Hubo un tiempo en que la política española sonaba a coro. Los barones territoriales —hijos del Estado autonómico— modulaban la partitura de los grandes partidos y filtraban Madrid por el tamiz de sus realidades. Hoy, esa baronía se ha deshilachado hasta rozar la irrelevancia. En el PP, Génova dicta y los territorios asienten. La única excepción, Isabel Díaz Ayuso, no actúa como baronesa clásica: juega a liderazgo en paralelo, con pulsión nacional y ambición latente. Fuera de ese caso, la verticalidad manda. En tiempos de Aznar y Rajoy, la conversación era más áspera y fecunda: los Feijóo de entonces, con obra y territorio, ayudaban a definir las políticas desde el suelo que pisaban. Esa fricción casi ha desaparecido.

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo
En el PSOE el fenómeno es más acusado. La ingeniería interna ha desembocado en un presidencialismo plebiscitario: los órganos federales pesan poco y la militancia funciona como última instancia para refrendar decisiones ya marcadas por el liderazgo. Queda Emiliano García-Page como nota discordante, pero su voz suena a excepción, no a contrapeso estable. Lo de Salvador Illa es caso aparte, el PSC no es el PSOE, no lo olvidemos.
La quita de la deuda autonómica lo ilustra con nitidez. En el PP, los presidentes regionales han cerrado filas con Feijóo sin matices. En el PSOE, tampoco han aflorado reparos de fondo: ni siquiera en territorios donde el cálculo del Gobierno proyecta sombras —como la Comunitat Valenciana— se han escuchado objeciones significativas. Diana Morant, llamada a encarnar esa sensibilidad, no ha planteado reservas. El silencio también habla.
Ese vaciamiento de los contrapesos va en paralelo a la fragilidad organizativa de las estructuras intermedias, convertidas en correa de transmisión más que en fuente de propuestas. Cuando la política se decide en gabinetes y se legitima con consultas demoscópicas, el territorio deja de negociar y se limita a ejecutar. Lo urgente sustituye a lo importante; lo uniforme, a lo plural.
La vieja baronía tenía feudos y rutinas corporativas, pero aportaba un test de realidad imprescindible: el territorio como corrector de vuelo; la periferia, al fin”
La vieja baronía tenía feudos y rutinas corporativas, pero aportaba un test de realidad imprescindible: el territorio como corrector de vuelo; la periferia, al fin. Sin esa fricción, los partidos corren el riesgo de convertirse en maquinarias electorales afinadas pero poco porosas, menos capaces de metabolizar la diversidad que dicen representar. La pluralidad se proclama; ya no se negocia. También se empobrece el debate público. La discrepancia honesta ordena prioridades y cuantifica costes; la unanimidad ofrece una paz aparente que se paga con decisiones más centralizadas, menos matizadas y, por ello, menos duraderas.
No es una anécdota orgánica, sino el auge de hiperliderazgos. En ese ecosistema, el territorio aporta voto, pero ya casi no aporta voz. Y España, conviene recordarlo, no cabe en un despacho de Madrid. Cuando todo se ordena desde arriba, la inteligencia local se apaga; luego extraña que las decisiones chirríen al aterrizar.