Pagafantas
Veles e bens
Mientras la vida nos atraviesa, a base de años, no sé si merece la pena conservar demasiadas cosas. No sé muy bien, de hecho, cuál es el propósito –para aquellos que lo hacemos– de proteger la memoria, personal, familiar, colectiva. Desde luego, no se trata de sobrevivir al polvo pesado que lo entierra todo tras el paso fugaz del tiempo. Eso solo está al alcance de quienes fueron capaces de dejar para el futuro un legado extraordinario e intemporal. El resto de mortales seremos, en el mejor de los casos, un recuerdo vago dos generaciones después. Quizás una imagen en un álbum de fotos que se salvó de ir a la papelera.
Cuaderno para uso del alumno
Los recuerdos físicos (y entre ellos, los textuales: diarios, relatos, reflexiones, cartas…) pueden llegar a convertirse en un ancla que no nos deja escapar del pasado y avanzar, pero también todo lo contrario: un retrovisor que permite aprender. Incluso pueden llegar a ser un auténtico tormento si, como sucede con frecuencia, no estamos demasiado satisfechos con aquello que fuimos. Hasta puede avergonzarnos una mirada honesta dispuesta a aceptar que solo uno mismo es responsable de las carencias del yo que fuimos, déficits intelectuales que entonces no veíamos, sin perspectiva, pese a ser obvios, pero sí los demás, como nosotros ahora.
No es fácil ser prudente cuando tenemos quince, veinte, veinticinco, treinta años y rebosamos entusiasmo. Todo puede acabar convertido en un exhibicionismo rancio.
Precisamente esta semana el lúcido escritor Paco Cerdà elogiaba el entusiasmo que late tras el proyecto del libro «Històries de futbol, cultura de club» y todo lo que rodea al magazín «Foot-ball Club». Ojo con el entusiasta, sin embargo. A veces puede ser alguien peligroso que llegue a estar convencido de que lo que hace tiene algún valor. Los propagadores de la estupidez, además, suelen ser grandes entusiastas y en muchas ocasiones, el talento se esconde y se protege, precisamente, de tentaciones perniciosas como la del entusiasmo. Muchos entusiastas cambiaríamos a ojos cerrados las toneladas de entusiasmo que hemos derrochado en la vida por un poco de talento.
Repasar la vida con el pretexto de ordenar una colección de recuerdos también sirve para darse cuenta de que, a veces, un golpe de suerte en el momento oportuno lo cambia todo”
Durante las últimas semanas he organizado muchos papeles de hace media vida. He recordado que los trabajos de la Facultad de Periodismo a veces despertaban la admiración de algún profesor –quizá por el entusiasmo, quién sabe–, pero lo cierto es que tenían un estilo balbuceante y un trasfondo ingenuo. La creación literaria solía ser vulgar y estomagante. Las ideas, divulgación sin pálpito ensayístico. Lo cierto es que tuve la fortuna de estar siempre, en todos los ámbitos, cerca de personas que me permitieron disimular mis múltiples defectos. En cuanto al amor, romanticón, empalagoso, ansioso, desmesurado. Las carencias afectivas pueden jodernos la vida. Tuve suerte. Y cada día doy gracias al destino. Porque pude terminar como el más ridículo de los pagafantas.
Repasar la vida con el pretexto de ordenar una colección de recuerdos también sirve para darse cuenta de que, a veces, un golpe de suerte en el momento oportuno lo cambia todo. Atesorar recuerdos a través de los cuales repasar la vida enseña, además, que la memoria puede ser un instrumento para disfrutar del presente, no para perpetuar nada ni para alimentar una nostalgia paralizante. No puedo evitarlo. En el fondo, y en la forma, soy un entusiasta de la memoria.