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Navegando por el pasado industrial de la ría de Bilbao

Con historia

Hasta la inauguración del Museo el Guggenheim, el apelativo de bocho (agujero) era más que acertado para esta ciudad rodeada por industrias

El Museo Guggenheim en una perspectiva en la que parece un barco varado

A.Cerra

No falta mucho para que el Guggenheim de Bilbao cumpla 30 años. Casi tres décadas de historia, pero, sobre todo, de visión de futuro, ya que nunca un museo ha tenido tanta incidencia —y tan rápida— en el desarrollo de una gran ciudad. Ni los más optimistas imaginaron que su apertura, en 1997, supondría un cambio tan radical en el devenir de la capital vizcaína.

Hasta ese año, el apelativo de bocho (agujero) era más que acertado para una urbe hundida entre colinas y rodeada por industrias que proporcionaban tanto trabajo como polución. La gran mayoría de esas empresas de producción pesada y contaminante se ubicaban junto a la ría del Nervión, a un paso del núcleo histórico. Sin duda, todo aquel entramado metalúrgico aportó riqueza durante gran parte del siglo XX, pero también es innegable que cualquier viajero que llegaba a Bilbao la definía como un lugar gris y nada atractivo.

Por un lado, la crisis industrial transformó el panorama económico; por otro, la creación del Guggenheim trastocó el paisaje urbano

Sin embargo, el final de la centuria trajo un cambio de tendencia. Por un lado, la crisis industrial transformó el panorama económico; por otro, la creación del Guggenheim trastocó el paisaje urbano. Él, por sí solo, se convirtió en motivo de visita a Bilbao y reivindicó el poder turístico de la arquitectura contemporánea. Así, la capital vizcaína se volcó en renovar su aspecto. Unos cuantos años más tarde sigue empeñada en ello, aunque eso no significa que olvide su poso industrial: aún se pueden rastrear sus huellas navegando por la ría, bogando prácticamente desde el centro bilbaíno hasta las inmediaciones del gran puerto del golfo de Vizcaya, situado junto a la atractiva villa de Santurtzi.

Esta singladura, como no podía ser de otro modo, ha de iniciarse a un paso del Guggenheim; en concreto, a la sombra del puente de La Salve, en cuyas inmediaciones hay una parada para las embarcaciones que recorren los últimos kilómetros del Nervión. Al canadiense Frank Gehry le hubiera encantado que zarparan desde el propio museo. De hecho, en los bocetos primigenios del arquitecto, planeó su Guggenheim en plena ría. Y, cuando debió renunciar a esa idea, tuvo la genialidad de generar un brazo acuático artificial para reforzar la imagen de que su gigante de titanio no era otra cosa que un buque varado.

Los viejos cargaderos de Orconera y Sefranito junto al puente de Róntegui

A.Cerra

Es una monumental alusión a los antiguos astilleros vizcaínos. De hecho, no muy lejos de aquí surgieron, en 1900, los Astilleros Euskalduna, que contaban con varios diques de más de 100 metros para la construcción de barcos de tamaño considerable. Nada más pasar bajo el puente de Deusto, aquel inmenso solar se intuye desde el cauce gracias al palacio Euskalduna, cuyo volumen de acero oscuro evoca su pasado. Y, aguas abajo, emergen los 60 metros de altura que elevan a la gran grúa Carola, la cual formó parte del tejido productivo de los astilleros y que ahora es el emblema del Itsasmuseum o Museo Marítimo de Bilbao.

Siempre con rumbo al Cantábrico, la travesía prosigue hacia barriadas humildes del viejo Bilbao. En la margen izquierda aparece primero el caserío apiñado y colorido de Olabeaga, popularmente conocido como Noruega, ya que aquí atracaban y descargaban su mercancía muchos barcos de pesca escandinavos. El siguiente barrio que aparece en el itinerario es Zorrotza, con su gran muelle que, en otro tiempo, fue un hervidero de actividad donde coincidían la siderurgia, la construcción y reparación naval, así como un constante tráfico mercantil. Hoy, sin embargo, aquel frenesí son recuerdos y ruinas, algunas tan dramáticas como el esqueleto del escultural edificio de Molinos Vascos.

