Hacer el turista es un deporte de fondo

Postal desde Londres

La primera vez que aterricé en Londres me sorprendió la temperatura del aire acondicionado del aeropuerto. Hacía frío. Luego me di cuenta que estaba en el exterior. Y ya de entrada me gustó la nube que tenía pegada encima. Aquella luz atenuada, ¡qué descanso para los ojos! Descubrí entonces el metro, un reducto peligroso donde se avanza a toda velocidad y sin compasión por el resto de humanidad. Cuando circulaba por el exterior, tomé como referencia los colores predominantes: el rojo del ladrillo y el negro de la tierra húmeda. Dentro del vagón, además de las variopintas vestimentas, me fijé en los anuncios y en el espacio que se dejaba cada tanto para colgar una poesía. El lugar ideal para leerla. Y escuché aquel lema que tanto sirve para andar por el mundo: ”Mind de gap”, advertían al llegar a las estaciones.

Desde entonces me han quedado algunos tics que repito cada vez que visito la ciudad. Para cerciorarme que seguirá igual, aún después del Apocalipsis. Los agrupo por localizaciones, más o menos, aunque el orden tanto da, mientras sigan en su sitio.

En un cuento Margaret Attwood, mientras los aviones nazis arrojaban bombas un hombre tocaba el piano en la calle

En un cuento Margaret Attwood escribe que, durante el Blitz, mientras los aviones nazis arrojaban sobre Londres miles de bombas, había un hombre tocando el piano en la calle. Así me imagino a los nadadores del Serpentine, el lago sinuoso que discurre entre Hyde Park y Kensington Gardens. Tanto da que haya patos, gansos o cisnes, o que tengan que romper el hielo en año nuevo. Admiro su flema. Y me acerco a la estatua de Peter Pan, que por aquellos setos fue donde las hadas le enseñaron a volar.

El museo de Victoria & Albert me pilla cerca. Paso a visitar la alfombra de Ardabil, la cerámica de Iznik, pero también las dos salas de copias, donde no se anduvieron con chiquitas: allí se exhibe la columna Trajana, el David de Michelangelo, y el de Donatello, y el de Verrocchio, y el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago. Y, como queda a dos pasos, entro en Harrods, bajo a los salones de comida, repaso sus manjares y me compro fiambre de pavo para prepararme un bocadillo que me zamparé en el parque.

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Calle de los teatros en Londres en el área de Covent Garden

Terceros

Ya puestos a repasar grandes almacenes, también puedo pasar por Liberty. Sus diseños cobraron tal fama que la rama italiana del modernismo tomó su nombre: estilo Liberty. Recorro su edificio Tudor buscando una tela estampada con el motivo del Ladrón de fresas que William Morris diseñó en 1883. Pero, si tienen que encontrarme, me hallarán entre las más de cuatro mil piezas de la sección de alfombras orientales. Y, ya puestos, hasta podría acercarme a Fortnum & Mason, a elegir el cesto ideal para un pícnic como Dios manda.

No puedo pasar por Londres sin pisar algunas librerías. La Foyles de Charing Cross, que antaño era un laberinto, hoy dispone cuatro pisos alrededor de un atrio diáfano, y dos más con café y auditorio. Junto al Convent Garden, en Stanfords, repaso lo que ha salido sobre viajes. Y Daunt Books, a un tiro de piedra del Baker Street de Sherlock Holmes, además de su local primoroso, me sirve de punto de partida para un paseo que me acercará a Regent’s Park, donde se disputan simultáneamente varios partidos de críquet, para seguir a la vera del Regent’s Canal, por detrás del Zoo, y salir en Camden Town, con sus tiendas y tumulto.

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Veo que se me acumula el trabajo, porque aún debo visitar, como mínimo, un par de museos. En el museo Británico, busco al menos una pieza de porcelana Ming pintada con el amarillo imperial. Claro está que también me acerco a la piedra de Rosetta, los mármoles del Partenón y la leona herida de Nínive. Y, en la Tate Modern, debo encontrar alguna pintura de Karel Appel y de Alfred Wallis. Allí los descubrí y allí tienen que estar. Por si no hay bastante, puedo añadir la National Gallery, con el matrimonio Arnolfini, El último viaje del Temeraire y una batalla de Paolo Uccello, o la Tate Britain con la Ofelia de Millais.

Esto de hacer el turista es un deporte de fondo. Pero ya casi veo el final y, para empezar a respirar, me permito alejarme del centro. O colocarme en el centro, con un pie en cada hemisferio. Para ello, cruzo el Támesis por el túnel de peatones de Greenwich, remonto la colina de la ribera sur y, junto al observatorio astronómico, doy con el primer meridiano, el meridiano 0. Y, si todavía necesito más aire, hasta podría acercarme a los jardines de Kew, otra pieza principal en la construcción del imperio.

Debo añadir que, salvo los jardines de Kew, el coste de estos requisitos previos se reduce a unas pocas libras por las lonchas de fiambre de pavo y lo que se precise de metro o autobús.

Y por fin puedo sentarme a tomar un té, pongamos que en la cripta de Sant Martin in the Fields, y estudiar qué visitas agrego, que nunca me dejarán de asombrar. ¿La casa museo de Sir John Soane? ¿Un jardín público en la cima de un rascacielos? ¿Los túneles que permanecieron en secreto desde la Segunda Guerra Mundial? En cualquier caso, habré constatado ya que, con la misma tozudez que se llenan los pubs cada viernes por la tarde, este mundo endeble todavía se sostiene.

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