Si alguien me hubiera dicho que acabaría navegando entre manglares en mitad de Francia, hubiera pensado, sin duda alguna, que se trataba de publicidad engañosa. Y, menos todavía, en la costa de Nantes, a menos de una hora de la capital de la creatividad retrofuturista francesa, cuna de Julio Verne y hogar de máquinas gigantes que parecen salidas de sueños imposibles.
Esta zona del País del Loira es una sorpresa mayúscula para los primerizos. Desde viajar en barcaza por manglares centenarios hasta probar diamantes de sal recogidos con técnicas milenarias, la escapada a este rincón promete naturaleza y exquisitez apta para todos los públicos. Aunque un fin de semana es suficiente, todo lo que se pueda alargar vale la pena.
La mejor manera de llegar a la zona es aterrizar en Nantes y alquilar un vehículo
La mejor manera de llegar es aterrizar en Nantes y alquilar un vehículo. A menos de una hora se encuentra La Baule, una pequeña localidad costera atestada de mansiones del siglo XIX que contrastan con los colosos edificios vacacionales de primera línea de mar. Da la sensación, nada más llegar, que se trata de dos mundos opuestos, como si el frenesí del negocio del turismo masivo solo hubiera podido conquistar unos pocos metros de terreno. Eso sí, los más preciados.
Tras esos gigantes, que bien podrían ser la imagen de cualquier destino de la costa mediterránea española, se encuentran las mansiones, antiguas y elegantes, con esa mezcla de decadencia ordenada y acogedora tan francesa. La playa, que dibuja una media luna, está protegida del feroz viento atlántico por ambos extremos, lo que la convierte en el lugar ideal para adentrarse en deportes como el kitesurf o el windsurf por primera vez.
Paseando por la orilla de la playa en caballo en La Baule
Muy cerca de La Baule, a apenas diez minutos en coche, se encuentra la Guérande. Para llegar hasta allí hay que surcar carreteras flotantes que recorren un laberinto de salinas y lagos, un trayecto que merece la pena hacer con calma (los locales pueden ponerse nerviosos si se va demasiado lento, eso sí) y que es casi como iniciar un viaje al pasado.
Terre de Sel es el lugar donde confluyen turistas, viajeros y locales. Este centro, que se dedica a hacer visitas guiadas alrededor de las salinas, cuenta con guías (existe la opción de hacerlo en español, por supuesto) que explican el proceso de recolección de la sal (allí todavía conservan los métodos tradicionales que se utilizaban hace más de mil años) y cómo hacen para conseguir la joya de la corona: la fleur du sel.
Entre La Baule y Guérande se suceden las salinas
La diferencia entre la sal común, que allí en Guérande se le llama sal gris (tiene un color cenizo, que se debe a la tonalidad de las arcillas en las que se recolecta), y la fleur du sel no solo está en el precio (la primera cuesta 1,5 euros el kilo, mientras que la segunda llega hasta los 16 euros), sino en su sabor, utilidades (la más cara no se usa para cocinar, sino para sazonar) y aspecto: esta última se forma en cristales piramidales que modela conos diminutos que podrían pasar, en algunos casos, por diamantes.
La venta de la sal es uno de los motores económicos tanto de Guérande como de las localidades aledañas, y los productores han conseguido que, a pesar de su método ancestral de trabajo, el negocio salga rentable. Están organizados en una cooperativa que mancomuna pérdidas y ganancias, y trabajan conjuntamente en las salinas de sus vecinos en otoño e invierno para preparar el terreno de cara a la próxima temporada.
Un poco más al norte, pero también a menos de 20 minutos en coche, se encuentran las marismas de agua dulce. Ubicadas en el parque natural regional de la Brière, en pleno corazón de la Presqu’île (así se le llama a la zona en la que se encuentran todos los destinos mencionados en el reportaje).
Los manglares se suceden en un paseo en barca por los canales
Allí hay decenas de canales navegables construidos por el hombre hace más de 200 años y que servían, en un primer momento, para extraer turba, un residuo vegetal que antaño se utilizaba para calentar los hogares. Hace décadas que se dejó de usar (su quema no era de buena calidad y tampoco eficiente), pero hoy nos ha quedado el legado de un ecosistema de caminos navegables en barcaza en los que se pueden avistar aves migratorias de todo el mundo.
Los viajes pueden reservarse a través de empresas como L'Arche Briéronne, y también se da la opción de realizarlos en castellano. Gilles es uno de ellos. Este biólogo, que estuvo viviendo en la Guyana Francesa y en el Amazonas, traslada toda su pasión por su tierra, identificando todas las aves y especies vegetales que se van cruzando durante el camino.
El silencio y la calma del lugar invitan a una meditación colectiva con el entorno: el tiempo parece que se pare de verdad, el agua ni siquiera se mueve y algunos pájaros se quedan inmóviles, como si fueran de mentira, como si formaran parte de un decorado que parece de otro mundo.
Desde los antiguos canales del parque natural de Brière se avistan numerosas aves
La última parada del fin de semana es en Saint-Lyphard, una zona en la que todavía hoy se conservan las casas antiguas con techos de paja (construidas con juncos de las propias marismas) de estilo bretón. Recuerdan mucho a las cottage británicas, y el verdor y la frondosidad de los bosques le dan un aire peliculero a la comarca de los hobbits. El mejor lugar para verlo es el Kerhinet, un pueblo museo que ha logrado recuperarse (tras ser abandonado cuando finalizó la Primera Guerra Mundial) gracias al turismo sostenible y a los estudios de artesanos, que venden sus productos allí mismo.
La Presqu’île es un remanso de paz y naturaleza temperado por un océano Atlántico que tempera los inviernos y suaviza los veranos. Sea cuando sea, el País del Loira tiene un destino que vale la pena. Y mucho.


