“La Casa” de Paco Roca

Damas y tramas

“La Casa” de Paco Roca
Lola Carrasco
Gestora cultural y docente

Hay libros que se leen con los ojos, y otros que se leen con la memoria. Hay una tercera categoría que son aquellos que remueven la memoria y golpean nuestro corazón; son capaces de emocionarnos hasta arrancarnos las lágrimas con su lectura. Me ha pasado muy pocas veces. La Casa, de Paco Roca, pertenece a esta tercera categoría. No es solo una novela gráfica y no es una novedad. Se editó en 2015, pero sigue bien viva.

Portada del libro, La Casa de Paco Roca

Portada del libro, La Casa de Paco Roca

LVE

La Casa es una habitación que uno abre y en la que de pronto huele a verano, a tierra, a humedad, a mueble viejo. Es la historia de una despedida que nunca termina del todo. De esas que se retrasan en el tiempo porque no se trata solo de cerrar una puerta, sino de aceptar que una etapa —una vida— ya no volverá.

En la obra del dibujante Paco Roca (Valencia, 1969), tres hermanos regresan a la casa familiar tras la muerte del padre. Van a venderla, pero también —aunque no lo digan— a enfrentarse al pasado. A cerrar algo más complejo que una compraventa: la infancia, las ausencias, las palabras que no se dijeron, las rutinas que en su momento parecieron insignificantes y que hoy, vistas desde la distancia, duelen con ternura. La casa no es solo un espacio físico, sino un almacén de gestos detenidos en el tiempo, de objetos que ya no tienen uso pero que uno no se atreve a tirar.

Paco Roca ha sido galardonado dentro y fuera de España con, entre otros, el Premio Nacional del Cómic 2008, el Goya al mejor guion adaptado por Arrugas en 2011, el Excellence Award de Japón, el Inkpot Award en la Comic-Con de San Diego en 2019 o el Eisner 2020 a la mejor obra extranjera; además de la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes 2021 del Ministerio de Cultura del gobierno de España y el Gran Premio del Cómic Barcelona 2025 a toda su trayectoria.

La maestría del prolífico Roca, está en contar lo esencial con lo mínimo: un gesto, una mirada, un silencio. Su trazo es cálido, íntimo, casi pudoroso, como quien pide permiso antes de tocar una herida. Logra algo que rara vez se consigue: emocionar sin forzar, tocar sin herir. La Casa nos habla de lo que todos vivimos, o viviremos. De la pérdida. Del paso del tiempo. De la necesidad —a veces contradictoria— de conservar y soltar. Porque crecer es, también, aprender a dejar ir.

La maestría del prolífico Roca, está en contar lo esencial con lo mínimo: un gesto, una mirada, un silencio. Su trazo es cálido, íntimo, casi pudoroso, como quien pide permiso antes de tocar una herida”

La adaptación cinematográfica, estrenada en 2024 bajo la dirección de Álex Montoya, recoge con respeto y sensibilidad ese tono íntimo y sereno del cómic. El guion, firmado por el propio Paco Roca, traslada con fidelidad el alma del álbum ilustrado, y le añade nuevas capas sensoriales. La película es luminosa, melancólica y profundamente humana. La dorada luz del campo mediterráneo, el polvo en suspensión, los silencios familiares, y el sonido leve de una puerta que se cierra nos sumergen en ese universo tan reconocible: el del duelo sin aspavientos, el de los vínculos que perduran pese a los años y las distancias.

Montoya consigue que la casa, como en la obra original, no sea solo un decorado, sino un personaje. Una presencia viva, cargada de huellas. El ritmo pausado de la narración, la dirección contenida de los actores y los detalles visuales —la mano que acaricia un marco, la ventana que chirría como antes, las sillas vacías de las sobremesas— intensifican la emoción sin caer en la nostalgia fácil. Es una película que mira al pasado, sí, pero sin idealizarlo. Y que entiende que cerrar una puerta, dejar ir, también es una forma de amar algo poderosamente.

Leí la casa hace dos veranos y pensé, inevitablemente, en la casa de mis abuelos, en el pueblo. También fue vendida, y también estaba cargada de los recuerdos de mi infancia, que parecían eternos. Recuerdo el olor al jazminero en el patio, las meriendas a la sombra del cañizo, las tomateras en su rojo esplendor, los gatos saltando por los tejados, el murmullo de las conversaciones lentas por la noche, a la fresca, y el cloquear de las gallinas. Recuerdo el rumor de la radio encendida, la siesta frente a un ventilador, la luz anaranjada de las tardes que parecía no acabarse nunca. Y recuerdo, sobre todo, la última vez que crucé esa casa vacía, sin ellos. La casa había sido nuestra, pero iba a dejar de serlo. Aun así, sigue habitándome. Aparece en sueños, en aromas, en detalles fugaces que uno no sabe de dónde vienen pero que traen consigo un mundo entero.

La decisión de la venta de una casa es como arrancar una página que no querrías terminar. Pero llega un momento en que hay que saber poner punto y final, aunque duela. Dejar que el recuerdo repose, en lugar de arrastrar la melancolía de lo que ya no es. Tal como hacen los personajes de La Casa, aceptamos que no solo se vende una propiedad, sino también un trozo de nosotros. Una época. Un lenguaje común. Y que incluso así, la memoria sobrevive. En los gestos. En los olores. En lo que fuimos cuando habitábamos ese lugar. En lo que suponía para sus dueños. Padres, abuelos, hermanos, tíos…

No pude evitar pensar en la casa de los Buendía en Cien años de soledad, aquella que también fue testigo de generaciones, de amores, de muertes, de silencios y de fantasmas. Una casa que fue creciendo con ellos y que, al final, se derrumba como símbolo del olvido, del fin de una historia familiar. Como en la obra de García Márquez, La Casa nos recuerda que los espacios guardan lo que somos, pero también que, al desaparecer, no lo borran del todo. Que lo vivido deja huella, aunque el lugar físico desaparezca.

Quizás por eso La Casa no es solo la de esos tres hermanos: es la de todos. Es nuestra casa. La que un día habitamos, o perdimos, o imaginamos. Esa que aún vuelve cuando menos lo esperas, en forma de imagen, de sueño, de sensación. Y al salir de ella —después de leerla o de verla en pantalla— uno no es del todo el mismo. Porque ha vuelto, de alguna manera, a sí mismo.

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