No todas las heroínas llevan capa. Algunas llevan el maletero lleno de maletas, camino a recoger un premio por un cortometraje, bajo el sol aplastante de Castilla. Era verano. El aire vibraba sobre el asfalto y la carretera hacia La Alberca parecía derretirse bajo el coche de Elisabeth Larena. De pronto, algo diminuto y peludo se movía al borde del arcén, solo, desorientado, ajeno al tráfico y al calor infernal. Era una cría de gato tan pequeña que apenas era más que un suspiro con forma. Al otro lado, en el descampado, su madre y el resto de la camada observaban sin intención de acercarse. Cuando Elisabeth bajó del coche, la escena parecía sacada de una fábula en la que una decisión lo cambia todo. Se la acercó a su madre, intentando que la reconociera, pero no. No hubo reencuentro, solo zarpazos. Como si la pequeña ya no perteneciera a su mundo.
Lo que vino después fue una carrera contra el reloj: un veterinario en Salamanca, un diagnóstico sombrío, 24 horas en vilo y una promesa no dicha. Porque, cuando al día siguiente el teléfono sonó y le dijeron que aquella cachorra había sobrevivido, Elisabeth supo que ya no podría dejarla atrás. La actriz, por su trabajo, nunca había pensado en tener un gato, pero ahí estaba: viva. Mirándola como si ya se conocieran. Así comenzó esta historia: sin intención, sin guion y sin posibilidad de marcha atrás.
Os voy a presentar a Elisabeth Larena: es una actriz maravillosa que ha interpretado muchos papeles en televisión, como el de la Andy, una joven encantadora y desbordada, con el alma a flor de piel, en la serie La que se avecina. También la hemos visto en Servir y proteger y en Laura y el misterio del paciente suspicaz, entre otros muchos trabajos. Aun así, hay un rol que no se ensaya y que no termina con la claqueta: el de salvadora involuntaria de una gata que, como en los cuentos, no solo fue rescatada… también vino a rescatar. Podríamos hablar largo y tendido de Elisabeth, de su talento, de sus papeles y proyectos. Pero hoy, la protagonista de esta historia tiene bigotes, ronronea y se llama Luchi.
Luchi, Elisabeth,
¿Cómo estáis?
Muy bien, gracias. Miau, miau.
Elisabeth, dicen que, en ocasiones, los cuentos llevan algo de verdad en ellos, ¿qué hay de verdad en este cuento que te acabo de leer? ¿Cómo fue?
No estaba sola, hubo más personas que actuaron como verdaderos héroes y heroínas, como las llamaban, y me encanta esa forma de decirlo. El hermano de mi amigo Alfonso, que es de Salamanca como él, fue quien realmente ayudó para que todo esto pudiera ocurrir, porque tenía que ir a recoger un premio en La Alberca. Me habían dado el de mejor dirección, entre otros, y en ese momento no podía detenerme. Paré el coche, pero quien realmente se encargó de todo fue Alfonso, su familia y su hermano; cuidaron de Luchi durante esos dos primeros días, hasta que yo pude hacerme cargo. Yo, mientras tanto, no paraba de suplicar; pensaba que estaba siendo pesadísima, pero ellos lo hicieron con total generosidad. Cuando por fin la vi bien y ya me volvía a Madrid, lo primero que pensé fue “mierda”, porque viajo constantemente por el trabajo que tengo. Pero también sentí algo muy fuerte: estábamos juntas, y ahí empezó todo. Y sí, como lo has contado, fue un flechazo.

Los cinco minutos que lo cambiaron todo en la vida de Elisabeth Larena, Andy en 'La que se avecina'
¿Qué pensaste en ese primer momento, al verla sola en la carretera?
