“Alégrense hoy los que puedan, del mañana no hay certezas”. Con estos jubilosos versos de Lorenzo de Medici aterrizo en Florencia por vez primera, sabiendo que era extraño, o al menos así me lo ha parecido siempre, que habiendo viajado bastante o mucho, no hubiese recalado nunca en este suelo. Para lo cual solo encuentro una explicación: he viajado de allá para acá, de acuerdo, pero siempre donde el trabajo me ha llevado.
Ray Loriga y Fátima de Burnay en un descanso de tu ruta por Toscana
Así es también esta vez, pero al igual que en las ocasiones anteriores, trabajar no es antónimo de placer, más bien al contrario, pues le da a cada aventura un añadido de utilidad, o al menos contribuye al autoengaño de no ser simplemente un turista. Terribles prejuicios, como decía, también en Florencia, Mark Twain. Prejuicios que afectan por igual a quien visita y al lugar visitado, acunando en una misma melodía a dos completos extraños. Aunque intuida desde el ábside la Santa Cruz, no parece que a Firenze le afecte ya nada, ni siquiera el paso de todos nosotros.
¿Sensaciones o impresiones? Es lo primero que anoto en la pequeña libreta de cartón, sin saber bien todavía si ambas cosas no son a la postre, el cómputo final que conforma un recuerdo. Y de esos desde luego hay muchos, demasiados, pero dónde no. Tantos que Florencia parece de manera simultánea su verdadera presencia y su agotadora reproducción. Me decido antes del primer paseo, tras el leve tránsito de registro en el hotel, por escoger las primeras. Al fin y al cabo, las impresiones suelen nublarse por culpa de la arrogancia o el desconocimiento, mientras que las sensaciones disfrutan de una libertad no premeditada.
Al amanecer, la luz sobre Florencia se deja disfrutar en soledad”
Primera tarde en Florencia y ya vienen en avalancha las dichosas huellas perennes, empeñadas en acumularse sin orden ni concierto en la memoria. El Duomo te quema y te devora, con apenas mirarlo, tan solemne y caprichoso a la vez, como una gelateria gigante, o como un palacio vislumbrado solo en un sueño. Las calles adyacentes, mientras tanto, te empapan de ruido, tuk-tuks y posturas mal calculadas, con sus correspondientes sonrisas a cámara (teléfono), por cierto que bien sabía ET el Extranjero, que eso es todo lo que necesita un alienígena cuando visita otros mundos, justo cuando creías que el palo selfie ya no se llevaba, te incrustan uno en la nuca (qué le vamos a hacer), te pisa una abuela, te remata un niño, te asusta un vendedor de cualquier cosa.
Altar de piedra en el conjunto monumental de la basílica de la Santa Cruz de Florencia
Dibujo de la estatua de bronce ‘Perseo con la cabeza de Medusa’, de Benvenuto Cellini, en la Piazza della Signoria, Florencia
Y así hasta llegar a empellones a la Santa Cruz, y esperar —por la cortesía impagable de Caterina Barboni— a estar después milagrosamente a solas en el deslumbrante templo. Es un decir, no lo de deslumbrante sino lo de a solas, por allí andaban, entre otros (como se dice en crónicas de sociedad), Miguel Ángel, Dante, Galileo, Maquiavelo, Rossini, la princesa polaca Zofia Czartoryski Zamoyska, tan elegantemente postrada (gracias al talento de Lorenzo Bartolini), unos dentro y otros lejos de sus propias tumbas. Como bien avisaba Twain en The innocents abroad, no todos los ilustres descansan bajo sus lápidas en esta formidable tierra, que antes en ocasiones, y luego y hasta ahora, llamaron Italia.
Una iglesia en silencio me parece ahora más una casa que un cementerio, a pesar de los muertos que la sujetan, como si cada una de esas vidas volviera a jugar entre los reclinatorios. Las capillas aún no vencidas de Giotto apuntalan el encantamiento.
Volviendo a la princesa y al delicado y perfecto retrato de mármol que descansa sobre su tumba, no se me ocurre mejor guardiana para La dama del armiño de Leonardo da Vinci, que solo gracias a sus descendientes, y después de mil avatares (y esquivando unos cuantos nazis), se guarda a buen recaudo y a la vista de todos en el museo familiar en Cracovia. Subimos por la tarde a la Piazzale de Michelangelo. No somos los únicos. De hecho, el único momento adecuado para escalar hasta este, por otro lado, fabuloso emplazamiento, es al amanecer, cuando la luz sobre Florencia se deja disfrutar en soledad.
Mientras bajo de este pequeño infierno, pienso en todos los que llegaron aquí antes; Hawthorne, Byron, Shelley, Twain, Stendhal, Goethe, Dostoyevski, Woolf, Foster, Browning y Barrett (y viceversa)… por citar algunas grandes pasiones. De hecho, en esta ciudad te preceden tantas escrituras ilustres, que te sientes un escritor ninguno. Apenas un imbécil con un lápiz y una libretita manoseada.
