Gobernar un país que no te gusta, buen leitmotiv que últimamente se escampa. No quieres el país que existe, ese país plural nacional y culturalmente. Y más aún ante la novísima apertura de la Caja de Pandora de esa maldita financiación autonómica, ahora rebautizada como singular, federal y generalizable… Pues me viene a la cabeza esa valiente Declaració Valencianista de 1918, ya más que centenaria y que nos demuestra que todavía somos y estamos.
El 14 de noviembre de 1918 en el diario La Correspondència de València apareció un documento capital en la historiografía del valencianismo: unas auténticas bases doctrinales del nacionalismo valenciano, firmadas por Joventut Valencianista y Unió Valencianista. Gracias a ella, los valencianos disponemos de una referencia histórica de la voluntad de autogobierno de nuestro Pueblo a principios de siglo XX. Ya había patriotas muy intencionados que se atrevieron a izar muy alto la señera de las reivindicaciones y las aspiraciones valencianas.

La senyera valenciana ondea entre la multitud que asiste a la mascletà.
Rememorar dicho hito supone mostrar el orgullo de saberse miembros de un pueblo, el valenciano, capaz de dar hijos comprometidos en las necesidades y libertades de sus conciudadanos. El valencianismo tiene que ser asumido como ideología marco transversal por encima de las lógicas diferencias que obviamente toda sociedad democrática tiene a sí misma. Un valencianismo integrador, capaz de unirnos en la reclamación de las necesidades identificadas por todo el cuerpo social. Un valencianismo pactista y comunitario, capaz de esperanzarnos en el camino del logro de unos anhelos queridos por la gente que vive en nuestra tierra.
Tenemos una conciencia colectiva propia tan débil que los valencianos necesitamos promover, favorecer y cuidarla día a día. Ser y sentirse valenciano siempre ha sido complicado, a veces polémico, pero ahora casi parece heroico, sin que te acusen de secesionista o culpable de sedición. Si se había asentado la ardua tarea de componer una Agenda Valenciana ante Madrid que pusiera sobre la mesa la financiación injusta, la deuda histórica, el déficit sistémico de inversiones, el corredor mediterráneo, el plan hidrológico, el derecho civil propio… parece ser que de una vez y por todas se nos puede caer el frágil castillo de naipes que la Comunitat Valenciana había conseguido levantar, no sin problemas. Un lánguido valencianismo transversal había calado en todo el arco parlamentario valenciano, dando por hecho ciertos planteamientos y reclamaciones básicas y asumidas por todos.
Hace falta relato, como ahora impera. El nuestro, el de los valencianos, en estas horas de transición, como escribió el admirado Lluís Lucia, tendría que concentrarse a plantear alto y claro el perfeccionamiento del actual Estado Autonómico. Superar el Título VIII de la Constitución, resultado de una época concreta y convulsa, para dar salida a otro momento igual de histórico y complejo, el actual. Cerrar de una vez la configuración territorial del Estado, de una manera permanente y definitiva. Si es el modelo federal lo plausible para avanzar en la ensambladura territorial hispánica, hágase pues. Si la inevitable reforma de la Constitución de 1978 hace posible la renovación de los pactos convivenciales entre Las Españas, sea. El enroque nos llevará al desastre, el inmovilismo es suicida y los valencianos no podemos ser otra vez moneda de cambio de la involución más rampante.
Ser y sentirse valenciano siempre ha sido complicado, a veces polémico, pero ahora casi parece heroico, sin que te acusen de secesionista o culpable de sedición
El camino de la Comunitat Valenciana tendría que guiarse por la exigencia de ese nuevo pacto territorial con el Estado. Una España basada en dos principios básicos: la solidaridad entre los ciudadanos y la singularidad de los territorios. Todos los ciudadanos tienen que ser iguales y recibir los mismos servicios, todos los territorios tienen que ser autónomos política y financieramente. El gobierno central velará y ordenará los mecanismos pertinentes para asegurar la equidad entre todos los ciudadanos, pero Madrid ya no podrá decidir arbitrariamente inversiones e infraestructuras. El sistema del cupo vasco y el convenio navarro tendría que extenderse al resto de territorios, así cada uno se administraría veraz y eficazmente según su capacidad de generar riqueza y oportunidades. Y las injusticias y discriminaciones de trato entre comunidades se acabarían de una vuelta por todas. Ciudadanos iguales en territorios soberanos, el nuevo pacto hispánico para un futuro en común.
