Dormir y morir en la calle
Hace unos meses, Wilson, que tiene 39 años y residencia española, se quedó sin su empleo de 20 horas semanales y con lo que recibe de subsidio no le alcanza para pagar ni una habitación. Duerme en un parque junto a la estación del Nord, donde cada mañana se asea y se viste lo mejor que puede. Después, coge su maletín de lona negra en el que guarda sus medios de latina vida migrada y, como un personaje de la película Los lunes al sol, camina hacia un trabajo que no tiene y que, de momento, tampoco encuentra.
Muchas personas duermen en la calle
Umar tiene 61 años, pero tose como si tuviera veinte más. Tiene permiso de trabajo, pero siempre acaba haciendo cientos de kilómetros recogiendo chatarra o electrodomésticos viejos que algunos comercios y vecinos guardan para él. Ha sido usuario de albergues, pero allí no solo hay demasiada gente con la que no congenia, sino que teme que le que roben sus pertenencias mientras duerme. Podría pagar con dificultad los 400 euros de una habitación, pero prefiere dormir en una tienda de campaña entre la maleza de la ronda Litoral. De este modo, puede enviar más dinero a su casa subsahariana, que es de las pocas de la ciudad que tiene nevera, y ayudar a que sus hijos lleguen a la universidad, obviamente sin saber qué sacrificios hace su padre.
Wilson, Umar y María quieren ser ayudados a soñar con el futuro; Hans no espera nada
María es española, tiene 45 años y duerme en un cajero del que se va cuando llega el personal de limpieza, que alguna vez le trae un bocadillo. Cambió de comunidad autónoma para cambiar de vida, y, de momento, le ha salido cruz. A las miserias y riesgos de vivir en la calle hay que añadirle el peligro de agresión sexual por su condición de mujer, a quien casi nadie sitúa en el prototipo de persona sin hogar, igual que sucede con las personas transexuales. Está en una extensa lista de espera para poder acceder a alguna solución habitacional y se obliga a evitar el alcohol para poder algún día remontar.
Hans es alemán, tiene 28 años y desde hace seis las drogas lo han dejado en un mundo paralelo. A veces se acuerda de sus padres, quienes probablemente se acuestan pensando en él. Duerme en los soportales de un edificio de vecinos que viven expectantes por sus ocasionales brotes de violencia descargada en el mobiliario público. Come de las papeleras y se lava todas sus partes en la fuente de un parque. Los servicios sociales lo atienden regularmente, pero nadie puede obligarle a ingresar en un centro contra su voluntad.
Mientras, las normativas municipales traspasan las tensiones del día a día hacia una ciudadanía que ha dado incontables muestras de solidaridad con los más necesitados y que no merece sentirse interpelada desde distintos frentes por una responsabilidad que no es suya. Wilson, Umar y María quieren ser ayudados a soñar con el futuro. Hans no espera nada y nadie le cambiará la vida. Hasta que haga daño a alguien o, finalmente, muera en la calle.