Las ocho mujeres de la mansión Azul
Serendipias
La madre de Rob ha venido hasta Georgetown, capital de Penang, en el norte de Malasia, para realizarse unas pruebas del estómago. El motivo de su precario estado de salud se debe al descubrimiento de la doble vida de su marido, quien tenía otra amante y tres hijos más. Heredera de un gran imperio empresarial en Yakarta, la mujer camina tambaleante junto a su hijo hacia la mansión Azul mientras espera los resultados de las pruebas.
Acurrucada entre los rascacielos de Georgetown como una extraña criatura mitológica azul, la antigua mansión de Cheong Fatt Tze, un empresario chino que hizo fortuna en la península de Malaca a finales del siglo XIX, se mantiene imponente como susurro de otro tiempo. Fatt Tze tuvo hasta ocho esposas e incontables concubinas.
La única mujer que vivió en la sección principal de la mansión fue Tan Tay Po, su favorita, quien permaneció en la construcción hasta su muerte. Según los rumores, su espíritu aún vaga entre el piano bar y las albercas interiores de la mansión, construida bajo los principios del feng shui y reconvertida hoy en un majestuoso hotel.
La historia de Po resuena curiosamente en la visitante. “Debimos alojarnos aquí y no en el Marriott” le dice su hijo Rob, principal heredero de la empresa. “Así podrías haber pedido consejos a las esposas de este señor”. Él trata de animarla y su madre sonríe, aunque sea de forma melancólica, por primera vez en mucho tiempo. Poco después, se interna en la casa mientras su hijo hace fotos en el patio.
Mansión de Cheong Fatt Tze
Un lamento se desliza entre las plantas tropicales del jardín más apartado y todas las mujeres atrapadas en los tejados, tras las puertas de teca birmana, parecen envolverla. Algunas cuentan relatos trágicos mientras otras cuchichean. De alguna forma la visitante, criada entre chamanes indonesios, evoca un ritual secreto. Tan Tay Po le dice que su sangre está habitada por miles de mujeres cansadas por culpa de sus patriarcas. Que tiene el poder para sentirse exuberante, en lugar de exhausta. Ella les habla del marido, sus cicatrices y las propiedades en Cambridge y Bali.
Rob vuelve a aparecer y su madre sigue en el jardín, hablando sola. Ya no hay nadie más. Ella parece más tranquila, se agarra del brazo a su hijo y regresan al Marriott.
Por la noche, un chico llamado Rob me cuenta la historia de su madre tomando una cerveza Tiger en un bar de Penang tras conocernos en una app de citas. Yo le pregunto si su padre sabe que él es gay y niega con la cabeza: “No es el momento” me dice, resignado. “¿Y tu madre?”. Él baja la cabeza, tímido: “Creo que lo sospecha. Quiero mucho a mi madre porque, en cierto modo, la entiendo”. Entonces soy yo quien le sonríe de forma melancólica. Rob se casará con una mujer, heredará las casas de Asia y Europa y seguirá quedando a escondidas con hombres que, para su madre - quien recibe los resultados de las pruebas en ese momento - son simplemente amigos de la universidad.
También hay hombres, como Rob, habitados por cientos de hijos reprimidos y cansados.