A principios de este mes de septiembre, ochenta mil palomas sobrevolaron la plaza Tiananmen con motivo de la conmemoración de los 80 años de la “victoria de China sobre el fascismo”. Presidió el descomunal y desafiante desfile militar el presidente chino, Xi Jinping, flanqueado por Vladímir Putin y el norcoreano Kim Jong Un, con quienes tuvo la oportunidad de charlar sobre la inmortalidad, no se sabe si en broma o en serio, aunque muy probablemente lo segundo.
Pero tal vez la declaración más inquietante de Xi fue esta: “Hoy la humanidad debe elegir de nuevo entre la paz y la guerra”. Más claro, agua. Máxime cuando Trump no tarda ni dos días en rebautizar el Pentágono Departamento de Guerra o que los Estados miembro de la UE se rearman, a instancias del mismo Trump, y vuelve a imponerse el servicio militar, aunque sólo sea, por ahora, en algunos países, voluntario.
Las guerras no se producen, así como así o por arte de magia: hay primero que crear un caldo de cultivo basado en el odio hacia el enemigo, sea éste real o inventado, y una enorme máquina de propaganda. Es lo que pasó antes de la Gran Guerra, de nuevo en España en 1936 o en 1939 al invadir Hitler Polonia.
El titular de este artículo se debe a una frase sacada de la primera entrada de Diario de guerra (Edhasa, 1990), que Simone de Beauvoir tuvo a bien comenzar a escribir el día 1 de septiembre de 1939, al ver su vida alterada por el comienzo de la que iba a ser la guerra más devastadora de toda la historia de la humanidad.
Leídos ahora, sus apuntes sobre el día a día de un mundo de pronto abocado al desastre, nos ayudan a reflexionar sobre lo que haremos nosotros el día que estalle la hecatombe que se viene anunciando a bombo y platillo.
Ya ese primer día, las casas de París están cerradas, no hay ni un peatón por las calles; sin embargo, por los puentes del Sena “discurre un interminable desfile de coches repletos de maletas y a veces gente joven”. Se ha decretado la movilización. Los que pueden, huyen.
¿Hemos aprendido de las devastadoras guerras del siglo XX?
Tras sufrir los vaivenes de casi dos años de guerra, anota en la entrada del 9 de enero de 1941: “La esperanza de conservar el propio ser es la última razón por la que considero que vale la pena morir”.
El guerrero-intelectual alemán Ernst Jünger (1895-1998), hombre curtido en varias guerras del siglo XX, apunta en la primera página de Tempestades de acero, que, al estallar la esperada y deseada guerra en 1914, los entusiastas jóvenes voluntarios partían hacia el frente “bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío”. Se equivocaron: no hubo más que muerte, sufrimiento y destrucción.
En cambio, en Radiaciones, sus diarios de la II Guerra Mundial, Jünger apunta que “la captación espiritual de la catástrofe es más temible que los horrores reales del mundo del fuego”. ¿Estarían de acuerdo con esta reflexión los ucranianos o los gazatíes? ¿Cabe en el siglo XXI algún vestigio de “captación espiritual”?
Pero prosigue Jünger y declara que estaba convencido de que, si nadie lo impedía, por ejemplo, un Sila, como fue el caso, “todo ataque a la democracia plebiscitaria conduciría necesariamente a un reforzamiento ulterior de lo inferior; y eso fue también lo que ocurrió y lo que sigue ocurriendo”. Pocas páginas después añade este dardo: “La etapa museística es la etapa previa al mundo del fuego”.
Si la humanidad de nuevo se halla en la tesitura de tener que elegir entre la paz y la guerra, como afirma Xi, será porque nada hemos aprendido de las devastadoras guerras del siglo XX o las que ahora están en curso a cuatro pasos de nuestras casas. Y ni ochenta mil palomas ni noventa y nueve globos rojos nos salvarán de la próxima. Gradualmente, la evidencia se impone.