Gigantes romanos en la Galia

Postal desde Nimes

Decía mi abuela: “Tomad ejemplo de los romanos que todo lo hacían con las manos”. Podríamos añadir que, en su mayoría, se trataba de mano esclava. En cualquier caso, elevaron construcciones que veinte siglos más tarde siguen en pie, y hasta en uso. ¿Un ejemplo? Las Arenas de Nimes. La solidez del edificio fue avalada ya por los visigodos, que lo convirtieron en fortificación. Más tarde albergó un barrio entero de setecientas almas y hoy, al rodear los dos pisos de arcos que envuelven las Arenas, todavía puede oírse el entrechocar de hierros que escapa de su interior. No será producto del encontronazo entre gladiadores fantasmas, sino del manejo de estoques, banderillas y picas, porque, además de conciertos y encuentros varios, dos veces al año las Arenas albergan ferias con corridas de toros.

No termina aquí la huella romana en la ciudad, ni mucho menos (por algo, junto a las Arenas, han abierto el Musée de la Romanité). Basta con andar seis minutos para alcanzar la Maison Carrée, un templo construido con todo lo que es de rigor en un templo romano: su podio, sus columnas, su frontón... En la edad media sirvió de Ayuntamiento, luego fue iglesia, archivo, museo, también sirvió de inspiración para la iglesia de la Madeleine de París y hoy, después de una restauración primorosa, luce como el primer día.

El puente tiene tres pisos de arcos, generosos en las dos secciones inferiores y mucho más pequeños en el piso superior

Y, siguiendo en la misma dirección, se pasa por las ruinas del templo de Diana, situado junto al manantial galo de Nemausus, que dio nombre a la ciudad, y luego se llega a la torre Magna, que protegió en su tiempo el punto más alto de las murallas y, aunque haya perdido un piso, todavía se estira sobre la ciudad.

Hay otros vestigios romanos, como la puerta de Augusto, por donde la Vía Domitia salía en dirección a la capital del imperio. Y, aunque menos vistoso, la visita debería incluir el Castellum Aquae. Conserva una alberca circular en la que desemboca un canal cubierto y de la que salen varios caños. Es el final de una obra mayúscula, que se concibió para ganar prestigio, porque hubo un momento en el que el caudal que obtenían de la antigua fuente celta pareció insuficiente: toda población que se preciase debía contar con termas y fuentes abundantes. Fueron, pues, a buscar un caudal mayor. 

El Pont du Gare, patrimonio de la humanidad

El Pont du Gare, patrimonio de la humanidad

Getty Images

Lo encontraron veinte kilómetros más al norte, en el manantial de Eure. La diferencia de altitud entre la surgencia y el punto de llegada en la ciudad apenas superaba los doce metros. Pero, además, buscando el terreno más adecuado, los ingenieros prolongaron el recorrido del canal hasta los cincuenta kilómetros. Para que el agua bajase, disponían de una pendiente de veinticinco centímetros por kilómetro. Y, entre otros, tuvieron que salvar la muesca que había horadado el río Gard. Allí tendieron un puente de trescientos metros y hasta cincuenta metros de altura. Puestos a comparar con otros acueductos, el puente del Diable de Tarragona alcanza una altura máxima de veintisiete metros, que son veintiocho metros en Segovia, aunque su sección sobre arcos multiplica por tres la extensión del Pont du Gard. 

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En cualquier caso, el puente sigue allí, una obra mayúscula, con tres pisos de arcos, generosos en las dos secciones inferiores, mucho más pequeños en el piso superior. Elevado sin uso de mortero, el acueducto ha sobrevivido a numerosas riadas, pero las principales amenazas le han venido del uso de sus piedras en otras obras, el abandono y su modificación para permitir el paso de máquinas de artillería. Por suerte, Prosper Mérimée, inspector de monumentos nacionales, lo incluyó en su elenco ya a mediados del siglo XIX. Desde entonces se han realizado reiteradas obras de restauración y también se ha puesto algo de orden a la llegada de turistas.

Las Arenas, la Maison Carrée, el Pont du Gard, ante tales obras viene a la cabeza aquella metáfora medieval que establecía que, si veíamos más y más lejos no era por méritos propios, sino porque somos enanos encaramados en los hombros de gigantes. 

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