Entre Navidad y Año Nuevo

Tras el fervor navideño, llega el furor de Fin de Año. Después de unos días en los que todos nos quejamos de lo mismo, que si mucha comida, que si mucho gasto con los regalos, que si mucho ir de casa en casa... serías una seta si no agradecieras tener quien te guise, a quien obsequiar o, afortunadamente, quien te acoja el día de Navidad, incluso en Nochebuena y hasta en Sant Esteve. Con la edad te vas volviendo más sentimental, sobre todo, al constatar que las ausencias se van compensando con las nuevas presencias. El año pasado, en mi familia éramos uno menos, y este, uno más. Se murió la abuela y nació una nieta. Eso dicen que es la vida, y tú, en medio.

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Los impares siempre hemos sido unos outsiders ; se mueren tus padres y te quedas sin casa. A tu alrededor, aquellos niños de tu familia a los que no había forma de llevar a la cama la noche de Reyes, o la de Papá Noel, ya son padres de otros pequeños, igualmente ilusionados con los regalos, pero para quienes los bisabuelos son una foto en la estantería del salón. Pasa rápida la vida y, como te dé por mirar atrás más que hacia delante, estos días acabas borracha de melancolía.

Una vez superados los fastos navideños, gracias a mis animosas cuñadas que, con las recetas heredadas, siguen conservando el sabor de anteriores celebraciones familiares, te enfrentas ahora a la cuenta atrás del año viejo y la llegada del nuevo. En eso sí que soy una seta; como en casa de uno, en ningún sitio. Lo pienso desde que una Nochevieja acepté una invitación para tomar las uvas en una casa, preciosa eso sí, ubicada en Vallcarca y de madrugada, con el año recién nacido, en ausencia de taxis y sin un conductor en condiciones de coger el volante, tuve que bajar andando hasta Vilamarí/Consell de Cent. A la altura de Via Augusta ya me había quitado los tacones y a punto estuve de hacer autostop en un semáforo, tentación que abandoné al recordar que mis padres me habían inculcado que nunca subiera al coche de un desconocido. Las veces que no les hice caso acabé estrellada. Entré en mi hogar dulce hogar, después de ver reflejado en el espejo del ascensor mi deplorable aspecto, jurándome a mí misma que nunca más pasaría la Nochevieja en un sitio donde no tuviera una cama a mano y jamás en la de una casa ajena y mucho menos compartida, sino, en el mejor de los casos, en la de la habitación de un hotel (nada de casas rurales), donde te puedes refugiar tanto si las cosas van bien como si la noche es más vieja que tu propia vida.

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