Pienso en todos los que llegaron aquí antes; Hawthorne, Byron, Shelley, Twain, Stendhal, Goethe, Dostoyevski, Woolf, Foster...
Para olvidar las inseguridades, escucho canciones de I Ribelli, aquella banda que acompañó al primer Celentano, que aunque eran de Milán, siempre me ponen de muy buen humor en cualquier sitio.
También comemos y bebemos, claro, cayendo en la cuenta que, como en cualquier otra ciudad, es mejor pedir consejo y buscar con tiento, pues justo al lado de un restaurante muy malo (un engañaguiris, para entendernos) hay una trattoria exquisita, o una osteria con brunellos o chiantis de fiar, y así lo excelente y lo malo se alternan y pueden confundirse, al mismo precio (o incluso mayor), lo pésimo que lo riquísimo. Con lo cual, nos conviene ser cautos y solo así damos con algunos verdaderos paraísos.
Cruzando el puente de Santa Trinidad —algo me dice que hay que escoger un puente para caer del todo enamorado de tan abrumador entorno— decido que este será para siempre el mío, y caigo vencido (apenas es solo el segundo día), en un dulce arrebato que me seguirá, como un amigo fiel, hasta Siena, Pisa, Liborno, Mugello, y por toda Toscana.
Bocetos del cuaderno de viaje de Fátima Burnay
Fátima de Burnay llenó sus cuadernos de paisajes y monumentos
Casi no ha amanecido cuando partimos en coche a Siena, que se muestra enseguida encantadora de otra manera, o por así decirlo, en otra escala. Bien pertrechada a su vez de imponentes arquitecturas, tiende la mano más amable que la sobrecogedora Florencia, y hasta sus muchos visitantes, nosotros entre ellos, parecen menos nerviosos, menos ruidosos, o si acaso más a gusto. Igual de cómodos parecen san Jerónimo y María Magdalena en la capilla Chigi de la catedral de Siena, a pesar de las estrecheces, pues se empeñó Bernini en que se escaparan del espacio que debía contenerles, tal que si su espíritu fuese inaprensible.
El Duomo de Siena, aun con su frustrada ampliación, es por lo demás tan imposible de asumir como el de Florencia, y lo mejor es dejarse engatusar a fogonazos, imaginando a un jovencísimo Rafael entre sus muros, echándole más que una mano a su maestro Pinturicchio. O perdiéndose entre las mil silenciosas narraciones que rodean sendos púlpitos de los Pisano o deslumbran desde los pavimentos cuyos dibujos asombrosos de escenas bíblicas, hermosas viñetas de la cultura clásica, la historia de la ciudad y hasta representaciones filosóficas y esotéricas, invitan a caminar por el aire mirando hacia abajo.
Siena tiende la mano más amable que Florencia”
La plaza, como era de imaginar, magnífica pero también acogedora y hasta amable, llena de terrazas siempre un poco más caras que las mil que se esconden por los callejones y, aun así, no demasiado agobiantes, ni del todo esterilizadas de formas de vida local. Los estandartes de las diecisiete Contradas o distritos de la ciudad le dan al conjunto, sobre todo por la noche, bajo arrogantes faroles, un toque a cuento, es decir a farsa, por más que uno sea consciente de lo vero del argumento. Algo en toda esta verde y archiconocida región que voy cruzando por vez primera —a sabiendas de que soy casi el último en pasar por aquí— parece también estar alrededor y mucho más lejos, como si aún quisiera guardar algún misterio, a pesar de la avalancha.
Me sorprendo al toparme en el Palazzo delle Papesse con una exposición antológica de Hugo Pratt, lo cual es un regalo inesperado. Nunca antes, ni en su Venecia, había visto tal reunión de material original, y siendo un loco de Pratt, y no solo de Corto Maltés, me entusiasmo al ver allí sus apuntes, acuarelas y todas las viejas series que dibujó antes del famosísimo marinero.
Ray Loriga en uno de los paisajes más característicos de Toscana, en Castello del Trebbio, junto a la localidad de San Piero a Sieve
Cenamos una carne memorable (Toscana es también un festival carnívoro), en una terracita encantadora de la osteria Quattro Venti, antes de planear la visita a Pisa, que para mi sorpresa y quitando los cientos de clones haciéndose la misma foto frente a la torre lánguida, con variantes a cuál más grotesca, me resulta una pequeña ciudad acogedora, con una animada vida universitaria y un Camposanto (vacío de visitantes) en la misma plaza de los Milagros que alberga el Duomo, la torre y el baptisterio, que con su inmenso claustro puntuado por esculturas y sarcófagos romanos y decorado con maltrechos pero hermosísimos frescos, merecen por sí solos la mañana.
