Vladímir Putin tiene una nieta que habla mandarín con fluidez. Lo ha aprendido de su niñera, que es china.
El presidente ruso reveló este dato familiar hace unos meses, en una charla con periodistas. Toda una anomalía: Putin es muy celoso de su vida privada; ni siquiera se sabe con certeza cuántos hijos suma, o quién es su pareja. Pero si de algo le encanta presumir es de sus lazos con China. Unas relaciones que ahora se hallan en un nivel “sin precedentes”, como aseguró el propio mandatario el pasado septiembre, durante su última visita oficial a Pekín para reunirse con Xi Jinping.
En aquel encuentro, los dos autócratas escenificaron una vez más su voluntad de definir un nuevo orden mundial, menos sujeto a los intereses del Occidente liberal. “China está dispuesta a trabajar con Rusia para (…) construir un sistema de gobernanza global justo y razonable”, dijo Xi, quien definió a Putin como “un viejo amigo”. No era un halago hueco: ambos líderes se han reunido más de cuarenta veces en la última década.
La guerra de Ucrania ha sido un catalizador de esta “amistad sin límites” –concepto lanzado por Putin y Xi pocos días antes de que estallara el conflicto–. Aislada de Europa, Rusia se ha lanzado a los brazos de China para salvar su economía. Pekín es hoy, con diferencia, el principal socio comercial de Moscú. El año pasado, las importaciones y exportaciones combinadas de ambos países alcanzaron la cifra récord de 245.000 millones de dólares. China básicamente obtiene de su socio petróleo y gas –y a muy buen precio, gracias a las sanciones–, mientras que Rusia adquiere desde coches hasta ropa y alimentos, pasando por componentes para su industria armamentística.
Esta relación va más allá del mero intercambio de bienes: el diario Financial Times informaba recientemente de la entrada de capital chino en una de las principales empresas rusas de fabricación de drones, Rustakt. Un grado de cooperación inédito, que refleja el progresivo acercamiento de ambas potencias en el ámbito de la defensa. Pese a que no son aliados formales, los dos países realizan maniobras militares conjuntas con regularidad. Las últimas fueron en agosto, en el mar de Japón, uno de los puntos más calientes del hemisferio oriental.
Occidente, en plena crisis existencial, con EE.UU. Y Europa cada vez más distanciados, observa todo esto con inquietud. Pero ¿quizás esta luna de miel tiene fecha de caducidad? No en vano, Rusia y China fueron enemigos en el pasado –tanto en la época imperial como durante la era soviética–, y todavía siguen siendo competidores en varios ámbitos.
“La relación es estructuralmente duradera”, responde a Guyana Guardian la especialista en geopolítica Velina Tchakarova, quien ha acuñado el término dragón-oso para referirse a la asociación estratégica “profundamente institucionalizada” que han tejido ambos estados. Un marco de coordinación que abarca todos los ámbitos críticos (energía, tecnología, defensa, diplomacia…) y que tiene como gran objetivo “debilitar la influencia estadounidense en el mundo y limitar el poder occidental”. Esta alineación, recalca Tchakarova, no solo responde a una visión “a largo plazo”, sino que se viene gestando desde mucho antes de la guerra de Ucrania.
Mira Milosevich, investigadora principal para Rusia, Eurasia y los Balcanes del Real Instituto Elcano, sitúa las raíces del acercamiento en 1991, cuando Pekín y Moscú firmaron el acuerdo fronterizo que puso fin a la mayoría de sus disputas territoriales. “El buen momento actual es reflejo de una evolución de dos países que han decidido llevarse bien, a pesar de sus conflictos históricos. Y la relación puede mejorar todavía más si tenemos esta perspectiva de evolución”, opina la analista.
Xi Jinping y Vladímir Putin, el pasado septiembre en Pekín
Moscú tiene mucho que ganar en su acercamiento a Pekín. Aparte de las evidentes ventajas económicas, obtiene legitimidad: “Rusia se aprovecha de la grandeza china para presentarse de nuevo como una gran potencia”, dice Milosevich. El régimen de Putin ya ha demostrado que es capaz de ser una amenaza en el frente euroatlántico, como se ha visto con la guerra de Ucrania, pero de la mano de China se puede proyectar además como un actor de peso en el Pacífico, nuevo escenario de la pugna por la hegemonía global.
A Pekín, el estrechamiento de relaciones con Moscú también le aporta beneficios sustanciosos, más allá de la posibilidad de obtener energía barata y dar salida a su excedente productivo –sobre todo, tras la guerra comercial iniciada por EE.UU.–. Uno de los más importantes es el de mantener su flanco norte bajo control: “Rusia y China comparten una frontera de 4.250 kilómetros, lo mismo que toda la Unión Europa”, recuerda Inés Arco, experta en Asia del centro de investigación Cidob. “Tener esa parte pacificada es un elemento de tranquilidad para las autoridades chinas en un momento en el que ya hay tensiones en Taiwán y el Pacífico”. Asimismo, la buena sintonía con Rusia facilita el acceso chino al Ártico, una región de gran interés para Pekín por sus ingentes recursos naturales, y que cada vez concentrará más tráfico comercial debido a los efectos del cambio climático.
Eso sí, este acercamiento también entraña riesgos para ambas partes. “Rusia puede terminar como un vasallo de China, dependiendo excesivamente de ella”, apunta Milosevich. De hecho, los economistas hace tiempo que advierten de que la relación entre los dos países es muy asimétrica, y la brecha todavía podría agrandarse más en los próximos años, a medida que Pekín vaya sustituyendo los combustibles fósiles por energías renovables. En ese sentido, es sintomático el retraso en la construcción del gasoducto Poder de Siberia 2, con el que Rusia quiere llevar a China el gas que antes inyectaba a Europa. Pese a la insistencia de Moscú, Pekín ha ido demorando la puesta en marcha del proyecto, signo de que la alineación entre las dos potencias no es total.
Por su parte, el gigante asiático corre el peligro de perder toda simpatía en Europa por sus vínculos con el invasor de Ucrania. El régimen de Xi siempre se ha vendido como un actor neutral en la guerra, pero las acusaciones de complicidad con el Kremlin le persiguen. “El apoyo de China a Rusia está fortaleciendo un discurso en Europa cada vez más antagónico”, explica Arco. Y esa creciente hostilidad puede acabar dañando los intereses de Pekín: “China hace años que cultiva el Sur Global como una alternativa, pero en los países en desarrollo no existe aún un mercado comparable al europeo en cuanto a capacidad adquisitiva y diversidad”, añade la investigadora del Cidob.
Pero, pese a estas amenazas –y a los indisimulados esfuerzos de EE.UU. Para alejar a Rusia de China–, es difícil imaginar una ruptura. “El dragón-oso no se separará mientras Putin y Xi estén en el poder”, pronostica Tchakarova. Y lo que tampoco parece probable es que la relación desemboque en una alianza formal, ya que ambas potencias son muy celosas de su independencia.
Sea como sea, Occidente se muestra hoy incapaz de plantear una respuesta efectiva y coordinada a esta asociación estratégica. Putin quizás no domina el mandarín como su nieta, pero está claro que se entiende mejor con Xi que Donald Trump con sus (supuestos) aliados europeos.