Entre separadores y dependentistas anda el juego… continuaremos en el empeño de la España diversa y plural. Y en voz alta cuestiono mi poco entendimiento ante las acciones y actitudes que el Estado secularmente ha tenido y continúa teniendo contra esta franja de tierra mediterránea y su sufridora ciudadanía, considerando que cuando España se ha comportado como una madrastra con la cenicienta peninsular que ha sido y es la Comunitat Valenciana, actuaba y actúa en contra de sus propios intereses como país.
La tan gastada mala concepción del Estado, torpe y miope desde esa atalaya de los Nuevos Ministerios que no concibe más España que la castellana. Más todavía en estos tiempos populistas y extremistas donde se berrea con más fulgor si cabe aquello que España se rompe, que los enemigos de la patria y otros histrionismos vacuos y tal. Dialécticas tópicas y engañosas para contraponer falsamente postulados y posiciones, llevándolas al frentismo y a la peligrosa polarización. Independentistas y nacionalistas versus constitucionalistas y patriotas. Traidores contra héroes. Inquisidores y populistas de pandereta, vaya.
Si se quiere que un territorio con identidad propia y con su autogobierno consolidado dependa totalmente de España se es un dependentista, en contraposición con aquellos que no lo quieren, que son soberanistas. Simplifica que algo queda, y más en este imaginario de la política gaseosa que sufrimos porque facilita y mucho las cosas. Sobre todo para aquellos que se dedican a proclamar fatwas convocando constantemente la yihad de Don Pelayo. Más separadores que separatistas, siempre. O aquello que los animales invertebrados también existen…
El problema es que a menudo los que predican el cosmopolitismo después se enrocan en el madrileñismo irredento. Los paletos somos los del autogobierno, los de las autonomías, los de la riqueza de las identidades… Los ungidos son aquellos de la España estrecha, unívoca, que concede patente de patriotismo y que nunca resolverá el conflicto territorial peninsular puesto que solo existe Castilla una y el resto tierra conquistada. Asimilados que somos.
Es el debate territorial, estúpido. Ese será el eje político de los próximos años en la querida España, esta España mía, esta España vuestra. Y más todavía cuando en las últimas urnas abiertas en elecciones generales allá por 2023 nos regalaron tres millones de votos y cuarenta escaños de fuerzas independentistas, soberanistas, nacionalistas, autonomistas, regionalistas, cantonalistas y lo que te rondaré, morena. Unas Cortes Generales más territoriales e identitarias como nunca visto desde la transición allá por 1977. Cuarenta escaños cuarenta años después. Un frente plurinacional.
Ese estatus quo planificado por esa sacralizada Transición teóricamente basada en la concordia, el entendimiento y la inclusión. Contra la confrontación, el frentismo y la exclusión, peligroso tridente que cotiza al alza últimamente. Digo yo que para articular de manera satisfactoria los sentimientos nacionales/regionales que conforman Las Españas austracistas y pactistas, el autonomismo era la respuesta constitucional al fracaso histórico del centralismo. El tan intocable Régimen del 78 es la consagración del Estado Autonómico, aquel que los derechistas quieren reventar. La receta podría consistir en la articulación de discursos desde la mal conceptuada periferia dirigidos a todo el Estado.
El liderar una propuesta que pueda aunar a todos aquellos territorios que la España castellana excluye pero que muestran voluntad en conformar un proyecto común peninsular basado en la pluralidad y la diversidad. Conformar un proyecto desde estas orillas mediterráneas para todo el Estado basado en obtener más autogobierno para mejorar el estado autonómico actual. Autonomismo como mejor gestión y de mejor calidad para las personas y los territorios. Autogobierno como sinónimo de más bienestar para la ciudadanía.
Una concepción clásica y riquísima, para hacer ver a aquellos cegados por el uniformismo irredento que nuestra nación es plural y diversa. Que nuestra madrastra España recoge la unión de una Castilla una y única con una Corona de Aragón multiplataforma, soberana, variada y pactista. Que los posteriores episodios históricos y políticos yerran en la concepción equivocada de un país unívoco, asimilado a la meseta castellana y postergado a un madrileñismo atroz. Un errático y miope planteamiento que el verdaderamente español es solo el castellano y España solo se entiende como la Castilla extensa… Amén.