La marcha Radetzky

1848 fue un año tempestuoso en toda Europa. Marx y Engels publicaron el manifiesto comunista. Una revuelta siciliana desembocó en fugaz independencia y, acto seguido, en otros muchos puntos de Europa hubo revueltas nacionalistas o liberales contra el antiguo régimen. También el imperio austrohúngaro se tambaleaba. En Viena hubo revueltas, como en Venecia y Milán. Aprovechando la oportunidad, el ejército sardo-piamontés logró hacer retroceder a las tropas austríacas del general Radetzky con la intención de unir el norte de Italia al reino de los Saboya y expulsar a los austríacos de tierra italiana. Pero Radetzky, general austriaco de origen checo, que ya había infringido importantes derrotas a las tropas napoleónicas, resistió en Verona con su pequeño ejército y, más tarde, habiendo recibido refuerzos, recuperó el norte de Italia para el imperio.

En recuerdo de las victorias de Radetzky en Custoza y Novara, Johann Strauss compuso un vals que lleva el nombre del general. Es el vals que cierra el famoso concierto de la Filarmónica vienesa de la mañana de Fin de Año, en la dorada sala del Musikverein de Viena. Este año lo dirigirá por octava vez Riccardo Muti. Hombre serio y atildado, este director napolitano tendrá que esforzarse lo suyo para simular un rictus gracioso con el que animar al público a marcar con palmas el ritmo de la Marcha Radetzky.

De nuevo, la cultura europea se agarra al pasado que el presente convierte en ceniza

Esta marcha también da nombre a una gran novela de Joseph Roth, autor de vida paralela a la de Stefan Zweig, aunque mucho menos exitosa. Con una extraña y fascinante mezcla de ironía y añoranza (conceptos que serían contradictorios en cualquier otro autor, salvo quizá en nuestro Josep Carner), Roth utiliza el pretexto de la pieza musical de Strauss para describir una época de glorias y fanfarrias, de duelos de honor, de pomposos desfiles, de medallas al valor que ya no son más que un simulacro, es decir, una representación a la vez vacía y encantadora, de un mundo que ha perdido el alma pero que conserva, fosilizada, la carcasa que caerá de golpe, convertida en polvo, el día que en Sarajevo un nacionalista serbio dispare contra el heredero de la corona.

Solferino, 1859. La novela comienza con un gesto heroico en el contexto de una dolorosa derrota del imperio. En esta batalla, el sargento Trotta salva de la muerte al emperador Franz Joseph, que le concede una baronía. El ascenso del humilde Trotta coincide, pues, con una grave señal, que anuncia la decadencia. Pronto el “héroe de Solferino” entrará en dudas sobre el imperio, pues los manuales de enseñanza propagan un extraño relato sobre la batalla que él mismo ha protagonizado. Sin embargo, asumirá su nuevo estatus con una fe ciega en la figura del emperador.

año nuevo

 

rtve

La segunda generación de los Trotta, protagonizada por Franz, jefe provincial en Moravia, es expresión de la burocracia obediente y rutinaria. Ahora bien, este conspicuo funcionario será también el entristecido espectador de una cultura agotada, ya que su hijo Carl Joseph, el joven oficial que encarna a la tercera generación familiar, un chico sensible, enamoradizo y reticente, ha escogido un oscuro destino militar en la frontera con Rusia, movido por un romántico sentido de la lealtad a un compañero fallecido en duelo. Ese joven teniente fatalista es la personificación de la decadencia imperial. Él y los demás oficiales, inmóviles y aburridos en su cuartel de frontera, defienden el imperio de manera indolente, empapados de alcohol, ávidos de fiesta, encadenados al juego, símbolos de un crepúsculo inevitable. Son la generación desanimada: tienen que hacerse cargo de un imperio cuya grandeza es ya sólo mera ilusión. Con el atentado en Sarajevo contra el heredero al trono, la aparente armonía de tantas lenguas y culturas bajo el paternal imperio austrohúngaro, se incendiará como un bosque seco.

La inexorable decadencia del mundo que relata Roth hace pensar en nuestra época. Los azucarados ballets de la versión televisada del concierto vienés de año nuevo, así como los valses almibarados y las bromas inocentes de la Filarmónica, convierten este famoso acontecimiento cultural en una cándida exhibición de vacío. Como el agónico imperio austrohúngaro, la cultura europea se agarra al oro de un pasado, que el ácido del presente ha convertido en ceniza.

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