A Emmanuel Macron le quedan la alta diplomacia, el brillo de las cumbres internacionales y la pompa de las visitas de Estado. A nivel interno, se hace cada vez más evidente su incapacidad para gestionar la crisis política que él mismo desencadenó el año pasado al convocar por sorpresa elecciones anticipadas. Según un sondeo publicado por Le Figaro , el 64% de los franceses piensa que el presidente de la República debería dimitir para ayudar a desbloquear el país.
Si se confirma la anunciada caída del Gobierno de François Bayrou, mañana lunes, en una moción de confianza en la Asamblea Nacional que ha sido interpretada como un suicidio político, Macron estará ante un difícil dilema: buscar un nuevo consenso político que se adivina casi imposible o volver a convocar a los ciudadanos a las urnas. Él se inclina por la primera opción. Todo indica que gastará con ello su último cartucho. Si un nuevo primer ministro vuelve a ser derribado en pocos meses, la presión para que el propio Macron abandone el Elíseo será insoportable.
Francia está viviendo unas circunstancias parecidas a la inestabilidad crónica italiana después de la II Guerra Mundial. Pero en Roma los políticos siempre eran hábiles y se sacaban de la manga soluciones de emergencia como recurrir a gobiernos técnicos para enderezar temporalmente las finanzas, con figuras respetadas al frente. Ciampi, Monti y Draghi fueron buenos ejemplos. En Francia nunca se ha ensayado esta fórmula, pero no se descarta.
El propio Macron se refiere a veces con admiración a Alemania por la responsabilidad de los dirigentes al otro lado del Rin, en especial los dos grandes partidos –los socialdemócratas y los democristianos-, que cuando conviene construyen una gran coalición. En Francia no existe esta cultura de alianza.
La hipótesis de un primer ministro socialista plantea un choque programático a sus potenciales socios
La partición en tres bloques de peso equivalente –la izquierda, el centro y la derecha, y la extrema derecha– hace muy laborioso el consenso parlamentario. Después de la catastrófica decisión de Macron de disolver la Asamblea en junio del 2024, Los Republicanos (LR, derecha gaullista) aceptaron entrar en el gobierno, que encabezó uno de los suyos, Michel Barnier. Solo duró tres meses. Su sucesor, Bayrou, es un centrista aliado de primera hora de Macron. Si se verifican los negros augurios, habrá resistido apenas nueve meses.
Durante los últimos días se ha especulado con el nombramiento como premier de un socialista, que podría ser el primer secretario del PS, Olivier Faure. La incorporación de los socialistas a la actual coalición de la derecha y los macronistas tendría su lógica porque juntos sumarían una mayoría. De hecho Bayrou ya lo ha intentado desde que llegó al palacio de Matignon. El problema es que, ante la actual crisis financiera, las recetas socialistas están muy alejadas de las de sus potenciales socios. Su presupuesto alternativo para el 2026 es mucho menos austero que el de Bayrou y prevé medidas como el retorno a la jubilación a los 62 años y un impuesto a los altos patrimonios. Eso supondría no solo revocar políticas centrales de reforma y dinamización económica de Macron en los últimos ocho años sino dar un mensaje a los mercados y a los inversores de que Francia no acaba de tomarse en serio su endeudamiento.
El jefe del grupo de LR en la Asamblea, Laurent Wauquiez, provocó un seísmo en su partido al decir que ellos no censurarían a priori ni un gobierno socialista ni uno de la extrema derecha porque se sienten responsables de evitar la parálisis institucional. Otras voces de Los Republicanos no tardaron en replicarle, como el eurodiputado y vicepresidente del partido, François-Xavier Bellamy, quien recordó que el programa socialista está en las antípodas de la derecha en ámbitos como la política migratoria, la seguridad ciudadana, la fiscalidad o la escuela.
No puede descartarse, sin embargo, que Macron, pese a todo, nombre a un socialista en un intento desesperado de forzar algún tipo de acuerdo con el centro y la derecha. Lo que es inimaginable es un ejecutivo solo de izquierdas. Ni tendría mayoría parlamentaria ni sería viable debido a las posturas maximalistas del ala radical (La Francia Insumisa, LFI) que dirige el incombustible Jean-Luc Mélenchon.
Francia no tiene la cultura alemana de la gran coalición ni el ingenio italiano para los gobiernos ‘técnicos’
Los analistas ya dan por descontada la defenestración de Bayrou. Su tarea consiste en sopesar las diferentes opciones que se abren al jefe de Estado. El propio primer ministro venía anticipando su destino casi desde que llegó al cargo y se ha preocupado mucho en controlar el relato de los hechos. Desde febrero, dos periodistas lo han entrevistado regularmente, con el pacto de no publicar nada hasta que deje el poder. El resultado será un documental televisivo de 90 minutos con este revelador título: ¿Misión imposible? A Macron le puede ocurrir lo mismo que a Bayrou.
Desafío de orden público
Temor a incidentes durante la jornada de bloqueo del 10 de septiembre
Francia corre el peligro de sufrir tres crisis simultáneas, política, financiera y de orden público. El próximo miércoles, solo dos días después de la moción de confianza que puede derribar al Gobierno de François Bayrou y agudizar la sensación de descontrol financiero, está convocada una jornada de protesta nacional bajo el lema de “Bloqueemos todo”. La iniciativa tiene un origen poco claro, ni de los partidos ni sindical, y ha ganado vigor gracias a la energía exponencial de las redes sociales. Podría ser una repetición de la revuelta de los chalecos amarillos, que durante meses, entre finales del 2018 y mediados del 2019, pusieron en jaque a Macron con manifestaciones todos los fines de semana y mucha violencia urbana. Esta vez la izquierda radical, encabezada por Jean-Luc Mélenchon, líder de La Francia Insumisa (LFI), se ha afanado en instrumentalizar el movimiento, al que dio pronto su apoyo. Eso puede ser, paradójicamente, un inconveniente. Algunos sindicatos, como la CGT, también le dan respaldo, aunque con cautela porque su gran iniciativa es una huelga el 18 de septiembre. No se sabe muy bien qué puede pasar, pero el Ministerio del Interior trabaja a destajo para anticiparse y evitar problemas, sobre todo el bloqueo de infraestructuras vitales como refinerías. Según el ministro Bruno Retailleau, no se prevé un seguimiento masivo de la convocatoria, pero sí algunas acciones espectaculares de sabotaje que tengan un fuerte impacto mediático. Entre los convocantes se habla de acciones simbólicas para desestabilizar el sistema económico vigente, entre ellas el boicot a los peajes de las autopistas o la interrupción del uso de las tarjetas de crédito. Es dudoso que algunas de estas propuestas cosechen mucho éxito. La inquietud de las autoridades se centra más bien en la actividad de grupúsculos de ultraizquierda bien organizados o que el movimiento, como sucedió con los chalecos amarillos, tenga continuidad. Sería un contexto explosivo en una fase de enorme fragilidad política.