«La extraña figura de larga cabellera dorada, como cada día a la salida del sol, nos busca; desnuda, jadeante, asciende la angosta senda abierta por Tembo, el elefante, y Mbogo, el búfalo solitario. La frondosa y húmeda vegetación acaricia el blanquecino cuerpo de la criatura bípeda. Todo el clan, los moradores de Gombe, sentimos curiosidad, pero a la vez miedo: ¿vendrá a secuestrar a los más pequeños, o a cazarnos? Mejor no dilucidar el misterio. Huiremos de nuevo».
Esto es lo que podría haber pensado cualquiera de los chimpancés (Pan troglodytes) que, a principios de los 60, en Tanzania, toparon con una joven intrépida y ávida por saber acerca del comportamiento de estos primates tan emparentados con el Homo sapiens. Para los simios, ¿Jane Goodall fue una suerte de ninfa, sirena o diosa?
Siempre hemos idolatrado, y temido a partes iguales, a los espíritus y criaturas de la nieve, el desierto, las montañas o los bosques. La nueva exposición Animales Invisibles. Mito, vida, extinción y desextinción, del Museu de Ciències Naturals de Barcelona, habla de ello.
Por ejemplo, el sirénido fósil –Hydropithecus– que recrea Joan Fontcuberta. O el misterioso Ts'ikayo; un ser medio humano medio elefante según los cazadores-recolectores hadzabe del lago Eyasi.
Hoy, la llorada Jane Goodall también ha pasado a ocupar un lugar de inmortalidad en el Olimpo de las diosas. Modelo a seguir para las nuevas heroínas y héroes de la ciencia; y, por qué no, musa inspiradora de futuras aventuras que puedan llevarse a la gran pantalla: toda una Woman in Fan del Sitges Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya.
Mitos y ritos en el Festival
Redacto mi crónica acerca de Jane Goodall mientras vagabundeo por la 58 edición de tan prestigioso festival; un histórico evento apadrinado nada menos que por King Kong. La pérdida es muy reciente, y el escribir sobre Goodall se solapa con el visionado de películas que navegan entre la fantasía y la realidad. Es el caso de dos títulos que se proyectaron durante la jornada inaugural, y que rescatan diversos mitos vinculados con la cultura pop y los ritos de pueblos ancestrales: Mermaid de Tyler Cornarck y Bokshi de Bhargav Saikia.
Además, especial atención merece la aplaudida Gaua de Paul Urkijo, bella y potente reivindicación del folklore de Euskadi. En la misma línea, el fin de semana asistí al pase de La mordedora de piedras (Louise Flaherty); corto canadiense dedicado a una criatura legendaria del pueblo inuit: Mangittatuarjuk. Y a La leyenda de Ochi, del director Isaiah Jackson; algo parecido a un yeti, o pies grandes, europeo.
En definitiva, la especie humana es indisociable del mito, incluso en el seno de la ciencia. Y es que la ciencia no se equivoca (es objetiva), se equivocan las científicas y científicos pues exploramos, observamos, investigamos y publicamos sin poder evitar, en muchas ocasiones, caer en el subjetivismo. Vanidad, ambición, género, ideología, formación... todo puede traicionar al método. Muros que impiden ver el camino.
Un remoto antepasado peludo y cuadrúpedo
Darwin huyó de prejuicios políticos, sociales y religiosos para proponer la teoría de la selección natural (El origen de las especies, 1859), y se convirtió en una figura todavía más herética al sugerir que descendíamos de formas simiescas africanas (El origen del ser humano, 1871). Es decir, según Darwin, un remoto antepasado peludo y cuadrúpedo dio lugar a dos líneas evolutivas: la del chimpancé y la de los homininos (primates bípedos).
Fue una deducción al más estilo Sherlock Holmes pues el naturalista británico, durante su viaje de cinco años a bordo del HMS Beagle (1831-1836), jamás pudo explorar el continente africano. Si las formas vivas más cercanas a los victorianos eran los chimpancés (anatomía y, sobre todo, conducta), y solo los encontrábamos en África junto a etnias humanas, lo más lógico era pensar que el ancestro común de chimpas y humanos tenía que localizarse en tierras africanas.
Jane Goodall y Rebeca Atencia
La oposición de la Iglesia fue feroz, pero también la del establishment decimonónico europeo, incluida la Academia. Desde los atractivos Adán y Eva del Génesis hasta la filosofía cartesiana –el ser humano como único objeto digno de estudio–, todo era mirado bajo el prisma de la superioridad del hombre en masculino, y racista. El Homo sapiens occidental estaba por encima de los animales. Nacía otro mito en el campo de la prehistoria y la evolución humana: el Homo faber. Se llegó a afirmar que la separación entre los reinos humano y animal radicaba en la fabricación de herramientas.