Lo primero que pensé fue: qué pequeñita es. No hubo más reflexión, simplemente eso. Después me dio mucha pena verla con los ojos infectados, tan frágil, como si la vulnerabilidad hubiera tomado forma de gato. Y tengo esa inclinación; me atrae lo vulnerable, me despierta ternura. De hecho, aunque ya soy bastante receptiva, me gustaría ser aún más, porque para mí la vulnerabilidad tiene un valor enorme, y ella lo representaba con total claridad. No había un plan ni una intención definida; todo fue sucediendo. Recuerdo que al llegar a casa en Madrid le dije: “¿Tú te vas a quedar ahí? Aquí no entras”, porque, en el fondo, me daba un poco de miedo. Nunca había convivido con un animal; en casa, de pequeña, no habíamos tenido ninguno. Así que para las dos fue algo completamente nuevo; creo que estábamos igual de desconcertadas. Me fui a la habitación, me siguió, la dejé entrar, se tumbó encima y empezó a ronronear. Vamos, un cliché total. Y ahí supe que ya estaba todo decidido: duerme donde quiere, incluso en mi cara si le apetece. En casa, las reglas no aplican para ella.
La madre la rechaza, y tú decides llevarla al veterinario, lo que sin duda alteraba tus planes… ¿Cómo fueron esos momentos?
Tengo una cosa que no puedo evitar, y la verdad, es una putada. Me pasa con los animales, pero también con personas; si veo a alguien en la calle en una situación vulnerable, me cuesta ignorarlo. Me suelo parar, no puedo seguir como si nada. Con los animales, además, es una indecisión constante, porque casi nunca hay nadie más que se detenga. Así que paro, observo y pienso qué hacer. Si tengo algo ya comprometido, como me ocurrió en esa ocasión —que tenía que ir a una entrega de premios—, entonces recurro a amigos. Por suerte, el evento era en Salamanca y mi amigo Alfonso, junto con su familia, es de allí. Me hicieron el favor de ocuparse de ella hasta que yo pude hacerlo. Lo curioso es que desde entonces me ha vuelto a pasar muchas veces. Se abrió la veda. Ella despertó en mí una sensibilidad hacia los animales que no ha dejado de crecer. Me pasa incluso con pájaros; he llegado a rescatar siete. Es algo que, simplemente, no puedo pasar por alto.
Ella sabe cosas sobre mí que, probablemente, solo ella sabe, lo que me parece bastante curioso
A todo esto, ¿por qué el nombre de Luchi?
No lo elegí yo, y la verdad es que fue muy curioso. En ese momento estaba rodando Cuéntame, era mi segundo año allí y mi personaje se llamaba Luchi. Cuando fui a La Alberca, fue para que la salvaran; no pensaba en adoptarla ni en ponerle un nombre. Pero claro, al llevarla al veterinario te piden el DNI, los datos... y también un nombre para registrarla. Entonces el padre de Alfonso, Teo, preguntó: “¿Y cómo la llamo?”. Alguien dijo: “Bueno, ha tenido suerte, llámala afortunada”. Pero claro, ¿cómo vas a llamarla Afortunada? Es larguísimo, no se lo va a aprender nunca. Así que propusieron que la llamara Lucky, en inglés. Pero no sabía cómo se escribía; la apuntó como Luchi y así se quedó. Lo curioso es que mi personaje acababa justo en ese momento y, de pronto, la gata parecía una especie de reencarnación. Es igual de cabrona que el personaje, una mezcla perfecta de las dos. Vamos, que fue total.

Elisabeth y Luchi son inseparables
Tú no querías gatos, justamente por tu ritmo de trabajo, ¿cómo fue adaptarte a la convivencia con ella, teniendo en cuenta precisamente eso: tu trabajo?
Después de tenerla, me salió una película en Japón y un proyecto en Estados Unidos. Por eso recurrí a Alfonso, que se encargó de Luchi durante un mes. Luego, tuve la suerte de trabajar casi siempre en Madrid, y nuestra convivencia fue de menos a más, como en una relación. Al principio hubo un flechazo, luego fuimos conociéndonos y poniendo límites. Ella me enseñó a poner límites y ser asertiva, algo que no había aprendido de otras personas. Los gatos son independientes, pero eso no significa que no te necesiten. Siempre he pensado que la idea de que no necesitan a nadie es errónea, porque un gato que ha vivido en la calle no sobrevive solo. A lo largo de nuestra relación, siento que nos seguimos eligiendo mutuamente. Yo la necesito y, aunque ella mantenga su independencia, sé que también me necesita.
¿Hay algo que solo hace contigo, como si solo tú supieras descifrarla?
