“Recuerda lo genial que se sintió tu primer smartphone. Recuerda lo estúpido que se sintió la última vez que lo cogiste”. Esta reflexión, extraída del libro Last Night in San Francisco —que firma Scott Alan Lucas y acaba de salir publicado en EE UU—, condensa la gran resaca emocional de nuestra era.
A menudo, los avances tecnológicos traen consigo ciclos de euforia y depresión: si hubo un tiempo, no tan lejano, en que la tecnología era una promesa de conexión y progreso casi ilimitados, para muchos hoy es, más que nada, una fuente de ansiedad, división y vacío. La trágica historia de Bob Lee, uno de los arquitectos de ese primer sueño, también puede leerse como la autopsia de esa promesa rota.
Genio del código, figura clave en el desarrollo de Android y creador de la ubicua Cash App (una billetera digital para consumidores estadounidenses ideada para enviar, recibir o ahorrar dinero.), Lee fue apuñalado hasta la muerte en una calle oscura de San Francisco. Su final no fue, como inicialmente proclamaron nombres como Elon Musk, un síntoma del colapso urbano, sino algo mucho más íntimo: el colapso de un mundo que él mismo ayudó a construir.
Nima Momemi, consultor tecnologico, fue declarado culpable del asesinato: según informó The Wall Street Journal, Lee y Khazar Elyassnia (hermana de Momemi) mantenían una relación sexual casual a pesar de estar casada. A su vez, Lee había salido con la exnovia de Momeni tres años antes de su asesinato.
El Millenium Tower, uno de los símbolos del San Francisco retratado en este libro
“Trabaja como si vivieras en los primeros días de una nación mejor”. Este era el lema que impulsaba a los ingenieros de Google en los albores del siglo XXI, una generación convencida de que su código no solo optimizaría sistemas, sino que rediseñaría la propia humanidad para bien. Bob Lee, apodado “Crazy Bob” por su intensidad, era un apóstol de esa fe. Su talento, descrito por sus colegas como la capacidad de “ver a través de la Matriz”, le permitió dar forma a las herramientas que hoy son una extensión de nuestro cuerpo y mente.
Este idealismo fundacional es el fantasma que recorre la industria: una nostalgia por un propósito que se diluyó en rondas de financiación estratosféricas, valoraciones bursátiles y la búsqueda incesante de la siguiente disrupción. En ese sentido, la inteligencia artificial generativa parece hoy la heredera directa de aquel optimismo febril, y también de sus peligros.
“Damos forma a nuestros edificios. A partir de entonces, ellos nos dan forma a nosotros”. La inscripción en The Battery, un exclusivo club privado de San Francisco frecuentado por Lee, funciona como una perfecta metáfora del sector. La industria tecnológica dio forma a una ciudad de rascacielos de cristal y rentas imposibles, y esa ciudad, a su vez, moldeó una cultura de excesos.
Last Night in San Francisco detalla un submundo conocido como «El Estilo de Vida», una espiral de fiestas, drogas de diseño y relaciones volátiles que servía de válvula de escape para una élite con demasiado dinero y, quizá, muy poco anclaje moral. Este espejismo de éxito, simbolizado por la Millennium Tower —el lujoso edificio donde vivía una de las protagonistas del drama, famoso por estar hundiéndose—, revela las grietas de un sistema que glorifica la riqueza sin cuestionar el vacío que puede generar. La cultura del burnout, la soledad del emprendedor y la presión por mantener una fachada de éxito perpetuo son las patologías de un ecosistema que se construyó sobre cimientos inestables.
Más allá del true crime, la muerte del genio tecnológico Bob Lee destapa las contradicciones de Silicon Valley. Un ecosistema que prometió un mundo mejor ha generado una cultura de excesos, polarización y narrativas tóxicas, donde la verdad es la primera víctima de la viralidad.
“El público siempre va a crear su propia narrativa”. La ironía final es que la tecnología que Bob Lee ayudó a crear se convirtió en el arma con la que se desfiguró su legado. Antes de que la policía tuviera un sospechoso, las redes sociales ya habían dictado sentencia: Lee era víctima de la anarquía de San Francisco, un mártir de la guerra cultural.
La verdad, más compleja y sórdida —un crimen pasional nacido de una noche de drogas y celos—, importaba menos que el relato. Las mismas herramientas de comunicación instantánea y viralidad que él perfeccionó fueron usadas para secuestrar su muerte. Su propio smartphone grabó su llamada de auxilio y las cámaras de vigilancia, ojos de la era digital, capturaron sus últimos momentos.
La tecnología, en su omnisciencia, se reveló como lo que siempre fue: un observador imparcial, capaz de crear imperios y documentar tragedias con la misma indiferencia. El genio que veía a través del código no pudo ver la navaja que se escondía en las complejidades del corazón humano.



