Vaya por delante que este artículo se inspira en Low life, un fascinante libro que, publicado en el 1991, rastrea las inconfesables hazañas, por decirlo de alguna manera, surgidas de los bajos fondos de Nueva York a lo largo del siglo XIX.
Su autor, el belga Luc Sante, que de niño emigró a Estados Unidos con sus padres, hurga en la oculta historia de la ciudad que nunca duerme, en busca de su oscuro pasado, que, de paso, ilumine un presente aún más tenebroso, máxime en la era Trump, que, ni drogado, podía imaginar Sante al escribirlo.
Parte del formidable elenco de embaucadores y criminales que pueblan sus páginas llegó al celuloide de mano de Martin Scorsese, en su Gangs of New York (2002). Pero quizá el personaje que más destaca sea el impresario de espectáculos y publicista P.T. Burnam cuyas genialidades siguen inspirando a los embaucadores -sobre todo políticos- de hoy, empezando por Trump.
Burnam fue uno de los percusores de las fake news a mansalva y la publicidad engañosa imaginativa, todo en aras de entretener y sacarle hasta el último centavo a una pobre gente falta de ilusiones en sus anodinas vidas grises sin rumbo.
Invento suyo fue el de grandes carteles montados en carros tirados por caballos que recorrían las calles de Manhattan anunciando drogas milagrosas, moda, obras de teatro o museos, uno de los cuales regentaba por él y en el que se ofrecía al público un sórdido surtido de gente deforme y frikis mil, amén de falsos fenómenos de la naturaleza como sirenas o presuntos salvajes de las junglas de Borneo.
Burnam fue uno de los percusores de las 'fake news' a mansalva y la publicidad engañosa imaginativa
Según Sante, era una mezcla de showman, predicador, timador, especulador, político -que lo fue- y el modelo para futuras generaciones de cantamañas sin escrúpulos. Lo suyo era engañar como fuera a cambio de dinero y poder, y a fe que consiguió ambas cosas, a base de ofrecer gato por liebre, incluyendo sórdidos números de supuesto contenido erótico.
No había nada que no cupiera en las varietés con las que embaucaba a unos desgraciados paganos ávidos de estímulos y novedades. Pese a que todo lo que ofrecía era tan cutre como estrafalario, Barnum se forró, pues conocía bien las debilidades y fantasías de su público.
Una de sus geniales triquiñuelas para que la gente entrara en su museo consistía en mandar a un desconocido a dar una vuelta por el barrio dejando a su paso en la acera, de manera aleatoria, un ladrillo por aquí y otro por allí, que al rato volvía a recoger y que acabaría llevando al museo. Volvería a hacer una y otra vez este enigmático recorrido de ida y vuelta hasta que, picados por la curiosidad, unos ingenuos pagasen la entrada a fin de saber de qué diantres iba esa provocación, sólo para hallase, desengañados, en medio de una sórdida exposición de una cutrez asfixiante. Eso sí: nunca faltaban primos dispuestos a picar… y, claro, pagar.
De hecho, debemos, gracias al descarado ingenio empresarial de tipos como Barnum, gran parte de la cutrez – verbigracia: chicas desnudas que salen en una fiesta o cena del interior de una enorme tarta de catón piedra- que sobrevive en el imperio kitsch de Donald Trump, que ya va camino de convertir la Casa Blanca en un museo digno de los del inefable Barnum, con estantes repletos de horrendas gorras MAGA y terrazas en los jardines dignas de lo peor de Benidorm o Miami.
Claro que Barnum no era ni mucho menos el único embaucador de tan altos vuelos que se enriqueciera de lo lindo, pero sí era el más representativo de esa Nueva York que ellos consideraban compuesta de una sola clase social, unida solamente por la avaricia. Mucho le debe el muchacho de Queens Donald Trump, su heredero más aventajado.