Hay algo curioso que hace: de repente se queda parada en medio del pasillo y nadie sabe por qué, pero yo sé que está esperando que la lleve al baño, porque le encanta beber de ahí. Le doy agua del lavabo y se sube a beber. Es un gesto significativo de ella. También sabe cosas sobre mí que, probablemente, solo ella sabe, lo que me parece bastante curioso. Es una relación bastante peculiar, sobre todo porque, aunque ya tiene ocho años, hasta hace poco nunca había convivido con otra especie. A veces la miro por la noche, tumbada en la cama, y mi marido también, y nos sorprende lo especial que es. Nunca hemos hablado con ella, no nos comunica nada verbalmente ni sabemos lo que está pensando. Somos especies diferentes, y, sin embargo, hay una confianza brutal. Es fascinante cómo se ha construido esa relación, basada en una sensación de seguridad que no se puede racionalizar, porque no tengo idea de lo que piensa de mí. No sé si en algún momento diría: “Si fuera más grande, te comería”.
Risas…
¿Cómo reaccionaría si la llevaras al plató de La que se avecina?
¿Luchi?
No creo que nadie saliera vivo, la verdad.
Risas…
No, no, es muy buena, en realidad. Se escondería en el rincón más insospechado que puedas imaginar y no saldría de ahí hasta que le diera su premio favorito. Entonces aparecería con cuidado, como diciendo: “Dámelo rápido, que tengo que volver a esconderme”.
Si Andy, tu personaje, tuviera una gata, ¿crees que se parecería a Luchi?
Absolutamente, claro que sí, es Andy por completo. Justo eso te iba a decir: si Andy tuviera que tener un animal, sin duda sería una gata.
¿Tienen algo que ver ellas dos, Luchi y Andy?
Sin duda. Creo que la veo reflejada en varios aspectos, incluso un poco en mí, aunque no tanto; somos más parecidas en lo superficial. Con Andy se parece mucho más. Sobre todo por su forma de poner límites. Andy también se come muchos marrones, pero luego va a su aire totalmente. Dice lo que quiere, hace lo que le da la gana, pasa de todo el mundo, es independiente y no entra en líos. A mí Andy me encanta, soy muy fan porque es un amor.

Elisabeth Larena comparte su historia de transformación: El poder de Luchi y el veganismo
¿Hay alguna escena de La que se avecina que te haya hecho pensar en ella?
Sí. ¿Te acuerdas de la secuencia de las bofetadas del concurso? Yo estaba descojonada, porque a veces es muy difícil rodar en La que se avecina, incluso para los propios actores que están diciendo las frases. Hay momentos en los que yo solo observo, pero ni siquiera ellos pueden mantener la compostura. En esa escena, Fernando Tejero, que es muy amigo mío desde hace años y también muy animalista, estaba nervioso porque Pablo Chiapella, que interpreta a Amador, tenía que darle una hostia. No quiero hacer spoiler, pero es que Pablo tiene unas manos enormes, como cinco veces mi cabeza. ¡Eso te cae encima y te deja doblado! Y él mismo lo dice, no es que yo esté exagerando. Fernando, tanto el actor como el personaje, estaba diciendo: “Madre de Dios”. Y yo pensé: bueno, al menos no tiene garras. Porque Luchi nunca me ha hecho nada, nunca le corto las uñas porque no me ataca, pero una vez vi cómo reaccionó con el perro de mi hermana, que estuvo molestándola demasiado. Luchi, sin sacar las uñas, le dio dos capones, como diciendo: “Hasta aquí”. Le dije a Fernando: “Luchi te daría dos así; él te va a dar una y encima ficticia”. Me acordé de ella en ese momento, como me pasa muy a menudo. No necesito que ocurra nada especial para que me venga a la cabeza. A veces solo miro el mar, como ahora, y pienso en sus ojos. Siempre digo que en Madrid no hay mar, pero desde que tengo a Luchi, si quiero ver el Mediterráneo, solo tengo que mirarla. Sus ojos son como dos ventanitas azules al mar. Y me relajan. Es maravilloso.
