Fernando
Breve relato de verano
Recuerdo que los mayores hablaban constantemente del calor asfixiante aquel verano, pero no recuerdo haberlo sentido. Fernando y yo nos pasábamos el día arriba y abajo entre su casa en obras y la casa de mi abuela en silencio, entre la calle y el parque semidesiertos; corriendo, saltando y dando voces que retumbaban, sobre todo a mediodía, cuando nos habían advertido severamente que no debíamos gritar para no molestar la siesta de los pocos vecinos que todavía resistían en sus casas el infierno del mes de agosto. Los adultos parecían considerar que su incapacidad para moverse durante esas horas debiera ser compartida por quienes, teniendo un organismo casi recién estrenado, no padecen esos problemas.
Dos adolescentes miran una moto de gran cilindrada
Antes de comer y por la tarde, al menos dos horas después de la comida, mi abuela en esto era inflexible- No os vaya a cortar la digestión- podíamos choparnos con el agua de la manguera que ella utilizaba para regar las plantas enormes que abarrotaban su terraza y constituían su mayor motivo de orgullo. Organizábamos auténticas batallas que imaginábamos transcurrían en una densa selva plagada de guerrilleros enemigos; mi abuela nos amenazaba con duras represalias si alguno de sus tesoros sufría el más mínimo daño, así que estábamos obligados a deslizarnos entre ellas con la suavidad de una pantera, y su misma destreza en el ataque; cualquier error nos costaría una muerte horrible a manos del más despiadado de los enemigos. Fernando era ágil por naturaleza, su cuerpo flaco y fibroso le permitía moverse fácilmente en la espesura sin ser advertido pero, finalmente, siempre necesitaba de mi fuerza para dar el golpe definitivo; yo era lento, grande y robusto, y esas diferencias, estábamos convencidos, nos convertían en un comando perfecto en las misiones más peligrosas.
Aquel verano, mi madre, que siempre había sido muy ruidosa y alegre, estaba muy preocupada, se movía por la casa concentrada en una especie de conversación muda y permanente consigo misma, y mi padre estaba muy triste y silencioso. Yo sabía que él se había puesto muy enfermo, pero no quería pensar en ello, aunque me hubiera gustado, no me sentía capaz de ayudarlos y en cuanto podía, a pesar de las protestas de mi hermano pequeño, desaparecía con Fernando por el barrio. Teníamos doce años, el mundo estaba lleno de misterio y no hacía mucho que nos dejaban andar solos por ahí, seguramente un poco obligados por las difíciles circunstancias, los adultos se habían vuelto más permisivos. Mi abuela y la madre de Fernando se ocupaban de mi hermano pequeño y mi madre de todo lo que pudiera necesitar mi padre. La recuerdo observándolo con ansiedad si estaba mucho tiempo callado o se quedaba adormecido, si no comía bien, si parecía fatigado, como si temiera leer en cada pequeño cambio un mal presagio.
Por miedo a compartir su miedo apenas paraba en casa y cuando regresaba era para comer o dormir; sólo a veces, movido por un deseo irresistible, me acercaba a uno o a otro y les daba un abrazo muy fuerte, sin decir más que hasta luego.
En uno de nuestros paseos por el barrio, Fernando sugirió que nos hiciéramos con un arma mortal que había visto en una película, sólo necesitábamos un espray y un mechero, el primero podríamos comprarlo en el supermercado, un desodorante serviría, el segundo yo lo conseguiría en casa, mi padre había dejado de fumar y tenía unos cuantos que ya no utilizaba. La prueba resultó espectacular, un auténtico lanzallamas, pero a los héroes no siempre les acompaña la suerte y una vecina de mi abuela dio la voz de alarma, nos había visto desde su ventana, _¿por qué no estaba haciendo la siesta como el resto de individuos de su edad?_ y le faltó tiempo para chivarse. Salimos corriendo para deshacernos de las pruebas materiales del delito, pero algunos tribunales no tienen en cuenta los requisitos legales mínimos de un juicio justo y no pudimos evitar el castigo; nuestras aventuras se vieron interrumpidas durante dos interminables días.
Con la libertad recién recobrada, decidimos que debíamos ser más sutiles y precavidos, las verdaderas aventuras habrían de discurrir fuera de la terraza, en la calle, lejos de la mirada de viejas cotillas e insomnes.
Pocos días más tarde, Fernando vislumbró la próxima misión: probaríamos nuestra habilidad poniendo en marcha un vehículo sin tener siquiera las llaves, como entrenamiento por si, en caso de peligro inminente, nos resultaba necesario para emprender la huida. El vehículo en cuestión era una moto de gran cilindrada propiedad del dueño del bar de la plaza. Después de discutir minuciosamente cuál debía ser el procedimiento, decidimos que a una hora parecida a la de la aventura anterior, seguro que no habría nadie a esas horas en la calle, yo debía colocarme de manera que cubriera la posible visión que desde el interior del bar tenía el propietario de la moto, y Fernando, en una maniobra rápida y limpia, con su cortaúñas multiusos a modo de llave, se acercaría sigilosamente y llevaría a cabo la operación.
Quizá merodeamos excesivamente alrededor del vehículo antes de lanzarnos hacía el objetivo, pero el caso es que su propietario no nos quitó ojo de encima en un buen rato y finalmente decidió salir amenazando a gritos con arrancarnos la cabeza si no nos alejábamos inmediatamente de su moto. Precisamente en ese momento Fernando estaba intentando introducir el cortaúñas en el contacto y por el susto casi cayó encima. Pocas veces he visto a un ser humano tan furioso. Echó a correr detrás de nosotros intentando darnos golpes con sus puños sin dejar de vociferar. Fernando era más rápido que yo y consiguió desaparecer pero a mí me alcanzó justo en la entrada del patio de mi abuela. Se armó un escándalo tremendo y a los tres días me enviaron a un campamento de verano en la montaña donde pasé el resto del mes. Allí, unos curas o algo parecido me tuvieron haciendo ejercicio constantemente tres larguísimas semanas. Después de semejante entrenamiento el energúmeno de la moto jamás me hubiera atrapado pero, como he comprobado muchas veces a lo largo de estos años, la vida suele pillarte desprevenido.
Después de semejante entrenamiento el energúmeno de la moto jamás me hubiera atrapado pero, como he comprobado muchas veces a lo largo de estos años, la vida suele pillarte desprevenido”
A mi regreso me encontré con mi padre recién operado y una evidente sensación de alivio en todos los adultos de la familia que anunciaba que lo peor ya había pasado. Mi padre se recuperó lenta pero definitivamente y se reía, casi orgulloso, contando a las visitas las trastadas que les habían obligado a mandarme fuera unos días.
Yo ya no sentía tanta necesidad de salir de casa, y cuando quedaba un rato con Fernando, los adultos nos hacían advertencias tan severas que no nos atrevíamos mas que a tirar, de vez en cuando, piedras a algún gato despistado.
El verano, todo el mundo lo sabe, pasa rápido y tuve la sensación de que solo unos días después estábamos de vuelta en el instituto; la diversión había terminado.