Hay días en los que escribir una opinión exige detenerse y tomar aire. No por prudencia —que también—, sino porque lo que uno quiere decir, si se formula con exactitud, implica asumir una responsabilidad que trasciende lo estrictamente periodístico. Hoy es uno de esos días. Mañana declarará ante la jueza de la dana la periodista Maribel Vilaplana, y no puedo evitar una doble sensación: la de quien contempla con tristeza un sufrimiento injusto y la de quien, con idéntica honestidad, entiende que ha llegado el momento de disipar definitivamente las sombras que aún permanecen sobre aquel día de la comida de El Ventorro.
Maribel Vilaplana
Conviene recordar las cosas por su nombre. Fui, si no el primero, uno de los primeros periodistas que defendió públicamente a Maribel Vilaplana cuando estalló la tormenta de insinuaciones, comentarios hirientes y miserias varias que corrieron como pólvora por las redes sociales. Y lo hice porque lo que estaba viviendo ella era —y sigue siendo— una cacería con un tono machista y misógino intolerable, un festín de prejuicios que habría sido impensable si en lugar de Maribel hubiese estado sentado a aquella mesa un compañero varón. Jamás he aceptado esa deformación moral que convierte a una mujer en sospechosa solo por existir, solo por ocupar espacio, solo por serlo.
Esa defensa la mantengo y la mantendré siempre. Porque es legítima, porque es justa y porque nada hay más obsceno que ver cómo ciertos sectores encontraron en su nombre un desahogo, un entretenimiento o un arma política arrojadiza. Maribel fue tratada con una crueldad vergonzante, y ese estigma —como ella misma ha relatado en su comunicado— la ha acompañado durante meses, dejándole una huella emocional que ningún profesional, hombre o mujer, debería soportar jamás.
Pero defender a Maribel de esa campaña no significa ignorar lo que es evidente. Significa precisamente lo contrario: mirar la verdad con serenidad. Porque Maribel ha ofrecido, de forma sorprendente, tres versiones diferentes sobre aquella comida con el president Carlos Mazón, y resulta imposible pasar por alto que esos matices —que serían irrelevantes en un contexto ordinario— se vuelven significativos cuando hablamos del día más trágico que ha vivido la Comunidad Valenciana en décadas, con 229 muertos. No lo digo como reproche. Lo digo porque es un hecho. Y los hechos, cuando se analizan desde el respeto, no hieren: aclaran.
Porque Maribel ha ofrecido, de forma sorprendente, tres versiones diferentes sobre aquella comida con el president Carlos Mazón, y resulta imposible pasar por alto que esos matices se vuelven significativos cuando hablamos del día más trágico que ha vivido Valencia”
Mañana, Maribel declarará como testigo. Y ella conoce mejor que nadie que su testimonio es, hoy por hoy, la clave para reconstruir con exactitud los movimientos del president durante aquella tarde decisiva. La jueza ha requerido incluso el ticket del aparcamiento para fijar horarios con precisión. No es un capricho judicial: es una exigencia moral en una causa donde hay centenares de muertos, miles de damnificados, vidas arrasadas, familias que todavía no encuentran consuelo y responsabilidades políticas que, más tarde o más temprano, deberán depurarse.
Por eso, más allá de lo estrictamente procesal, creo que ha llegado el momento de que Maribel haga algo profundamente humano: decir toda la verdad, sin reservas, sin miedo, sin matices añadidos. No porque le corresponda asumir responsabilidades que no son suyas —ella no era autoridad, no tenía mando, no tomaba decisiones—, sino porque su relato exacto puede ayudar a esclarecer un episodio que necesita luz. Y porque la verdad, cuando se dice por fin completa, tiene una cualidad casi terapéutica: libera.
Maribel lleva diez meses cargando una mochila invisible y agotadora. Una mochila construida por otros, pero también por el silencio inicial, por la petición —hoy admitida como un error— de que su nombre no apareciera y por las versiones que han ido añadiendo más confusión. Nadie puede reprocharle que actuara movida por el desconcierto y el temor. Pero ahora estamos en otro momento, en otro escenario. Lo que está en juego ya no es su intimidad ni su honor, que deben respetarse siempre. Lo que está en juego es la reconstrucción de un día que cambió la vida de miles de valencianos.
Por eso, más que un deber legal, su declaración es un acto moral. Una oportunidad de cerrar una herida que no es solo suya. Y también —si se me permite decirlo— una oportunidad para ella misma. Porque cuando una persona arrastra la carga de versiones sucesivas, cuando el relato se reescribe para ajustar detalles, la mente no descansa. Maribel ha vivido sometida a una presión insoportable, ha sufrido un acoso degradante y sé que ha pagado un precio altísimo. Tal vez decirlo todo, de una vez y con claridad, sea para ella un gesto balsámico, una forma de recuperar la calma interior y de fortalecer su propia credibilidad profesional, injustamente dañada.
No escribo estas líneas con ánimo de juicio ni de severidad. Las escribo con la convicción de que la dignidad se construye también con la transparencia y que, cuando la verdad se alinea con la responsabilidad, ambos conceptos se vuelven inseparables. Maribel merece respeto. Lo dije el primer día y lo reitero hoy. Pero precisamente porque merece respeto —y porque respeta a las víctimas, a la sociedad y a sí misma— es esencial que su declaración del lunes sea nítida, precisa y definitiva, insisto, definitiva.
Nada devolverá la vida a quienes la perdieron en aquella dana. Nada aliviará del todo el dolor de quienes lo han perdido todo. Pero sí podemos —y debemos— esforzarnos por ofrecerles claridad. Y en esa tarea, la voz de Maribel puede y debe desempeñar un papel decisivo, ante la jueza.