Israel inició en mayo el bloqueo de la ayuda a Gaza como método de presión. El resultado ha sido la hambruna de la población y un grave dilema moral para los países que han apoyado al gobierno de Netanyahu en su castigo a la franja.

Jana Ayad, con muestras de desnutrición, en un hospital palestino de Deir Al-Balah
Puede que Beniamin Netanyahu no les guste, pero es una figura histórica mundial. Dentro de cincuenta años, cuando ya nadie se acuerde de muchos primeros ministros europeos ni de muchos presidentes estadounidenses, se escribirán biografías sobre él. Ha estado más tiempo en el poder que cualquier líder israelí, se ha enfrentado a niveles de estrés y de ansiedad que paralizarían a cualquier político occidental: decidir a quién asesinar, enfrentarse a juicios criminales, manejar una política de coaliciones brutal en Israel...”
El periodista Robert J. Kaplan, que viajó en julio a Barcelona para presentar el libro Tierra Baldía , describe al primer ministro hebreo con trazos homéricos. Kaplan habla con un tono firme y provocativo: está ante una audiencia europea, ciudadanos de un continente que representa para él el idealismo del mundo de antes. El reportero sirvió en su juventud en las Fuerzas de Defensa Israelí (FDI). Su posición ha sido siempre de defensa cerrada de la política de los gobiernos israelíes. También ahora.
Efectivamente, Netanyahu estará en los libros de historia dentro de medio siglo. Solo alguien como él ha sido capaz de convertir un suceso trágico como la matanza de judíos por Hamas del 7 de octubre de 2023 en una oportunidad. Podía haber sido el final de su carrera política por los fallos de seguridad cometidos. Pero ha aprovechado aquellos hechos para reordenar Oriente Medio y dar una lección definitiva a la organización palestina que planificó el suceso y a la población de Gaza, de donde partió aquel ataque.
En menos de dos años, Netanyahu ha desactivado el poder militar iraní. Ha enmudecido a Hizbulah, la organizada milicia libanesa. Y ha arrasado Gaza en una guerra que dura más allá de lo razonable y que ha provocado una crisis de legitimidad en las democracias occidentales que le han apoyado en su desproporcionado castigo a ese territorio. La franja es hoy inhabitable y se contabilizan en ella más de 60.000 muertos.
Los países occidentales hablan de un Estado palestino, pero la situación sobre el terreno empeora
La hambruna masiva debe estar en el manual de instrucciones de los hombres fuertes que gobiernan el mundo. Están las víctimas y están los que lo miramos de lejos. Es una exhibición continuada de imágenes de mujeres con niños famélicos en sus brazos, hospitales destruidos y decenas de personas tiroteadas a diario por los soldados israelíes mientras hacen cola para obtener comida. Todo ese sufrimiento humano deja a los dirigentes occidentales sin argumentos.
Occidente ya vio algo parecido en 1969, cuando Nigeria bloqueó el territorio secesionista de Biafra y causó casi un millón de muertos, la mayoría por inanición. Las imágenes del desastre llegaron en blanco y negro a través de la televisión. Esta vez la diferencia no está solo en el color con el que nos llega envuelto el drama. Está también en que quien provoca esta hambruna, quien condena a los gazatíes a morir de hambre, es un gobierno elegido democráticamente. Es uno de los nuestros.
Este puede ser el verano de los horrores de la Unión Europea. Ha enterrado años de multilateralismo comercial al plegarse a la política de aranceles de Donald Trump. Sigue sin reforzar a Ucrania, resignada a enviarle armas que compra previamente a Estados Unidos. Y en Gaza... en Gaza es donde el discurso de la Unión sobre los valores, su pretendida singularidad en el mundo, naufraga y se revela como una cáscara vacía. La realidad es que Europa no influye en Israel y es impotente ante el drama de Gaza.
Esta semana el primer ministro de Gran Bretaña, Keir Starmer, ha advertido que reconocerá el Estado palestino si Netanyahu no detiene la guerra antes de septiembre. El anuncio tiene un valor simbólico: Palestina se encontraba bajo mandato británico cuando se creó el Estado de Israel en 1947. Starmer sigue ahora el camino por el que han transitado antes España, Irlanda y Emmanuel Macron el 24 de julio pasado. Como el francés, el británico busca en el exterior contrarrestar su baja popularidad en la política doméstica. El gesto tiene un valor moral y político (Netanyahu hará todo lo posible para impedir los dos Estados). Pero no resuelve las cosas sobre el terreno. Paradójicamente, solo Trump, el gran aliado del primer ministro israelí, puede hacer algo por la vida de los palestinos.
Este será el verano de los horrores para Europa, cada vez mas consciente de su debilidad
Semanas antes del bloqueo de la ayuda en Gaza que ha provocado la hambruna, un diplomático árabe que pasa largas estancias en Barcelona contaba que la política del gobierno de Israel en los territorios palestinos tiene un objetivo solo expresado en voz alta por los ministros más radicales: su vaciado humano, la limpieza étnica. “Egipto no aceptará a centenares de miles de palestinos porque eso lo desestabilizaría -decía- pero ningún país europeo o árabe se negará a acoger a los que se vayan marchando, hoy cien, la semana que viene, doscientos, y así...”. El diplomático utilizó la expresión trickle down (goteo). Sus palabras reflejaban la resignación en la que viven instaladas las monarquías árabes: harán muy poco para impedirlo.
Han pasado unos meses desde aquella conversación y lo único que ha cambiado es que el gobierno de Israel ha puesto el acelerador. El hambre es un arma efectiva para la desaparición del adversario. La lección que la opinión pública saca de todo esto no refuerza precisamente las convicciones democráticas. Es una ignominia que las naciones occidentales recordarán en los próximos años, arrastradas a los infiernos por este hombre de biografía agitada que es Beniamin Netanyahu.