No deja de ser irónico que la Administración Trump se haya apuntado su mayor éxito diplomático hasta la fecha –el frágil alto el fuego en Gaza– en un momento en que el Gobierno federal está limitado a ejercer sus funciones más esenciales debido a la falta de acuerdo entre la Casa Blanca y el Congreso para financiar en tiempo y forma sus actividades. Y ya en el terreno del más puro surrealismo se inscribe el hecho de que, a pesar de ese cierre parcial, que arrancó el pasado 1 de octubre, Trump se las haya apañado para inyectar 20.000 millones de dólares a la depauperada economía argentina, eso sí, con la advertencia de que Washington no será tan generoso si los argentinos no votan al partido de su amigo Milei en las elecciones legislativas del próximo 26 de octubre.
El cierre parcial de las actividades del Gobierno federal norteamericano es una muestra de teórica ortodoxia fiscal si se compara con la heterodoxia española, capaz de resistir toda una legislatura sin presupuestos generales del Estado, pero también tiene mucho de hipocresía y de postureo. La legislación prevé que se suspendan todas las actividades no esenciales, entendiendo como tales, entre otras, las fuerzas armadas, el Servicio Meteorológico Nacional, correos, el control del tráfico aéreo y las prisiones. Pero los que más sufren el parón son muchos funcionarios, enviados a casa con permiso y que cobrarán sus sueldos Dios sabe cuándo, y, a un nivel más anecdótico, los muchos turistas que encontrarán cerrados parques nacionales y monumentos históricos.
La Galería Nacional, cerrada
La asignación de culpas parece favorecer de momento al presidente
Estos cierres parciales han solido ser breves y de escaso impacto, salvo para los infortunados funcionarios mencionados, pero en los últimos 30 años se han producido tres instancias en las que la repercusión política fue significativa. La primera duró 25 días y se caracterizó por el enfrentamiento en 1995 y 1996 entre el presidente Clinton y el de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, a propósito de los amplios recortes en el gasto social propuestos por este último. La opinión pública se puso del lado demócrata, y Clinton consiguió fácilmente la reelección al año siguiente.
La segunda, que duró 16 días en el año 2013, tuvo como protagonista a la reforma sanitaria propulsada por el presidente Obama y contestada por la oposición republicana. De nuevo la opinión pública se puso del lado demócrata, y el llamado Obamacare sobrevivió prácticamente intacto. Finalmente, la tercera y de mayor duración hasta entonces (35 días) sucedió durante el primer mandato de Donald Trump y se originó en la oposición del Congreso a financiar el muro fronterizo con México. Las espadas permanecieron en alto, pero el caso es que Trump perdió las elecciones del 2020 frente a Joe Biden. En el cierre actual, la situación es un tanto paradójica. Con el Partido Republicano alineado incondicionalmente con el trumpismo y controlando la Casa Blanca, el Senado y la Cámara de Representantes, al margen de contar con un Tribunal Supremo en principio complaciente, a todo el poder debería corresponder toda la responsabilidad, para lo bueno y para lo malo.
Sin embargo, el blame game , la asignación de culpas, parece de momento favorecer a un presidente acostumbrado a gobernar por decreto, al que ya le va bien el parón gubernamental para seguir disciplinando a las agencias y a los funcionarios díscolos. Al tiempo, confiará en recovecos legales para encontrar la financiación de los proyectos que realmente le interesan, por ejemplo, que al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas –ICE, en sus siglas en inglés– no le falte de nada. A su lado, las reivindicaciones demócratas, que no caduquen determinadas prestaciones de la asistencia sanitaria, no acaban de calar en la opinión pública, al menos de momento.