Si quiero ver el Mediterráneo, solo tengo que mirarla. Sus ojos son como dos ventanitas azules al mar
Elisabeth, tengo entendido que, gracias a ella, iniciaste un proceso de transición al movimiento vegano…
Sí, completamente. Me siento muy involucrada, no solo a nivel personal, sino también de forma pública; colaboro con Igualdad Animal, por ejemplo. Todo empezó con algo que te contaba antes: tuve un encuentro con una vaca y vi en su mirada la misma inocencia y pureza que tienen los animales con los que convivimos. A partir de ahí empecé a hacerme preguntas, y, cuando empiezas ese proceso de cuestionamiento, ya estás abriendo puertas que antes no estaban. Me pregunté por qué amamos e idolatramos a unos animales, haciéndolos parte de nuestra familia, mientras ignoramos por completo la realidad de otros. Ya no se trata solo de que mueran —porque todos lo haremos—, sino del sufrimiento que viven antes, especialmente en las granjas industriales. Y todo esto surgió del amor profundo que siento por Luchi. Fue gracias a ella que empecé a ver a otras especies desde un lugar emocional, no como objetos de consumo. Desde hace seis años me involucro activamente con el movimiento animalista y vegano, por lo que representa en cuanto a estilo de vida, ética y también salud. Ella no es vegetariana, yo sí, pero fue ese vínculo con una especie distinta a la mía lo que me cambió por dentro.
Si te dieran 48 horas para poder comunicarte y compartir con ella, al mismo nivel, sin restricciones de comunicación, ¿cómo las aprovecharías?
Lo he pensado muchísimas veces. Lo primero que le preguntaría es si es feliz, aunque “feliz” es una palabra un poco ambigua. Querría saber si se siente a gusto con su vida, si hay algo que yo pueda hacer para mejorarla o si hay algo que ya no le hace bien. Le preguntaría qué necesita de mí y cómo puedo hacer que su día a día sea más pleno. También me intriga profundamente qué se siente al ser un gato: cómo huele, qué oye, si realmente escucha al del primero con esa capacidad auditiva tan increíble. Y, por supuesto, le diría que la quiero mucho, porque entonces me entendería. Creo que lo sabe, pero se lo diría igual… y rezaría para que me respondiera: “Yo también”. Me gustaría saber si estoy haciendo bien mi papel como compañera de piso.
¿Hasta qué punto estáis conectadas?
Hace muy poco sufrí una pérdida, y Luchi ha sido una compañera fiel durante todo ese proceso. Es llegar a casa y notar cómo percibe el estado en el que estoy, algo que quienes convivimos con animales siempre decimos, pero es real: lo sienten. Ella ahora viene directa al cuello, mucho más que antes. Antes dormía en distintos lugares, pero ahora siempre duerme conmigo. Cada vez que me tumbo, ya sea en el salón o si me ve con el ánimo más bajo —últimamente me hago bolita en cualquier rincón—, ella viene y se queda ahí, conmigo. Antes no lo hacía tanto. Es, sin duda, una gran compañera.
Elisabeth, sé que has escrito una obra en la que Luchi tiene, de alguna manera, parte de protagonismo…
Sí, mucho. Bueno, mucho… María Galiana me va a matar por decir “mucho”, pero sí. Es una obra que necesitaba contar desde un punto de vista familiar, y la parte de Luchi aparece en un monólogo de uno de los personajes que reflexiona sobre la vida y la nostalgia. Para mí, la forma más directa de expresarlo fue a través del vínculo con su gata, que, por supuesto, se llama Luchi y es tal cual como es ella. Ese momento ha funcionado muy bien en las lecturas que hemos hecho. Es increíble lo que pasa cuando escribes desde algo que conoces, porque eso es lo que realmente conecta con los demás. Aunque no tengan una gata, entienden perfectamente lo que transmite esa relación. El resto de actrices —Nieve de Medina, María Galiana, Ledicia Sola, Alicia Armenteros— están encantadas; todas quieren conocer a Luchi, que ya es la auténtica estrella de la obra.
Elisabeth, hasta aquí, todo es muy bonito y guay, pero, ¿qué lleváis peor la una de la otra?, ¿os enfadáis?
