La pasión francesa de Trump

visión periférica

El 14 de julio del 2017, apenas iniciado su primer mandato como presidente de Estados Unidos, Donald Trump recibió una vivísima impresión en París. Invitado de honor de Emmanuel Macron con motivo de la Fiesta Nacional francesa –lo que coincidía además con el año del centenario de la entrada en guerra de EE.UU. en Europa en la primera gran conflagración mundial–, el presidente norteamericano asistió deslumbrado al tradicional desfile militar por los Campos Elíseos, en el que en aquella ocasión participaron también unidades estadounidenses. “¡Magnífico!”, exclamó, seducido por el toque de grandeur francés, mientras agradecía las deferencias de su anfitrión (que incluyó una cena privada de ambos mandatarios con sus cónyuges, Brigitte y Melania, en el restaurante Jules Verne de la torre Eiffel)

Trump sintió inmediatamente el deseo de organizar un desfile militar en Washington y emular al de los franceses. “(Contemplar) esa potencia militar es algo formidable para Francia. Tendremos que intentar hacerlo mejor”, dijo en aquel momento. El desfile del 14 de Julio es una tradición antigua, se remonta al año 1880, coincidiendo con la instauración como día de la fiesta nacional el de la toma de la Bastilla en la Revolución Francesa de 1789. No había una tradición similar en EE.UU. y, probablemente por ello, Trump no pudo hacer realidad en ese momento su deseo. Pero en su segundo mandato lo ha conseguido.

El presidente de EE.UU. quiere erigir en Washington un gran Arco de Triunfo de estilo napoleónico

El 14 de junio de este año, unos 6.000 soldados, 150 vehículos y 50 aviones desfilaron –o sobrevolaron– la avenida de Pensilvania, en Washington, oficialmente en conmemoración del 250º aniversario de la creación de las fuerzas armadas estadounidenses (y oficiosamente como regalo por el 79º cumpleaños del presidente). El acto no tuvo el brillo esperado por el inquilino de la Casa Blanca. El público asistente fue escaso –sobre todo en comparación con los manifestantes que en las calles de EE.UU. protestaban en su contra al grito de “Reyes, no”– y los soldados estadounidenses, extremadamente bien entrenados para el combate, demostraron poca instrucción para desfilar.

La iniciativa, criticada por sus oponentes tanto por su coste como por su utilización política, es solo una muestra, pero no la única, de la inclinación de Trump por reproducir en EE.UU. algunos de los signos de pompa y boato que Francia ha conservado de sus épocas imperiales.

WASHINGTON, DC - OCTOBER 15: A model of President Donald Trump's proposed triumphal arch to commemorate the country’s 250th anniversary is seen on the Resolute Desk as President Trump holds a press conference with FBI Director Kash Patel and Attorney General Pam Bondi in the Oval Office of the White House on October 15, 2025 in Washington, DC. Trump and Federal Bureau of Investigation Director Kash Patel provided an update on the Trump administration’s progress in reducing violent crime. (Photo by Kevin Dietsch/Getty Images)

Maqueta del gran Arco de Triunfo que Donald Trump pretende erigir en Washington

Kevin Dietsch / Getty

Poco antes de la parada militar, el mes de mayo, el presidente sorprendió a todo el mundo con la ostentosa redecoración del Despacho Oval de la casa Blanca, otrora un espacio austero, que de repente apareció plagado de molduras y apliques dorados en todas las paredes. El gusto más bien kitsch del presidente de EE.UU. por el color dorado –común a muchos otros multimillonarios norteamericanos– es conocido, aunque en este caso es difícil no pensar también en cierta influencia francesa. Como si la Casa Blanca quisiera transmutarse en el Palacio del Elíseo...

Otra señal que afianza esa idea ha sido su brutal decisión de demoler completamente el ala Este de la Casa Blanca –de la que ya no queda nada– para construir un enorme salón de baile, recreación de algún modo del que hay en el Elíseo. El Salon des Fê tes del palacio presidencial francés, de una magnificencia versallesca, fue inaugurado con motivo de la Exposición Universal de París de 1889 (cuando se erigió la torre Eiffel) y desde entonces es lugar habitual de recepciones de Estado y otros actos institucionales. Sus 600 metros cuadrados, sin embargo, palidecerán ante la mole de 8.300 metros cuadrados proyectada por Trump. La acción del presidente estadounidense ha levantado fuertes críticas, tanto por el impacto arquitectónico de la obra –sobre un edificio histórico que data de finales del siglo XIX– como por su elevado coste –300 millones de dólares, que la presidencia asegura que costearán donantes privados–.

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El fervor afrancesado de Trump culminará –al menos, ese es su proyecto– con la construcción a orillas del río Potomac, frente al Monumento a Lincoln y cerca del Cementerio Nacional de Arlington, de un colosal Arco de Triunfo a imagen y semejanza del que el emperador Napoleón I ordenó levantar en París en los Campos Elíseos, inspirándose en los arcos de la Antigua Roma, para glorificar sus victorias militares en Europa. Como el de París, el arco de Trump sería de estilo neoclásico y, a diferencia de este, en lo alto añadiría una figura femenina alada, imagen de la diosa romana de la Victoria.

Poco ha trascendido del proyecto, salvo las maquetas que él mismo ha enseñado. Su intención es inaugurarlo para el 250º aniversario de la fundación de EE.UU., en julio del año que viene, un calendario muy apretado que no tiene para nada en cuenta los condicionantes legales para construir en una zona protegida como esa. Nada se sabe, por ejemplo, de su coste, que el presidente sugiere que pagará con el mismo fondo de donantes privados del salón de baile. Ni de las dimensiones. El propio Trump ha explicado que hay tres versiones –pequeña, mediana y grande– y confesó su preferencia. ¿Adivinan? La grande, claro: “Se ve mejor”, dijo.

La fascinación de Trump por los símbolos externos del poder napoleónico tiene una correspondencia directa con su atracción por la figura política del hombre fuerte, capaz de gobernar sin ningún tipo de ataduras. “Quien salva a su país no viola ninguna ley”, escribió meses atrás el presidente de EE.UU. tomando prestada una frase de Napoleón. El francés llevó su ambición hasta el extremo de coronarse emperador. La Constitución de 1804 lo sancionó con estas paradójicas palabras: “El gobierno de la República es confiado a un emperador”. ¿Podría acabar pasando algo así con la República norteamericana?

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