La línea del Ecuador pasa a pocos kilómetros de Quito. La crucé sin darme cuenta. Habían puesto en el autocar una película sobre una puerta estelar que me tenía embobado y regresé a la realidad bastante más al norte. Acabábamos de dejar atrás una población.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
— De repente hemos pasado Otavalo —me respondieron.
—¡Alto! —grité.
Me había saltado mi destino. El conductor tuvo la cortesía de dejarme en una parada de autobús, para que pudiera deshacer el tramo que había recorrido de más.
En los fines de semana, en Otavalo se celebra el mayor mercado de artesanía del país y puede que de América del Sur. Entonces, los turistas llegan en tromba y asaltan las tiendas de la plaza de los Ponchos. Revuelven tapices y alfombras, se prueban cinturones, bolsas, jerséis, blusas bordadas, los famosos sombreros Panamá (que son originales de Ecuador), preguntan por la cerámica... Según la pinta del comprador, se ajustan los precios y se multiplican de acuerdo con el color de piel y el acento. Apenas se puede circular.
Pero de viaje uno llega cuando puede, y yo llegaba un martes. Del gentío no quedaba ni rastro. En todos los restaurantes había mesas libres. Mientras comía, un vendedor, con trenza, sombrero negro, pantalones blancos, me ofreció unas pulseras. Hablamos un rato.
—Los jóvenes no quieren llevar el vestido tradicional —comentaba afligido.
Sus colegas, en las pocas tiendas que permanecían abiertas, jugaban a cartas, bostezaban y pegaban cabezaditas. Al fin y al cabo, las ventas podían darse por hechas, fuera allí o más allá, en tantos mercados de Ecuador y Colombia, y hasta al otro lado del Atlántico, adonde también exportan su género.
Me entretuve un rato en el patio del hotel observando un colibrí que repasaba las flores. Se sostenía en el aire con un latido de alas imposible.

El mercado de frutas y artesanía en Otavalo se celebra cada fin de semana
A la mañana siguiente, superé las primeras cuestas del camino que llevaba al lago de San Pablo. Después seguía llano entre plantaciones de eucaliptos y campos cercados con paredes de barro y setos de cactus. Las casas consistían en cuatro paredes y un tejado de chapa.
Antiguos volcanes rodeaban el lago. Una nube dibujada les tapaba la boca. Los cultivos se agarraban a sus laderas.
Las mujeres lavaban la ropa en el lago con el agua hasta la pantorrilla, sin arremangarse la falda. Una chica se enjabonaba su larga melena negra. El sol, envidioso, le arrancaba reflejos azulados del pelo. Cerca, un cerdo pastaba estacado con un metro de cuerda.
Seguí la orilla del lago hasta dar con el río por donde desaguaba. Pregunté a una anciana si aquel era el camino que llevaba a la cascada de Peguche. La mujer vociferó e intentó salpicarme. Pregunté de nuevo a unos campesinos que trabajaban en la otra orilla del río. Para oírnos, teníamos que hablar a voces. Me indicaron la dirección y se pusieron a hacerme preguntas.
—¿De dónde eres? —gritaron.
—De Barcelona.
—¿Conoces a José Patiño?
El río saltaba veinte metros en la cascada de Peguche. Ante su vigor, resultaba obvio que fuera especialmente sagrada para los antiguos caranquis y que todavía hoy se acerquen los danzantes a purificarse antes de celebrar el Inti Raymi. También se entiende que cuente con su leyenda, con una cueva en su interior que guarda una cacerola de oro. La custodian dos perros negros y hasta el mismo diablo, que espera sentado a que la tomes, para empezar a dejar caer los granos de arena de un plato. Cuando termina la arena, se hace con el alma del sustractor.
Por si alguien no da con la moraleja, una pintada a la salida de Otavalo explicaba algo parecido sin andarse por las ramas: “Eduque al niño y no tendremos que castigar al hombre”. La firmaba la Policía Nacional.