Líbano, pasando por su capital, Beirut, uno llega con facilidad al paso de Masná, el principal cruce con Siria. Depués de la caída de Bashar el Asad el pasado diciembre, el nuevo gobierno islamista de la Organización para la Liberación del Levante (HTS) ha entreabierto la puerta a los extranjeros tras décadas de clausura. Eso sí, con peaje: el nuevo visado de turista para europeos cuesta 150 dólares, algo menos que para los estadounidenses o británicos, que pagarán 250 dólares por visitar los zocos de Alepo o las ruinas de Palmira.

En unas oficinas anticuadas, los nuevos agentes fronterizos gestionan a marchas forzadas el retorno de miles de sirios que vuelven a su país. En la cola para no árabes, personal de oenegés, periodistas y algunos mochileros justifican su visita al país devastado por una guerra civil de 14 años. Tras un breve interrogatorio, uno de los funcionarios estampa el sello de la República Árabe de Siria en el pasaporte, un visado que puede complicar la entrada a otros destinos como Estados Unidos o la Unión Europea. En las afueras de Damasco, se suceden otro tipo de ruinas: las de los suburbios como Harasta, Yarmuk o Ghuta, triturados por la aviación rusa, aliada del antiguo dictador. Una escena que se repite hasta llegar al desierto y el paso de Jaber, en la porosa frontera con Jordania.

La monarquía hachemí vigila con cuidado este acceso, utilizado sobre todo por sirios desplazados y como entrada de ayuda humanitaria a Siria. Prácticamente ningún occidental utiliza este paso, ya que la forma más fácil de llegar a Amán suele ser por avión. “¿A dónde te diriges?”, pregunta un soldado jordano, curioso ante la enrevesada ruta por tierra. Decir que vas a Israel es garantía casi segura de que veten tu acceso. “A Petra” es mucho mejor respuesta. La fuente principal de ingresos del país es el turismo, que ha caído en picado desde que varios países del vecindario entraran en conflicto. “Bienvenida, disfrute de Jordania”.

El sello jordano no es problemático por sí mismo. Pero sí su letra pequeña, que especifica por qué frontera has entrado o salido del país. El paso más complicado es el del puente del rey Huséin o Allenby, que cruza el río Jordán y es la principal vía por tierra a Israel. Miles de palestinos con pasaporte jordano, muchos de ellos descendientes de los expulsados por la nakba (desplazamiento masivo de palestinos que tuvo lugar en el 1948 tras la creación del Estado israelí), atraviesan los duros controles hebreos para ir a trabajar a Cisjordania.

Lo recomendable en este caso es llevar un segundo pasaporte a mano, aunque para ello hace falta tener doble nacionalidad o una profesión que te autorice a tener dos cartillas en curso de forma simultánea. Israel permite la entrada a aquellos que hayan visitado previamente Líbano o Siria –países enemigos, por el momento–, pero les hace pasar por un exhaustivo interrogatorio antes de dejarles pasar. Hace años que Israel no sella el pasaporte, sino que expide un pequeño visado de turista, ya que la mayoría de países de la región prohíben la entrada a cualquiera que haya pisado Tierra Santa.

Ya en “el otro lado”, el camino se hace más sencillo. Tres horas de coche desde Jerusalén hasta el norte. Por la ventanilla pasan las ciudades palestinas, check-points y autobuses llenos de jóvenes israelíes del servicio militar que van a pasar el fin de semana en las orillas del lago Tiberíades, con bañador y fusil a la espalda. Sin embargo, cuánto más cerca de la frontera, más vacíos están los pueblos israelíes. La ofensiva de Hizbulah provocó la evacuación de más de 68.000 personas en la región.

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El Tercer Espacio

Helena Pelicano
Israelis enjoy the sun by the beach of the Mediterranean, in Haifa, Israel, June 26, 2025. REUTERS/Florion Goga

En Kiryat Schmona, el principal enclave en la zona, con 27.000 habitantes antes de la guerra, “tan solo han vuelto la mitad de los vecinos”, asegura Tami, secretaria en el Ayuntamiento y una de las 200 personas que no se marchó. “Es un lugar precioso, el más verde de todo Israel”, dice, aunque no recomienda subir a las montañas, “demasiado cerca del muro”, detalla. El vacío de las calles también sorprende a Eitan, de Haifa, y a Israel, de Beerseba, que han acudido a Kyriat Schmona para un concurso de start-ups . “Me encantaría ver Beirut algún día. No comprendo el odio que nos tienen”, asegura Eitan. Israel, quien perdió a varios amigos en los ataques del 7 de octubre, piensa que “la paz ya no es una opción”

En Metula no queda ni un solo vecino al que entrevistar. De cerca, las casas no parecen tan perfectas como desde el otro lado de la frontera. Algunas balas libanesas han perforado las tapias impolutas de la urbanización, que ahora tiene vistas a la destrucción. Frente a los jardines descuidados se extienden los restos de Kefarkela, tan lejos y tan cerca. El ejército impide el acceso al monumento de “la buena frontera”, el paso fronterizo construido en 1976 y ahora abandonado. Un recordatorio de que, como escribió el poeta estadounidense Robert Frost, “las buenas cercas hacen buenos vecinos”

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