La tarde se vuelve sorprendente al encontrar al frente del histórico hotel Royal Victoria, en la ribera del Arno, a un casi vecino de Madrid, extenista, hijo de un antiguo socio del dueño de Santa Maria Novella, la celebérrima perfumería florentina. Me enseña desde el ático, ahora cerrado al público, una vista impagable de toda Pisa y me muestra el inmarcesible libro de firmas de visitantes ilustres, que incluye a casi toda la nobleza europea desde el siglo XV hasta hoy. Pasando por todos los artistas, escritores, políticos, cineastas, científicos y hasta aviadores. No en vano está considerado el hotel más antiguo de Italia.
El escritor junto a su pareja, la artista Fátima de Burnay en Villa La Certosa di Maggiano
Allí estaban, es decir, sus firmas y sus fantasmas, desde Alejandro Dumas hasta Lindbergh, Henry James, Karen Blixen, un gélido Amundsen o un tal Theodore Roosvelt. En fin, la lista es interminable. Como curiosidad, solo encontré dos españoles: Ricardo Franco y Miguel Bosé. Cosas que pasan.
Otro descubrimiento, y este afecta a la totalidad de la región, es que está petado de turistas, de acuerdo, pero también puede uno perderse —dentro de los monumentos incluso—, sobre todo por los inmensos campos de viñedos, olivos y cipreses con solo salir un poco de las rutas más transitadas. Perdiéndose por Mugello, por ejemplo, buscando una loquísima fortaleza de los Medici, jamás habitada ni utilizada, escondida en una jungla de muy difícil acceso. O parando a tomar una cerveza en cualquiera de los poco o nada visitados pueblecitos de la zona, que apenas sirve de tránsito a Bolonia, o para los locos de las carreras de motos.
En Mugello buscamos una loquísima fortaleza de los Medici, jamás habitada ni utilizada”
De igual manera, se puede comer en un rico, alegre y absurdamente barato puestecito, frente a las tristísimas casas de baño de la playa de Livorno, o encontrar en el casi irreal y masacrado por turistas San Gimignano una galería de arte escondida dentro de un antiguo cine, Galleria Continua, que muestra obras de Anish Kapoor, Pistoletto, Carlos Garaicoa y hasta un inmenso Sol Lewitt (a su vez bien escondido), o la más reciente exposición de la delicada, contundente y exacta artista de Bombay, Shilpa Gupta.
O refugiarse, a las afueras de Siena, en la antigua Villa La Certosa di Maggiano y disfrutar con el impagable Cristiano, el sofisticado director del hotel, de las estancias decoradas individualmente con gusto, imaginación e inteligencia, de los cuidados jardines, del hermoso claustro y hasta de su propia capilla, aún en uso, conservada con mimo. Todo frente a un paisaje calmo y verdaderamente toscano, o al menos idéntico a lo que mi imaginación proponía antes de llegar hasta allí.
Un trago a media tarde en Villa La Certosa di Maggiano, a las afuera de Siena
Tranquilo también Colle di Val d’Elsa, que a pesar de dominar el valle desde lo alto, consigue estando lo suficientemente agazapado, y Volterra, aunque algo menos, y en suma puede uno hacerse una idea de que si te lo propones, se consigue aun en estos tiempos de viaje en grupo (o en masa), caminar solo y estar muy a gusto. Y para cuando no haya mas remedio que toparse con gente, siempre queda el consuelo de darse cuenta de que uno mismo también lo es.
De regreso a Florencia, antes de partir, en una preciosa tienda de perfumes en la Via di San Niccolò, me encuentro por casualidad con la casa donde pasó Tarkovski sus últimos días antes de ser llevado a un hospital de París por un cáncer terminal. Me parece que es buena manera de acabar esta visita (con Tarkovski y los perfumes), y me reafirma en la idea de que, vayas por donde vayas, en esta tierra, irás siempre acompañado por bellos fantasmas.
Gótico italiano: la fachada del Duomo asoma entre las callejuelas de Florencia
Dónde dormir
FLORENCIA
Hotel Cellay (Via Ventisette Aprile, 52)
SIENA
Hotel Chiusarelli (Viale Curtatone, 15)
PISA
Hotel Palazzo Feroci (Via della Faggiola 2)
Dónde comer
FLORENCIA
Trattoria da Garibaldi (Piazza del Mercato Centrale, 38r)
Cipolla Rossa (Via dei Conti, 5)
Dei Rossi (Via delle Caldaie, 14)
Boccanegra (Via Ghibellina, 124)
Osteria dei Leoni (Via dei Leoni, 2)
Antica trattoria da Tito dal 1913 (Via S. Gallo, 112)
SIENA
Da Guido (Vicolo Beato Pier Pettinaio, 7)
Osteria Quattro Venti (Via San Pietro, 66)
SAN GIMIGNANO
La Mandragola (Via Diacceto, 23)
FIESOLE
Bistrot (Piazza Mino da Fiesole, 5)
PISA
Osteria La Mescita (Via Domenico Cavalca, 2)
La Pergoletta (Via delle Belle Torri, 40)
Página web Turismo de Toscana en español:
https://www.visittuscany.com