Los herederos de Darwin fueron personajes de la talla de Raymond Dart en Sudáfrica (con el hallazgo del Australopithecus africanus, o Niño de Taung, en 1924) y Mary Leakey. Esta brillante arqueóloga se casó con Louis Leakey; el mismo que, influenciado por las tesis africanistas darwinianas, empezó a excavar en la tanzana Garganta de Oldupai el año 1931. Dart y el matrimonio Leakey, no sin oposición por parte de los antropólogos pro Made in Europe de nuestro linaje, se convertirían en los sancionadores de la deducción de Darwin. Ahora bien, estaban imbuidos del posicionamiento intelectual de la época: lo humano era diferente a lo animal, y esto parecía quedar demostrado por los artefactos de piedra que los Leakey excavaban en Oldupai.
Solo un humano podía ser autor de las herramientas líticas
Así, trabajando en los mismos estratos geológicos donde florecían dichos guijarros tallados, en 1960 dieron con los fragmentos de un cráneo: el Homo habilis. Solo un humano podía ser autor de las herramientas líticas. La reafirmación del mito: el «Homo faber». Paradojas de la vida, habría de ser Louis Leakey quien escogiese a Jane Goodall para trabajar en el Parque Nacional de Gombe.
El bueno de Louis sabía que la única manera de profundizar en el comportamiento de nuestros ancestros más antiguos (la conducta no se fosiliza) era estudiar a los grandes primates antropomorfos. Dian Fossey ojearía a los gorilas de montaña en el África central, Biruté Galdikas a los orangutanes en Indonesia, y Goodall fue la encargada de seguir a los chimpancés en su hábitat natural. Y tanto que los siguió.
Lejos de la pusilánime protagonista de Tarzán de los monos (tanto en la literatura como en el cine; Edgar Rice Burroughs,1912, y W.S. van Dike, 1932), la auténtica Jane se adentró decidida en el bosque. Al principio, para su desesperación, los chimpancés rehuyeron la presencia de la poco experimentada observadora. No cejó en el intento e insistió hasta descubrir –en paralelo al naturalista Jordi Sabater-Pi afincado en Guinea ecuatorial–, que nuestros primos fabricaban artilugios para extraer comida del interior de los termiteros. Un hecho que puso en tela de juicio al mito del «Homo faber». Y es que, tras leer la carta de su alumna aventajada, el maestro Louis Leakey hubo de abdicar.
La primatóloga autodidacta que acabó doctorándose en Cambridge
Goodall describía el proceso de la «pesca de termitas» mediante el uso de sondas manufacturadas a partir de materias primas vegetales. Con deportividad e ironía british, Leakey respondió que, si los simios del planeta Gombe eran capaces de fabricar herramientas, de no cambiar la definición reservada para Homo, nos veríamos obligados a clasificar a los chimpancés como humanos.
Jane Goodall acaparó muchos titulares. La prensa se centró en lo «cinematográfico» del asunto: una mujer rodeada de monos en medio de la selva. Incluso, hablaron más de sus largas piernas (vestía con bermudas) que de ciencia.
En cambio, las espectaculares fotografías y películas de la National Geographic Society –firmadas por el que sería el Tarzán de Jane, su marido Hugo van Lawick– ayudaron a valorizar y divulgar las investigaciones de aquella primatóloga autodidacta que acabó doctorándose en Cambridge. Así, partiendo de la Chita de los films clásicos sobre el «Rey de los Monos», o de los chimpancés disfrazados en circos y fiestas de cumpleaños, la estampa infantilizada y ridiculizada del chimpancé estaba a punto de dar un vuelco.
King Kong, recuerden, muere por amor
Goodall documentó que no solo comían fruta o termitas, sino que cazaban a otros primates, y también observó conductas de infanticidio y canibalismo. Ella misma admitió estar consternada. Al igual que el revuelo desatado, durante el festival de Sitges, por la película Primate (Johannes Roberts): un chimpancé rabioso –y no es espóiler– demasiado humano.
Quizás aquí esté el error; a saber, que le preguntasen a Jane Goodall cuán humanos eran los chimpancés. La manía de buscar en otros primates y animales el germen de nuestra maldad (guerras, asesinatos, violaciones...), y no fijarnos en lo extraordinario de su propio comportamiento.
De hecho, la naturaleza humana anterior a la economía de producción, igual que la de los chimpancés, no justifica las salvajadas que caracterizan a nuestro mundo moderno. King Kong, recuerden, muere por amor.
Jordi Serrallonga
Es profesor de Evolución Humana de la UOC y colaborador del Museu de Ciències Naturals de Barcelona

