Hace alrededor de un año hacía un calor infernal y estaba mirando mi feed de Instagram, sin prestarle mucha atención, mientras tomaba un café. Me topé casi por accidente con un story de una tienda local de electrónica de segunda mano que ofrecía una televisión Sony Trinitron por apenas 50 euros. “Nos la ha traído un cliente y no tenemos espacio para ella; quien nos escriba puede llevársela hoy mismo”, decían.
No sé si le habría prestado mucha atención al anuncio si hubiese sido otra televisión. Pero es que esa Sony Trinitron, gris y grandota, era básicamente idéntica a una que tenían mis padres en el comedor cuando yo era niña. Fue una decisión impulsiva, pero contesté al mensaje. Un par de horas más tarde, y sin saber todavía dónde iba a colocarla exactamente, me planté en la tienda para probar la máquina. Acompañada de una amiga, claro: no tenía ni idea de cómo me iba a llevar el cacharro, que pesaba alrededor de 10 kilos. Al final, el dependiente fue tan amable de llevarlo hasta mi coche. “El peso está todo en la pantalla; si la inclinas hacia delante, es más fácil”, me aconsejó.
Desde entonces, mi televisión de tubo es un tema de conversación recurrente cada vez que un familiar o amigo viene a mi casa por primera vez. La inmensa mayoría no entienden, del todo, por qué tengo un cacharro que tiene casi la misma edad que yo a apenas un metro de la perfectamente moderna televisión LCD de 55 pulgadas que hay en el centro del salón. La calidad de imagen es indudablemente peor, y el aparato es, valga la redundancia, bastante más aparatoso de usar. Y, aun así, lo uso siempre que puedo. El televisor que, muy probablemente, habría acabado en la basura si yo no me lo hubiese llevado es, con diferencia, mi aparato electrónico más querido en este momento.
El motivo es, en realidad, bastante sencillo: tener una tele de tubo me ha hecho reevaluar de manera notable mi relación con los medios audiovisuales que consumo. Y ahora los valoro de una manera distinta.
“Hace un año me gasté 50 euros en comprarme una tele de tubo; ahora es mi aparato electrónico favorito”.
Los videojuegos de Super Nintendo, o incluso de las primeras PlayStation, aprovechan la textura intrínseca a las televisiones de tubo para generar estilos artísticos concretos
En cualquier caso, el mío tampoco es un caso extraordinariamente raro: tener un televisor de tubo es una ocurrencia relativamente común entre las personas con interés por ciertos medios como el cine o, sobre todo, los videojuegos. El motivo es más o menos sencillo. Estos dispositivos producen sus imágenes a través de una tecnología radicalmente diferente a la que poseen los paneles LCD u OLED actuales. Y, por tanto, hay diferencias bastante visibles en la forma en la que procesan los colores o la profundidad.
Durante los años 80 o 90, este tipo de televisores estaban presentes en todas las casas, y eso significa que películas, series y juegos ajustaba su metraje, teniendo en cuenta que iban a verse en televisores de este tipo. Esto es especialmente cierto en el caso de las videoconsolas, que no utilizan imágenes de la vida real, sino que las crean y procesan activamente pensando en las virtudes y limitaciones de este tipo de monitores. Los videojuegos de Super Nintendo, o incluso de las primeras PlayStation, aprovechan la falta de definición, la textura intrínseca a las televisiones de tubo, para generar estilos artísticos concretos que son irreplicables en televisores modernos. Por tanto, jugarlos en un aparato como mi Sony Trinitron es la única manera de percibirlos como sus autores querían, realmente, que fuesen.
“Hace un año me gasté 50 euros en comprarme una tele de tubo; ahora es mi aparato electrónico favorito”.
Consideraciones técnicas aparte, la verdad es que utilizar mi televisor de tubo me ha hecho darme cuenta de cómo de viciada estaba mi relación con el ocio audiovisual por las dinámicas específicas de Internet y de la era digital. Estoy, como muchos otros, acostumbrada a tener acceso perenne a prácticamente todo. En la televisión de mi salón puedo poner cualquier vídeo de YouTube, cualquier contenido —en directo u on demand— que se haya emitido en abierto, y cualquier película de los extensos catálogos de suscripción de servicios como Amazon Prime. Todas mis videoconsolas tienen acceso a tiendas digitales repletas de millones de títulos que puedo comprar e instalar en cuestión de minutos o incluso segundos. Y es esa omnipresencia de las obras, del “contenido”, la que hace que en ocasiones no valoremos las cosas que estamos consumiendo.
Como muchos otros, he pasado noches dando vueltas por el catálogo de alguna plataforma, tratando de buscar una película que me apetezca ver en ese momento, abrumada por las opciones. Y, al final, he acabado no viendo nada, o simplemente dejándolo a medias.
“Hace un año me gasté 50 euros en comprarme una tele de tubo; ahora es mi aparato electrónico favorito”.
Es menos práctico, y menos inmediato, pero también es más divertido
Una televisión de tubo funciona de una manera diametralmente opuesta. Ver una película o jugar a un videojuego en ella requiere de una cierta intencionalidad. Como mínimo, hay que tener un reproductor apropiado para ello (¡y sus cables!). En muchos casos, necesitarás, también, una copia física de la obra en cuestión. Aunque, a día de hoy, y adaptadores mediante, puedo incluso simplemente conectar mi ordenador portátil a ella si quiero reproducir algo —librándome de necesitar, por ejemplo, cintas VHS— hacerlo requirió un poco de investigación y de ingenio por mi parte. Buscar la manera de ver algo en el televisor forma ya, para mí, parte de la propia experiencia de disfrutarlo, y en ocasiones lo he pasado mejor resolviendo el puzzle de cómo conseguirlo que de la obra en sí.
No es que haya dejado de utilizar televisiones convencionales por completo, ni que odie los avances tecnológicos que suponen; simplemente he hecho hueco en mi vida para distintas maneras de consumir este tipo de ocio. Sí que es cierto que he dejado de pagar sistemáticamente plataformas como Netflix o HBO y, en lugar de eso, busco la manera de ver las series o películas que verdaderamente me interesan. Y si me apetece jugar a un videojuego antiguo, incluso si podría simplemente comprarlo digitalmente en una consola moderna, le dedico un rato a tratar de conseguirlo, a buscar en mi biblioteca o a pedirlo prestado a un amigo. Es menos práctico, y menos inmediato, pero también es más divertido.


