El verano en Nueva York tiene un inconveniente. Exige tanta energía que agota.
Hay una exageración de oferta, incluso gratuita. Lo último de lo último lo llaman arbologues . Consiste en hacer uno mismo de actor en un monólogo de quince minutos con un árbol como único espectador. A ver quien discute que Nueva York no sigue siendo todavía la punta de lanza de la modernidad.
Así que, frente a la angustia de no llegar a todo, surge el hartazgo y los que defienden el antiverano como concepto de vacaciones. En este grupo se hallan los que odian este periodo estival porque han de cumplir el manual de estar siempre haciendo cosas en el exterior que el invierno no permite. Cuando les preguntan por sus planes de asueto, su respuesta es “nada”.
Más o menos este es el planteamiento de esta ruta para el veraneo en esta ciudad excesiva y desmesurada, de la mejor pizza del mundo a las ratas más cinematográficas del planeta.
El punto de partida es la ventana de la oficina donde se escribe este reportaje. Se ve el andamio que rodea el edificio, como sucede en otros muchos inmuebles más de esta urbe.
El precio de los rascacielos es una plaga de plataformas y tubos metálicos superpuestos en las fachadas. Según el Departamento de Edificios, entre los cinco distritos se cuentan en las aceras unos 8.500 andamiajes. En línea recta suman en torno a 731 kilómetros, más o menos la distancia que separa Manhattan de Montreal (Canadá).
Como si uno fuera Cosimo Piovasco, El barón rampante de Italo Calvino, que se encaramó a un árbol y decidió no bajar jamás, viajando de rama en rama, el largo camino del andamio facilitaría alcanzar, más que de sobra, la meta de este artículo.
Esta manera alegórica de desplazarse permite observar a distancia al transitar por Times Square sin pisar su vulgaridad (ríete de los que despotrican de la Rambla), ni experimentar el agobio del turismo de masas en el puente de Brooklyn, donde con la canícula de algunas jornadas de agosto se hubiesen agradecido las pistolas de agua de los que protestan en Barcelona contra los foráneos.
Lugar de reposo de personalidades que son historia, el camposanto es naturaleza y un museo al aire libre
El destino consiste en un lugar muy poco frecuentado comparado a la media. Si no existen lazos familiares, como es el caso, se viene a eso, a no hacer nada, a pasear, escuchar el trino de los pájaros, disfrutar de la naturaleza, del arte al aire libre y de las historias enterradas.
Esto significa rendir visita a “la ciudad de los muertos”, como Paul Auster calificó al cementerio de Green-Wood en su novela Sunset Park .
Aquí se cuentan 600.000 almas, equivalente a la población de Memphis (Tennessee), aunque a diferencia de la cuna del rock and roll, sus residentes viven en el silencio eterno. Tampoco se corre el riesgo de que presenten una queja por molestias de los visitantes, a no ser que se crea en la existencia de los fenómenos paranormales.
En su puerta hay un gran cartel. “Has encontrado el secreto mejor guardado de Brooklyn”. De tamaño equivalente a poco más de la mitad de Central Park, está ubicado en un barrio que cuenta con una gran población de chinos e hispanos, en especial mexicanos, y sus negocios.
Sarah Hanna disfruta del honor de ser la primera persona enterrada en este lugar, en 1838.
De vez en cuando, solo de fondo, se escucha alguna sirena, sin distinguir si es de ambulancia, coche de la policía o camión de bomberos, cosa que recuerda que esto aún es la metrópoli más famosa del atlas.
“En Nueva York, la ciudad que escasamente duerme, el cementerio de Green-Wood tiene el honor de ser uno de los principales lugares para el descanso perpetuo”, subrayó Alexandra Kathryn Mosca en la introducción de su libro dedicado a este camposanto, encaramado en el punto más alto de Brooklyn y con vistas al lejano puerto de la bahía neoyorquina.
Esa colina se denomina Battle Hill y evoca una batalla decisiva en la guerra de independencia contra los imperialistas británicos. Hoy, ese magnífico observatorio del horizonte cuenta con una estatua dedicada a Minerva, la diosa romana de la sabiduría y la estrategia militar. Tiene la mano derecha sobre un altar y la izquierda levantada, señalando en lontananza. Está saludando a la estatua de la Libertad, según Alexandra.
En este turismo de tumbas, visitar el recinto de la mano de esta mujer de contrastes, que posó para la revista Playboy antes de ser embalsamadora y directora de funerales, una pionera, resulta un ejercicio de narrativa oral, de desgracias y aventuras, de caídas y resarcimientos en el marco de un museo en abierto, en una larga lista de personalidades que para lo bueno y lo malo configuran parte de lo que es Estados Unidos.
La sección de mafiosos parece una película. Mataban los sábados, y los domingos, a misa.
Los grandes mausoleos, algunos incluso con electricidad, se combinan con nichos discretos.
Sorprende, o tal vez no, que dos tipos de enorme talento como Leonard Bernstein, autor de la música, entre otras obras, de West Side story , y el pintor Jean-Michel Basquiat dispongan de sepulturas discretas, una losa y nada más, salvo las aportaciones de sus fans.
Transcurre un día sin hacer nada o, como escribió John Updike, para entender que “el presente es el futuro del pasado”.