Okinawa es Japón, y al mismo tiempo no es Japón. Es un paraíso de playas idílicas, atardeceres suntuosos y barreras de coral, y al mismo tiempo es la prefectura más pobre del país, con los mayores índices de mortalidad infantil, familias uniparentales, alcoholismo, drogas, suicidio y prostitución. El legado de una de las batallas más sangrientas de la historia (275.000 muertos sumando civiles y militares) y la presencia todavía de 80.000 estadounidenses, entre soldados y sus familiares, tiene buena parte de la culpa.
Playa en Okinawa, Japón
No hay más que dar un paseo por la Kokusai Dori (Calle Internacional) de Naha, la capital de un archipiélago de cientos de islas a lo largo de mil kilómetros en el Océano Pacífico, entre el Mar Oriental de la China y el de Filipinas, para percibir la diferencia. Los cuartos de baño públicos, inmaculadamente limpios como en todo Japón, son más sencillos. Las tapas del inodoro no están calientes, ni se abren solas, ni tienen un panel de botones para arrojar agua en distintos ángulos y temperaturas. Los restaurantes típicos no ofrecen sushi, sashimi o ramen, sino taco rice (arroz con tacos), una fusión de la cocina nipona y tex mex . Las tiendas de souvenirs venden unas camisetas que dicen SPAM, un producto cárnico enlatado muy barato, a base de cerdo picado y jamón, que trajeron los soldados norteamericanos tras la II Guerra Mundial y se incorporó a la dieta de los nativos, convirtiéndose en algo icónico, símbolo de la capacidad de resistencia y adaptación.
La insatisfacción con Tokio ha propiciado el surgimiento de una nueva corriente que aboga por la secesión.
Estados Unidos solo transfirió Okinawa de vuelta a Japón (conocido como “regresión”) en 1972, veintisiete años tras el conflicto, periodo durante el cual se aplicó censura a la prensa y el dólar estadounidense circuló como moneda oficial. Sin embargo, la nación norteamericana aún mantiene treinta y dos instalaciones militares allí, representando el setenta por ciento de todas sus bases en el territorio japonés, a pesar de que estas islas conforman solo un 0.6% de la superficie total del país. Lejos de abonar a Tokio por su permanencia, Washington recibe 1.200 millones de euros anualmente del gobierno nipón por su “aportación a la seguridad” (una suma que Trump busca incrementar). Esto se asemeja a un tributo de guerra.
Para desplazarse por Okinawa, es necesario zigzaguear debido a la prohibición de acceder a las bases estadounidenses (Camp Schwab, Camp Kinser, Camp Foster, Futenma, Kadena...), las cuales, al igual que Torrejón o Rota, se asemejan a ciudades sacadas de Ohio o Indiana. Estas bases cuentan con viviendas con jardín considerablemente más amplias que las japonesas, establecimientos de comida rápida, locales de música country y tiendas de comestibles similares a las de EE.UU., a las que los residentes locales no tienen permitido el acceso por estar subvencionadas y resultar mucho más asequibles.
Aeronaves Osprey estadounidenses en la base de Okinawa
Los pros y contras de la presencia estadounidense son el tema central del debate político. Por un lado están los okinawenses que tienen miedo de China y estiman que aporta estabilidad y seguridad, aprecian los 8.000 puestos de trabajo para los locales en las bases (cocineros, camareros, etc) y la aportación a la economía (un 5% del PIB). Por otro -son mayoría-, los que se quejan de que soldados borrachos se meten en sus hogares a dormir la mona sin pedir permiso, del ruido de los aviones y helicópteros, los accidentes que provocan, la contaminación medioambiental, las confiscaciones de tierras y los asesinatos y abusos que han cometido los “invitados”. En el memorial de paz que hay en el extremo sur de la isla principal, donde acabó la batalla de Okinawa y el general Ushijima se hizo el harakiri, el mensaje es la crueldad de los invasores extranjeros. El monumento de Himeyuri rinde homenaje a las 227 niñas y sus maestros que se escondieron en cuevas tras la invasión de 545.000 tropas estadounidenses (el mayor asalto anfibio de la historia), y la mayoría se suicidó para no ser víctimas de violaciones y torturas.
Una mujer reza frente al memorial por los fallecidos en la batalla de Okinawa
Sin embargo, el descontento no se dirige únicamente a Estados Unidos, sino de forma más pronunciada hacia Japón, nación que en 1872 se apoderó por la fuerza de lo que entonces era el reino independiente de Ryukyu. Este territorio poseía su propio idioma, identidad, cultura, e incluso particularidades en su gastronomía y vestimenta, y prosperaba a través del comercio internacional, manteniendo relaciones comerciales con China, el resto de Asia e incluso Portugal. Actualmente, el ingreso per cápita en Okinawa representa tan solo el 70% del promedio nacional.
El resultado es la semilla de un movimiento independentista, modelado a partir de los ejemplos catalán y escocés, que actualmente solo tiene el respaldo del 5% de los habitantes. Un 60% de la población favorece mantener el estado actual, temiendo la inviabilidad económica sin las subvenciones de Tokyo, y un 15% aboga por una autonomía ampliada. La mayoría de los activistas son personas de cierta edad, mientras que los jóvenes, que han crecido familiarizados con la presencia de las fuerzas estadounidenses, muestran menor motivación política y disfrutan visitando el American Village. Este complejo, que incluye restaurantes, casinos y un centro comercial junto a la costa, simboliza la confluencia de ambas culturas.
Incluso quienes ven sentido a la presencia de las bases norteamericanas en Japón creen que Okinawa corre con una carga desproporcionada. Los okinawenses se sienten víctimas del colonialismo, la invasión, la explotación, la anexión, la discriminación y la guerra. Japoneses, sí y no.

