Mi padre pagaba su hipoteca al 14% en los ochenta y hasta algún crédito tuvo que rozaba el 20% de interés. Adivinarán que no salimos de pobres, pero en los noventa empezamos a “converger con los criterios de Maastricht” y a cumplir lo que pedía Bruselas para entrar en la UE y, maravilla de maravillas, entramos en el euro.

De repente, nos daban préstamos casi al mismo tipo que los alemanes. Ahí empieza lo que el Nobel Finn Kydland y Enrique Martínez-García, de la Reserva Federal de Dallas (pronto, en La Contra), explican en un paper iluminador sobre las razones de la pujanza del turismo español.
Ya con euros, en vez de apostar, como en los sesenta, por grandes fábricas cuyos productos competían en los mercados internacionales, preferimos invertir en productos non tradable (no comercializables), como hoteles, restaurantes y, en general, ladrillos: hoteles y apartamentos de todo tipo sin esa competencia. La inmobiliaria, además, no es la mejor inversión, pero sí la más fácil de entender para el profano.
¿Estamos condenados a ser siempre una potencia de sol y playa?
Habíamos pasado en los sesenta del sector agrario al industrial y en poco tiempo al de servicios. Pero un hotel o bar genera menos valor y sueldos que una industria. Mi amigo del pueblo estudió diseño por correspondencia y acabó con buena nómina y carrera en la Seat. Sus hijos en los noventa ya solo encontraban trabajo de camareros.
Tanta inversión fácil hinchó la burbuja inmobiliaria que reventó en el 2008, cuando además nos hacían seria competencia otros destinos turísticos. Nos salvó la primavera árabe en el 2010, que acongojó y nos devolvió a los turistas. Y empezamos a remontar hasta pasar este año de ser Piigs (con Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España) a motores de Europa (los que van de cráneo ahora son Alemania y Francia).
Los países árabes siguen inestables, y nuestro turismo este año ha batido récords hasta llegar a ser el 12,8% de nuestro PIB. Nuestro ladrillo está más caro que nunca. Ambos se han convertido en un problema de demasiado éxito; porque la administración es incapaz de distribuir esa prosperidad y visualizar esa distribución (rebajar impuestos es un camino).
Pero... ¿estamos condenados a ser siempre una potencia de sol y playa?
Martínez-García me recuerda que California fue líder en turismo antes de ser Silicon Valley. Y que el sector servicios, con innovación, puede generar un enorme valor. La consultora McKinsey apunta que para mantener nuestro nivel de vida –y pensiones–, España tendrá que multiplicar por cuatro una productividad que no ha dejado de bajar desde los ochenta. Yo ya me conformaría con ser otra Florida.