Para solucionar el problema de la vivienda, Pedro Sánchez ha propuesto eximir de impuestos a quienes alquilan pisos. Alquilar en el sentido de dar en alquiler, no en el de tomar: a los propietarios, por tanto; no a los inquilinos. A mí la propuesta me parece, por lo menos, desconcertante. Los que de niños leímos la historia de Robin Hood estamos a favor de quienes roban a los ricos para repartir entre los pobres. Esto de Pedro Sánchez es un Robin Hood al revés: quitar a los pobres para dar a los ricos, favorecer a los propietarios a costa de los inquilinos. La buena noticia es que la medida, una vez anunciada a bombo y platillo, tiene pinta de que acabará, como tantas otras, en el enorme saco de las promesas incumplidas.

Ser rentista en España sale a cuenta: los impuestos que gravan las rentas del capital no llegan ni a la mitad de los que gravan las rentas del trabajo. ¿No sería más lógico que fuera al revés: que se favoreciera a los sectores más productivos y se penalizaran especialmente los ingresos procedentes del dolce far niente? En esta España que ha tenido gobiernos de derechas y gobiernos de izquierdas, hay cosas que nunca cambian, y una de ellas es esa: que los trabajadores tributan lo que no tributan los rentistas.
El riesgo de pobreza o exclusión social es dos veces más alto entre los de 20 años que entre los de 60
La pregunta es si esa exención fiscal o cualquier otra de las medidas que proponen los partidos puede de verdad ayudar a contener los precios de la vivienda. Da la sensación de que, al igual que ha ocurrido en los principales países europeos, la escalada se mantendrá. Y no me pidan a mí que aporte soluciones: si personas mucho más preparadas no las han encontrado, ¿qué puedo hacer yo?
Es cierto: los que éramos jóvenes en los años ochenta no tuvimos que enfrentarnos al problema de la vivienda. Entonces, los pisos eran asequibles y, si no tenías dinero para comprar, siempre podías alquilar en buenas condiciones. En algún momento, la proporción existente entre los ingresos medios de la gente y los precios de los pisos se descabaló definitivamente. Y así seguimos: el español medio dedica el cuarenta y tres por ciento de su sueldo a pagar la vivienda, muy por encima del máximo recomendado por los expertos. Así pues, no es de extrañar que haya aumentado el malestar de toda una generación, obligada a vivir con poco más de la mitad del sueldo.
Por lo demás, tampoco es que los jóvenes de entonces viviéramos en jauja. Todo lo contrario: instalados en una crisis económica permanente, con un Estado de bienestar que no pasaba de ser un desiderátum, la protección social era casi inexistente y, lo que es más grave, el mercado laboral pasaba por uno de sus peores momentos. En 1985, justo antes de incorporarnos a la entonces llamada Comunidad Económica Europea, el desempleo era el doble que el actual, según la Encuesta de Población Activa: uno de cada cuatro españoles en edad de trabajar estaba en el paro. En medio de una precariedad generalizada, está claro que los precios de la vivienda no podían ser muy altos: Dios da pan a quien no tiene dientes.
Las cosas empezaron a cambiar precisamente tras el ingreso en la CEE, y podría decirse que el encarecimiento desproporcionado del coste de la vida ha sido una consecuencia de esa prosperidad iniciada hace casi cuatro décadas: países ricos, países caros. La España actual es, sin duda, mejor que la de entonces: más rica, más sana, más libre. Quienes ahora están en torno a los treinta años, que crecieron en una España mejor que la mía, suelen definirse como la primera generación de hijos que viven peor que sus padres. Tienen razón: las estadísticas demuestran, por ejemplo, que el riesgo de pobreza o exclusión social es dos veces más alto entre los veinteañeros que entre los sesentañeros.
Pero la principal diferencia es que los jóvenes de entonces, como no tardó en demostrarse, teníamos muchos más motivos que los de ahora para observar el futuro con esperanza. Vivimos tiempos pesimistas, y el pesimismo suele ir de la mano de la desconfianza y el sálvese quien pueda. Abundan los jóvenes disgustados con un sistema que les exige sacrificios presentes sin garantizarles compensaciones futuras. No es cierto que ellos sean los paganini del Estado de bienestar, pero a ver cuándo empieza la realidad a proporcionarnos argumentos para convencerles.