El escándalo empezó por unos bíceps. No por una ley ni por una decisión diplomática, sino por un vestido sin mangas. En 2009, los de Michelle Obama fueron recibidos como una afrenta: demasiado fuertes, demasiado reales, demasiado negros. Durante ocho años, su cuerpo se convirtió en un terreno de disputa: a sus brazos “demasiado firmes” se sumaron un cabello “demasiado natural” y unas risas “demasiado sonoras”. Dieciséis años después, la ex primera dama publica The Look, un libro de fotografías que parece hablar de moda, pero es en realidad un archivo de miradas que devuelve una pregunta: ¿qué se espera de una mujer cuando ocupa el lugar más observado del mundo?
En aquellas imágenes —los vestidos de Jason Wu, los cárdigans de J. Crew, los tonos cítricos, las líneas limpias— hay una coreografía de poder y contención. Michelle Obama no solo se vestía: construía una gramática visual para un país que, por primera vez, tenía una familia negra en la Casa Blanca. El episodio de “los brazos desnudos” fue solo el primer capítulo de una guerra más amplia: la del cuerpo como frontera política. La prensa conservadora bautizó el escándalo como Sleevegate, y los columnistas se preguntaban si era “apropiado” que una primera dama mostrara sus hombros en invierno. Lo que estaba en juego no era la etiqueta, sino el derecho a ocupar el espacio desde una feminidad no domesticada.
Años después, Obama escribe que comprendió que su visibilidad podía ser un arma. Si la iban a mirar, aprovecharía esa mirada para decir algo. “El estilo se convertiría en una estrategia”, resume en un artículo para el New Yorker. Su ropa se convirtió en una política de inclusión silenciosa: mezclaba prendas de Target con diseños de jóvenes creadores negros, asiáticos y latinos, y convertía los actos oficiales en un escaparate para esa nueva América.
Pero la estrategia, claro, tenía un precio, y por eso The Look es un libro bonito que esconde una historia que no lo fue tanto. Muestra los looks, pero también las renuncias. En sus páginas confiesa que incluso dentro de su propio equipo le pidieron moderar gestos y expresiones, temerosos de alimentar el estereotipo de “mujer negra enfadada”. Era un equilibrio imposible: debía ser fuerte sin parecerlo, elegante sin resultar elitista, natural sin mostrarse informal. Mientras su marido negociaba con el Congreso, ella lidiaba con el imaginario colectivo.
El guardarropa de Michelle Obama era diplomacia y pedagogía, una forma de decir: también somos esto
Durante el primer mandato, se concentró en parecer “accesible y femenina”. En el segundo, empezó a permitirse más riesgo. Aun así, su imagen seguía siendo un campo de batalla. En el capítulo dedicado a su peinado relata una historia de alisados químicos, pelucas y extensiones, y la decisión de ocultar su textura natural para no distraer del trabajo político. “No quería que mi pelo hiciera más ruido que mis palabras”, escribe. En los últimos años se ha permitido esa libertad que antes parecía incompatible con el poder.
Su estilista, Meredith Koop, lo resume así: “Cada look era un mensaje”. Un vestido de Jason Wu en lugar de Oscar de la Renta significaba abrir la puerta del sistema a una nueva generación. Un top de H&M en una visita escolar hablaba de accesibilidad. Su guardarropa era diplomacia y pedagogía, una forma de decir: también somos esto.
Esta semana, mientras EE.UU. comentaba las páginas de The Look, otra figura política acaparaba titulares por motivos parecidos y distintos a la vez: el nuevo alcalde de Nueva York, Zohran Mamdani. Su traje azul medianoche de Suitsupply —uno de los “cuatro o cinco” que posee, según contó al podcast Throwing Fits— es barato, casi monástico, pero se ha convertido en su declaración de principios. “Lo llevo demasiado”, bromeaba, consciente de que la repetición también puede ser una forma de poder.
En la noche de su victoria, el 4 de noviembre de 2025, los ojos se posaron automáticamente sobre su mujer, a la que muchos ya se refieren como primera dama de Nueva York. Rama Duwaji, artista siria de 31 años, salió al escenario vestida de negro: un top del diseñador palestino-jordano Zeid Hijazi y una falda de Ulla Johnson. A su lado, Mamdani representaba la sobriedad política del traje; ella, la posibilidad de una estética comprometida. Juntos construyeron una imagen que decía dos cosas a la vez: él, que el poder puede ser austero y funcional; ella, que la moda puede ser una forma de compromiso.


