El 15 de agosto amanece sin una nube. Es día de fiesta en Sofía, día de levantarse con tiempo, de añadir un café al desayuno habitual y de salir a pasear. Apenas hay tráfico. Y los viandantes andan sin prisa. Acicalados, solos, en pareja, con toda la familia, parecen atraídos por una gravitación que los hace confluir en las distintas iglesias.
La que me pilla más cerca es la catedral de San Alejandro Nevski. Con sus cúpulas y galerías de arcos, se diría sacada de Minas Tirith, si no fuera porque la película de El señor de los anillos se filmó un siglo más tarde. Este templo se construyó como monumento para celebrar la liberación del país del yugo otomano. Mármol italiano, ónice de Brasil, alabastro indio, puertas forjadas en Viena, mosaicos venecianos… Y, sin embargo, lo que más impresiona es el coro que acompaña el oficio. Los fieles atienden de pie, en un espacio diáfano, sin bancos ni escaños, y todas las lámparas y velas, todos los dorados, parecen dispuestos para dar más brillo a las voces.
La vida en Sofía gira en torno a la catedral de San Alejandro Nevski
Y es que este es un día especial: se celebra la dormición de la Virgen María.
A dos pasos, Santa Sofía presenta un exterior mucho más austero, aunque su historia es más sustanciosa. Se remonta a una primera basílica del siglo IV que se asentó donde los romanos tenían su teatro. Diez siglos más tarde fue sede episcopal y luego los otomanos la reconvertirían en mezquita. Mosaicos, frescos y demás vestigios dan fe de sus vaivenes.
Mucho más recogida es Santa Paraskeva, que ha quedado elevada en una confluencia de pasos a distintos niveles. Y cerca, la catedral de Santa Nedelya también las ha visto de todos los colores, hasta perder todo vestigio del edificio original del siglo X.
Por fin me detengo ante San Nicolás. Erigida como iglesia adjunta a la Embajada Rusa, llama la atención con sus cúpulas bulbosas cubiertas de oro, de evidente inspiración moscovita. Y, mientras asciendo por la escalinata, pienso que quizás han puesto la música demasiado fuerte. Una pantalla de fieles me oculta la nave principal. Busco los altavoces. Pero, cuando consigo colarme en el interior, me doy cuenta de que no, que las voces son en vivo y que son pocas, apenas una por cuerda: una soprano, una contralto, un tenor. La experiencia va acompañada de incienso, velas, apertura de cortinas en las puertas del iconostasio, ruido de cazos. Y entonces sale del iconostasio el sacerdote principal. Que más que salir se podría decir que irrumpe, para darle más contundencia, con su estola y su casulla ricamente bordadas y un empaque que rebajaría a barquichuelo el Titanic.
Y llega el momento en que el sacerdote toma la voz y lo que sale de su pecho va más allá del prodigio humano. Su canto es el de Boris Gudonov. Sacude y estremece y penetra hasta hacer temblar las más profundas raíces de la tierra. Así imagino a un dios que, con el verbo, se dispone a crear el universo.
Abandono la iglesia conmovido, que no es para menos. Y cierro el recorrido donde lo he empezado. En la catedral de San Alejandro Nevski sigue el servicio. El coro roza cotas celestiales. Y será la música, será el paseo, que me han despertado el apetito y me viene a la cabeza una buena ensalada y esas berenjenas, que no sé cómo las cocinan, pero puedo asegurar que he no probado otras mejores en mi vida.

