Las fuerzas de seguridad indias han matado a cinco manifestantes autonomistas y han herido a más de treinta este miércoles en el territorio himalayo de Ladakh. De forma simultánea han instaurado el toque de queda con el objeto de extinguir las protestas, que esta mañana lograron desbordar a la policía antidisturbios, poco acostumbrada a la violencia en una ciudad pequeña de mayoría budista como Leh.
Las protestas contra el centralismo de Nueva Delhi no son nuevas. Pero nunca habían llegado al extremo de prender fuego a la sede del BJP, el partido del primer ministro Narendra Modi. También ha sido pasto de las llamas un vehículo policial. Todo ello habría sido inimaginable, seguramente, sin el ejemplo de Nepal, donde a rebufo de las protestas juveniles fueron incendiados todos los símbolos del Estado -menos el ejército- y se tumbó al gobierno salido de las urnas.
Dos semanas después, las llamas han prendido en India -como muchos temían o anhelaban- y sin salir del Himalaya, como pocos sospechaban. Las reivindicaciones de los ladakhíes, en cualquier caso, son otroas y están mejor articuladas. Además de una asamblea legislativa, de la que ahora carecen, lo que piden es mantener el control local de la tierra, como sucedía allí hasta 2019 y como sigue sucediendo en muchas zonas tribales de India.
Esto último choca con los planes de Narendra Modi de convertir el paisaje lunar del Ladakh en un paisaje solar -y eólico- para cargar las baterías de la economía india. Los beneficios para los ladakhíes, a todas luces, parecen escasos. Pero los grandes magnates indios, como Gautam Adani y Mukesh Ambani, se frotan las manos ante esta última frontera, inmensa y escasamente poblada, donde pueden hacerse con 250 kilómetros cuadrados de una sola tacada para un solo proyecto.
Al agravio económico de Ladakh se suma el agravio político. Esta especie de apéndice cultural, religioso y hasta alfabético del Tíbet (de lengua emparentada pero muy distinta) fue desgajado de Jammu y Cachemira y sometido a la autoridad directa de Nueva Delhi en 2019. De este modo, Narendra Modi hacía realidad la fantasía última del nacionalismo hindú y de sus patronos.
Lo que en Srinagar se vivió como otra vuelta de tuerca represiva, en Ladakh fue celebrado inicialmente como una forma de emancipación del peso demográfico del valle de Cachemira (musulmán suní) y de Jammu (mayoritariamente hindú). Más en la mitad budista de Ladakh, alrededor de Leh, que en la mitad chií alrededor de Karguil.
El movimiento unilateral de India en un territorio considerado en disputa por la ONU, evidentemente no fue del agrado de Pakistán. Ni tampoco de China, que movió ficha en 2020, dando pie a una escaramuza en los borrosos confines de Ladakh que agrió las relaciones con India hasta hace escasos meses, por no decir semanas.
Asimismo, en menos de un año salieron a relucir las verdaderas intenciones de Narendra Modi y su mano derecha, Amit Shah. Estas no pasaban, de ninguna manera, por aumentar el grado de autogobierno de Ladakh, sino por reducirlo a su mínima expresión. Degradado a la condición de “territorio de la unión”, la autoridad última pasaba a un gobernador civil nombrado por el gobierno central.
Jammu y Cachemira no ha vuelto a disfrutar del grado de autonomía que tuvo hasta 2019, pero por lo menos hace un año celebró elecciones y volvió a contar con una asamblea legislativa. No así el Ladakh. Algo que hizo arreciar las protestas, alrededor de un hombre, Sonam Wangchuk, que se califica a sí mismo como “activista climático” y que en septiembre del año pasado recorrió a pie los mil kilómetros que separan Leh de Nueva Delhi para exigir una asamblea legislativa del Ladakh para sus 300.000 habitantes, así como el control nativo de la tierra y los recursos.
Desde entonces se ha embarcado en tres huelgas de hambre. La tercera estuvo en marcha hasta hoy mismo, cuando decidió suspenderla a la vista de la violencia. En el país de Gandhi, la huelga de hambre indefinida está prohibida. Dos de los treinta y tantos activistas que se han unido a la protesta en Delhi de Wangchuk fueron llevados a la fuerza al hospital cuando su vida estaba en peligro. Una intromisión que contribuyó a calentar los ánimos en Leh, a 3.500 metros de altura. El BJP, por su parte, ha culpado de instigar lo sucedido a sus rivales del Congreso Nacional Indio.
Sea como sea, el envío a Leh de refuerzos de la denominada Central Police Reserve Force han ensangrentado este miércoles una protesta que había abandonado la vía de la no violencia. Ya desde antes, estaba previsto para principios de octubre una nueva ronda de negociaciones para desencallar el estatus de Ladakh, que algunos querrían ver como vigésimo noveno estado indio. Lo sucedido ensombrece la cita y tanto podría acelerar un compromiso como convertirse en la primera llama de una larga serie, en el país “del millón de motines”, como lo denominó el Nobel de Literatura, V.S. Naipaul.
