Hay un cuento de John Cheever que se llama «Tiempo de divorcio», en el cual, como bien indica su título, asistimos a la narración de un matrimonio que atraviesa por dificultades y amenaza con colapsar. El desencadenante es el enamoramiento que se precipita entre la esposa del narrador y un amigo del matrimonio, también casado. En un momento dado, la mujer del narrador dice que el hombre que se ha enamorado de ella le ha dicho que “caminaría por encima del fuego con tal de oír el sonido de mi voz”.
Más adelante, la mujer le dice al narrador: “Creo que te quiero, sé que quiero a los niños, pero también me quiero a mí misma, amo la vida, aún significa algo para mí, y aún me quedan cosas por hacer, y las rosas de Trencher me hacen pensar que me estoy perdiendo todo esto, que estoy perdiendo mi dignidad. ¿Sabes a lo que me refiero, comprendes lo que quiero decir?” En las últimas páginas, el propio Trencher se presenta delante del narrador y le dice esto: “Ya sé que no soy bien recibido. Ya sé que no le gusta verme aquí. Respeto sus sentimientos. Esta es su casa. Respeto los sentimientos de un hombre hacia su hogar. No suelo ir a casa de un hombre a menos que este me lo pida. Respeto su hogar. Respeto su matrimonio. Respeto a sus hijos. Creo que todo debe decirse abiertamente. He venido aquí a decirle que quiero a su mujer”. El desenlace del cuento es mejor que lo conozcan con sus propios ojos, pero la historia de Cheever viene a decir que si hablamos de divorcios, las cosas siempre son más complicadas de lo que parecen.
No todos los divorcios tienen que ser traumáticos
En ese sentido, lejos de las visiones más catastrofistas que asocian la separación con la derrota personal o familiar, una nueva generación de expertos —terapeutas, psiquiatras y comunicadores— plantea una visión más compleja, humana y, sobre todo, esperanzadora del divorcio. Con décadas de experiencia en el trabajo con parejas, el psiquiatra George Blair-West plantea que uno de los grandes errores de nuestro tiempo ha sido idealizar el amor romántico como único camino hacia la felicidad conyugal. La idea de que debemos encontrar a “la persona elegida” —una especie de alma gemela certificada por el destino— no solo carga nuestras relaciones de expectativas poco realistas, sino que además nos libera de toda responsabilidad cuando las cosas no funcionan. “Si no era ‘el elegido’, entonces el problema no soy yo”, resume Blair-West.
En una de las charlas TED más populares del canal, la terapeuta Esther Perel desmonta otro gran mito: que la infidelidad es siempre un síntoma de una mala relación. Tras trabajar con cientos de parejas en crisis, Perel revela que muchas veces no se trata de huir del otro, sino de reencontrarse con una versión olvidada de uno mismo. “Cuando buscamos la mirada de otro, no siempre nos alejamos de nuestra pareja, sino de la persona en que nos hemos convertido”, afirma. En este sentido, la infidelidad no es solo traición: también puede ser una forma distorsionada de exploración, de deseo y de recuperación de una cierta vitalidad perdida, que es uno de los términos más repetidos por quienes participan en estas experiencias: vitalidad.
Cuando buscamos una relación extramatrimonial, no siempre nos alejamos de nuestra pareja, sino de la persona en que nos hemos convertido
Al combinar las dos perspectivas, el divorcio empieza a verse no como un colapso, sino como un punto de inflexión. La comunicadora Allison O’Brien, por ejemplo, eligió romper con su pareja de una forma poco convencional: sin abogados, sin peleas, sin resentimiento. Hija de un divorcio conflictivo, O’Brien sabía que lo más doloroso no era la separación en sí, sino el daño colateral que deja el conflicto sin resolver. Su alternativa pasó entonces por construir un “divorcio colaborativo” basado en tres pilares —visión compartida, agilidad emocional y escucha activa—, lo que convirtió a su exmarido en un aliado fundamental para la crianza de sus hijos. “El divorcio son cientos de decisiones colaborativas”, dice O'Brien. Y cada una de esas decisiones puede servir para redefinir la relación desde otro lugar, más maduro, más realista. En palabras de Blair-West, el verdadero amor no es pasión incondicional ni química eterna, sino un pacto de crecimiento mutuo, incluso cuando ese crecimiento implique caminos separados.
¿Significa esto entonces que debamos renunciar al amor romántico, a la fidelidad o al compromiso? Lo que sí sugieren estos expertos es algo más profundo: es crucial dejar de ver el matrimonio como una estructura estática para empezar a comprenderlo como una relación viva, cambiante y, por supuesto, frágil. A propósito, resulta indispensable entender el compromiso no como una promesa ciega, sino como una práctica continua. Y reconocer que a veces separarse no es rendirse, sino elegir una forma más sincera de estar con uno mismo y con los demás. Así expuesto, el divorcio deja de ser el final de todo para convertirse en el comienzo de algo nuevo: una forma más lúcida de amar, de criar, de escucharse y de perdonarse. Una forma de aceptar que el otro no era “el elegido”, pero sí fue muy importante. Y que la vida sigue, no tanto como castigo, sino, desde luego, como posibilidad.