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Todo eso aparece en la margen izquierda, mientras que en la orilla contraria se percibe la efervescencia constructiva de la isla de Zorrotzaurre. En ella se está desarrollando un megaproyecto urbanístico firmado por el prestigioso estudio de la iraní Zaha Hadid. De manera que la obra nueva y las grúas conviven con viejos almacenes, fábricas abandonadas y talleres navales que, en su mayoría, están en desuso, aunque algunos disfrutan de una segunda vida, reconvertidos en espacios culturales, creativos o como mercadillos.

Una vez pasada la isla, al caudal de la ría se le suman las aguas del canal de Deusto y las que llegan a través de la desembocadura del Cadagua, río que marca el inicio del término de Barakaldo. Y, precisamente desde ahí, se aprecia cómo el horizonte queda cortado por el enorme puente de Rontegi, la última comunicación por tierra entre las dos márgenes antes de llegar al mar. Las dimensiones de este puente de carretera plasman a la perfección la envergadura que podían alcanzar las naves que navegaban por estas aguas.

El edificio de la empresa Molinos Vascos que embarcaba aquí su cereal

A.Cerra

Además de los buques fabricados en los astilleros locales, la gran mayoría eran mercantes que llenaban sus bodegas con mineral extraído en el interior del País Vasco. Para ellos había en la orilla decenas de cargaderos, hasta los que llegaba el ferrocarril con la mercancía. Se ven, por ejemplo, a un lado y al otro del puente de Rontegi, a cuyos pies se mantiene la madera de uno de los cinco cargaderos con los que la compañía Orconera transportaba hierro. En evidente contraste, tiene como vecino el cargadero de hormigón que construyó la empresa Sefanitro para abastecer de nitrógeno a la industria de los fertilizantes. Aunque el mejor conservado se descubre aguas abajo de Rontegi, donde se restauró el cargadero de mineral de hierro erigido en el lejano 1886 por la compañía Franco-Belga.

No termina aquí el rastro histórico de la industria local. En el último tramo, por la margen izquierda —la tradicionalmente obrera—, la huella fabril es de magnitudes colosales en el sentido más literal de la palabra. No hay que olvidar que el trayecto se adentra ya en el municipio de Sestao, donde estuvieron los recordados Altos Hornos de Vizcaya. En su momento fue la mayor empresa española, pero llegaron las crisis, las reconversiones y el cese definitivo de actividad. Si bien en parte de su solar se prosigue con la siderurgia, como muestran las instalaciones de la multinacional ArcelorMittal.

No obstante, quizás sea mucho más llamativo lo que se observa en otra empresa vecina: la Vicinay Marine, en cuya explanada se extiende su emblemático producto: las cadenas metálicas más grandes del mundo. Aunque, de cuanto se contempla en la orilla sestaoarra, nada sugiere tanto el pasado como las monumentales grúas que fueron parte de los astilleros de La Naval. Ver estos gigantes desde el agua, como si fueran bestias metálicas con vida propia, es una de las visiones más recordadas del viaje y, además, un excepcional anticipo antes de alcanzar la gran joya del patrimonio industrial vasco: el Puente Colgante de Vizcaya.

Se trata de una obra con rango de Patrimonio de la Humanidad y que, desde el año 1893, une los núcleos de Getxo y Portugalete mediante una barquilla que sobrevuela los 160 metros del cauce de la ría. Y lo hace durante las 24 horas del día. Es un ingenio único, ya que es el puente transbordador más antiguo del planeta. Una maravilla por la que merece la pena desembarcar unos instantes, cruzar al otro lado y ser uno más de los 6 millones de viajeros que lo usan cada año. Es el broche ideal para este itinerario por el pasado y el presente de la ría del Nervión.