Ella tiene sus momentos, claro. A veces soy un poco pesada porque me gusta darle mimos en momentos en los que, básicamente, no los quiere. Por ejemplo, cuando está bebiendo agua, yo me tiro al suelo y la lleno de besos. Supongo que le debe resultar bastante agobiante, porque soy mucho más grande que ella, un “monstruo” comparado con su tamaño. Debe pensar: “Déjame en paz”. Yo me enfado, sobre todo en invierno, cuando dejo la puerta del baño medio cerrada para ducharme, porque no la puedo cerrar completamente. No tolera las puertas cerradas; siempre tiene que estar todo abierto. Entonces, dejo la puerta entreabierta y pongo la calefacción a tope para que no esté tan frío cuando salgo. Pero ella, como si nada, abre la puerta por completo y se coloca allí. A veces, incluso me cuesta llegar a la toalla, porque le fascinan las gotas de agua que caen y es ahí cuando nos enfadamos un poco. La mojo, ella se enfada y se va, pero, como siempre, después vuelve.

Elisabeth Larena, de actriz a salvar una gata: La conmovedora historia de Luchi
Si tuvieras que contarle a alguien quién es Luchi sin mostrarla, solo a través de una canción, un olor y un recuerdo… ¿Cuáles elegirías?
¡Luchi tiene su propia canción!, y fue ella quien la eligió. Es una canción en francés de un grupo llamado SASS, y la única vez que se subió a mí y aguantó toda la canción. Cada vez que la pongo, corre al salón, le encanta. Es su canción, sin duda. En cuanto a su olor, es tan único que no sabría describirlo, pero me recuerda a la canela.
Si el azar tiene manos, esa tarde en la carretera te tocó el hombro. ¿Crees que todo habría sido distinto si hubieras pasado cinco minutos antes o después?
Voy a creer en el destino esta vez, aunque no suelo pensar así. Creo que esos cinco minutos fueron clave. No sé cuánto tiempo habría pasado, porque en ese momento estaba muy mal, pero tal vez más tarde hubiera encontrado un panorama mucho más desolador. Estoy convencida de que estaba destinada a cruzarme con ella. De hecho, gracias a Luchi, mi vida ha cambiado radicalmente, no solo por el tema de la dieta vegetariana y el movimiento animalista, sino también por mi vida personal. Incluso en relación con mi marido, ella ha organizado mi vida de una manera muy curiosa.
Luchi no vino solo a ser cuidada. Vino a cuidar. A ocupar ese tipo de silencio que no incomoda, sino que sostiene
Elisabeth, completa la frase… “La vez que me equivoqué con Luchi fue…”
Un día llegué a casa y le puse una corona del Rey León, lo cual me hace sentir fatal ahora. A Luchi no le hizo gracia en absoluto. Sabía que no estaba bien hacerlo, pero a mí me hacía mucha ilusión. Me equivoqué, claro, porque no le gustó para nada. Sin embargo, creo que no suelo cometer muchos errores de ese tipo.
¿Un secreto vuestro?
Luchi tiene una habilidad muy curiosa: es capaz de girar una oreja por completo, y los pelos se le quedan de punta, como si tuviera una coleta. Se la ve como una especie de loca ochentera, con una oreja normal y la otra completamente erguida. Creo que solo lo hace conmigo, y nadie más lo sabe, o al menos eso creo. De hecho, es la primera vez que lo menciono, pero logré capturar ese momento en una foto.
A veces una historia no necesita fuegos artificiales para quedarse a vivir en nosotros. Basta con un coche al sol, un maullido diminuto y alguien que decide parar. Elisabeth Larena no solo frenó el coche ese día, frenó el curso predecible de las cosas. Lo hizo sin intención de hacerlo, que es como empiezan los cuentos de verdad. Durante todo este tiempo, no he hablado solo con una actriz. Lo he hecho con alguien que aprendió —sin buscarlo— que a veces los papeles que no se ensayan son los que más te cambian. Y que una gata puede ser una brújula cuando todo lo demás parece girar sin norte. Luchi no vino solo a ser cuidada. Vino a cuidar. A ocupar ese tipo de silencio que no incomoda, sino que sostiene. A recordarnos que hay encuentros que no se explican… se viven.
Seguimos hablando durante un buen rato y me di cuenta de la increíble persona que acababa de conocer. Quedamos en vernos de nuevo por muchos motivos y, además, por otro muy concreto, ¿queréis saber cuál es? Os lo diría, pero bueno... Esa es otra historia.