En el trágico teatro de la política española, cada verano se reestrena, con trágica puntualidad, la misma obra funesta. Cambian los escenarios — los bosques agonizantes de Castilla y León ahora o el interior de la Comunidad Valenciana en el pasado — pero el libreto permanece inalterable. Mientras las llamas, avivadas por una canícula inclemente en un contexto de acelerado cambio climático, devoran sin piedad nuestro patrimonio natural, la clase dirigente se enzarza en su particular y estéril auto de fe: el cruce de acusaciones, el y tú más como estrategia y el reparto de culpas como único plan de contingencia.

Imagen de bomberos trabajando en la extinción del incendio en la Sierra Culebra
No deja de ser una amarga ironía que, en un Estado compuesto, la principal tarea de nuestros responsables públicos ante la catástrofe sea descargar la culpa contra las “otras” administraciones. Olvidan que la gestión de los incendios forestales y de todas las Emergencias, en su prevención y extinción, recae primordialmente en las autonomías quienes, en caso de necesidad, pueden activar el nivel 3 para que el Gobierno asuma la gestión. ¿Por qué se solicitó este nivel de emergencia cuando el apagón y ahora no?
Comunidades gobernadas por el PP atacan al Gobierno central por una supuesta falta de medios, mientras desde La Moncloa se replica con datos de unidades movilizadas de la UME y se recuerda dónde reside la competencia principal de la gestión. Pero en paralelo, emerge con fuerza la fractura de la colaboración institucional que ya presenciamos en Valencia con la dana con la sensación, real, de desamparo que sufrieron los valencianos: casi un año después Generalitat y Gobierno siguen sin colaborar en la reconstrucción.
La pandemia ya nos había mostrado las costuras de un sistema autonómico que, sin una cultura de la lealtad y la cooperación, se convierte en un laberinto de ineficacia. Ahora, las llamas y las inundaciones no hacen sino confirmar que la metástasis de la enfermedad de la polarización está afectando a la gestión de las emergencias más básicas. El ciudadano contempla atónito cómo la única prioridad de sus líderes es la erosión del contrario.
Pero se equivocan quienes piensan que el rédito de la crítica caerá de un solo lado. Ni el PP ni el PSOE saldrán beneficiados de esta guerra estéril. El poso que deja es el de la desafección, el del hartazgo de una sociedad que percibe a su clase política como una casta endogámica, más preocupada por sus batallas de poder que por el bienestar común.
La pandemia ya nos había mostrado las costuras de un sistema autonómico que, sin una cultura de la lealtad y la cooperación, se convierte en un laberinto de ineficacia”
La polarización se convierte así en un obstáculo real para la protección de la vida y los bienes de los españoles. Y en el río revuelto de este desafecto generalizado, solo pescan aquellos que ansían la demolición del sistema, los profetas del autoritarismo que ven en cada fallo del Estado democrático una confirmación de sus tesis. La ceniza de nuestros bosques, como el lodo de nuestras calles, es el triste símbolo de un fracaso colectivo que alimenta a quienes, tarde o temprano, vendrán a devorar nuestro modelo liberal. En un primer paso, quieren acabar con las autonomías, y en ello están.