Mientras los supermercados europeos se surten de cítricos y hortalizas valencianas, etiquetadas con el orgulloso sello de origen, la realidad que se esconde tras esa imagen bucólica es un drama de envejecimiento, abandono de los campos y una dependencia crítica que debería hacer sonar todas las alarmas. El campo valenciano, el sustento de una cultura y una economía centenaria, se está quedando sin herederos. Con cifras de abandono que superan las 180.000 hectáreas en pocos años, lo que incide también directamente en el riesgo de más incendios.
Más del 50% de los agricultores valencianos supera los 65 años
La estadística es demoledora y debería leerse como un obituario anticipado: más del 50% de los agricultores valencianos supera los 65 años y los agricultores jóvenes, que oficialmente corresponden a los menores de 40 años, en la Comunitat Valenciana únicamente suponen el 5,18 % , según datos de la Asociación Valenciana de Agricultores, AVA-Asaja, y de la Unió de Llauradora i Ramadera. Son hombres y mujeres que se levantan con el alba, con las manos marcadas por el trabajo y una sabiduría ancestral sobre los ritmos de la tierra. Pero cuando miren atrás, no verán a sus hijos o nietos tomando el relevo. Verán un vacío. Este no es un problema futuro; es una crisis presente. El envejecimiento no es un dato demográfico más, es el síntoma de una enfermedad social: la desvalorización total de la profesión que nos alimenta.
Las causas de esta fuga generacional son conocidas, pero no por repetidas dejan de ser graves. Se habla de la dureza del trabajo, y es cierto. No es lo mismo teletrabajar desde una oficina con aire acondicionado, como explicaba este pasado viernes en À Punt Cristobal Aguado, presidente de AVA-Asaja, que doblar el espinazo bajo el sol de agosto en el margen de un campo o a 50 grados dentro de un invernadero de tomates. Se esgrime la temporalidad, y con razón. ¿Qué joven, formado o no, apostaría por un futuro estable en un sector donde los precios los marcan grandes cadenas y el clima se ha vuelto impredecible? La ecuación no sale: mucho esfuerzo, alto riesgo y poca recompensa económica y menos aún social.
La ecuación no sale: mucho esfuerzo, alto riesgo y poca recompensa económica y menos aún social
Y aquí reside el meollo del asunto: el prestigio, o más bien, la absoluta falta de él. Los sindicatos agrarios denuncian que se ha construido una narrativa social donde el éxito solo se mide por una carrera universitaria y una oficina con aire acondicionado, la conocida como meritocracia. El oficio de agricultor se ha relegado al imaginario de lo antiguo, de lo rudo, de lo que no se quiere para los hijos. Se ha permitido que se perciba como un fracaso, un último recurso. Los sindicatos subrayan que, bien al contrario, el agricultor es un empresario, un ingeniero al aire libre, un meteorólogo, un ecologista práctico y el guardián de un paisaje que define una identidad.
El campo valenciano, icono de nuestra tierra, solo sobrevive gracias a la inmigración. Ellos, los nuevos braceros, representan el 90% de la mano de obra contratada en temporada, según explicaba también en À Punt Carles Peries. Son la sangre que bombea en un corazón anciano y fatigado. Sin su trabajo, su sacrificio y su voluntad, las cosechas se pudrirían en los árboles y el paisaje que tanto ensalzamos en postales se convertiría en un erial.
La inmigración supone el 90% de la mano de obra en el sector de la agricultura
A esta realidad se le suma otra gran ausencia: la de las mujeres. La poca presencia femenina en el campo no es solo una cuestión de igualdad, es un síntoma de la crudeza del modelo. Donde no hay condiciones dignas, las mujeres, a menudo más vulnerables a la explotación y cargadas con roles de cuidados adicionales, son las primeras en ser excluidas. Un campo moderno y atractivo sería, inevitablemente, un campo más igualitario.
La solución no es sencilla, pero debe transitar por varios caminos. Para Peris y Aguado urgen políticas reales que dignifiquen la profesión: precios justos en origen, simplificación burocrática, ayudas directas a los jóvenes que se instalen y modernización de las explotaciones. Pero, sobre todo, se necesita, añadían, una revolución cultural. Se tiene que prestigiar al agricultor.
Hay que contar su historia, enseñar en las escuelas que el alimento no nace en un lineal de supermercado, reconocer su labor como pilar de la soberanía alimentaria y la sostenibilidad. “Debemos poner en valor su figura hasta que vuelva a ser considerada lo que es: una profesión esencial, noble y de futuro” según Aguado. El campo valenciano no puede convertirse en un museo al aire libre, cuidado por jubilados y trabajadores foráneos a los que debemos un agradecimiento eterno.